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domingo, 9 de mayo de 2021

Prohibido bendecir uniones homosexuales

 Jesús Martínez Gordo

La Iglesia no tiene “el poder para impartir la bendición a uniones de personas del mismo sexo” porque “no bendice ni puede bendecir el pecado”. Es lo que sostuvo, a mediados del pasado mes de marzo, el cardenal español Luis F. Ladaria, presidente de la Congregación para la doctrina de la fe, en una Aclaración (“Responsum”) cuya publicación contó con el “asentimiento” del Papa.

 

Pero, como también es sabido, Francisco manifestó en el año 2018 a Juan Carlos Cruz -periodista, víctima del sacerdote chileno Fernando Karadima y nombrado, recientemente, miembro de la Comisión Pontificia para la Protección de Menores- que no creía relevante que fuera gay: “Dios te hizo así y te quiere así y a mí no me importa. El Papa te quiere así, tú tienes que estar feliz con quien tú eres”. E igualmente es conocido que en la Exhortación Apostólica Postsinodal “Amoris Laetitia” sostuvo -tras descalificar toda estigmatización a los homosexuales- que “se nos impide juzgar con dureza a quienes viven en condiciones de mucha fragilidad” y no prestar la debida atención o despreciar las semillas de verdad y bondad que se trasparentan en toda relación.

 

Quizá, por ello, puede que no esté de más indicar que una Exhortación Apostólica Postsinodal es algo así como una Ley orgánica en comparación con una orden ministerial que es lo que, en el mejor de los casos, vendría a ser dicha Aclaración del cardenal Ladaria. Me parece oportuno recordarlo, en particular, a quienes intentan resolver un problema de índole pastoral con argumentos exclusivamente jurídicos y autoritativos. Pues bien, entiendo que tampoco encuentran en ese campo el suelo firme que creen descubrir en esta Aclaración del Dicasterio, no de Francisco, aunque haya autorizado su publicación, como -por otra parte- es preceptivo para todos los organismos de la Curia.

 

Las reacciones no se han hecho esperar: frente a las eufóricas de los partidarios de las “verdades innegociables” -en las que tan a gusto se encuentran los fans de los dos papas inmediatamente anteriores-, han respondido muchas parroquias austriacas izando en el exterior de sus locales la bandera del arco iris en solidaridad con la comunidad LGBT + y en protesta por lo que entienden que es una “posición obsoleta”. El mismo cardenal arzobispo de Viena ha manifestado “no estar contento” con dicha Aclaración. El año 2015, con ocasión del segundo de los Sínodos en los que se abordó esta cuestión, ya había defendido -junto a otros obispos- la existencia de “elementos positivos” en uniones fuera del matrimonio canónico. Por eso, vino a sostener, la Iglesia tenía que dejar de ser una avinagrada instancia en nombre de una verdad inmutable y disponerse a favorecer el “bien posible” que funda y se transparenta en toda relación humana (incluida la homosexual). Y, alentando tal “bien posible”, proyectarlo hacia el futuro. Creo que éste es el punto más importante de diferencia entre el pontificado de Francisco y los de Juan Pablo II y Benedicto XVI, magníficamente presentado por el mismo cardenal Schönborn en una entrevista publicada ese año en La Civiltà Cattolica, la revista oficiosa del Vaticano.

 

En aquella ocasión, el cardenal de Viena se presentó como una persona que había padecido el divorcio de sus padres y de sus abuelos y que había vivido como pocos qué era formar parte de una familia patchwork (retazo, parche, mosaico), una situación, confesó, que iba camino de convertirse desgraciadamente en algo habitual en tantas personas de nuestros días. Quizá por ello, abundó en su testimonio, también se le había presentado la oportunidad de reconocer, tal y como hacía Jesús de Nazaret, elementos de verdad y santidad incluso en situaciones que, al decir de los partidarios de las llamadas “verdades innegociables” eran intrínsecamente inmorales.

 

Es lo que le transmitió a su entrevistador cuando le contó cómo estudiando en París (Le Saulchoir) solía pasar bajo el Sena, camino del convento de Evry. Allí, en uno de los puentes, vivía una pareja de mendigos formada por una mujer que había sido prostituta y un varón cuyo pasado desconocía. No estaban casados y no frecuentaban la iglesia. Pero cada vez que pasaba por allí, confesó el cardenal Ch. Schönborn, y los veía tratarse con cariño y ternura, no podía evitar decirse: «¡Dios mío, caminan juntos en medio de una vida que les está siendo particularmente dura y difícil! ¡Y se ayudan el uno al otro!». «¡Qué grande y bello es que estos dos pobres se socorran entre tanta desolación!». Dios estaba presente allí, en medio de ellos. Y se transparentaba en esos gestos de cariño y de ternura. Y en el apoyo que se prestaban.

 

Esta doble referencia a su recorrido existencial como miembro de una familia patchwork y a la belleza y al amor que emergían en medio del claroscuro de la vida, en el caso de los mendigos de París, le llevaba a resaltar tres de los puntos que entendía más determinantes en el cambio de época que se había iniciado con el pontificado de Francisco: el primero, referido al paso de una mirada excluyente –frecuentemente anclada en los libros y en las “verdades innegociables”– a otra inclusiva y fundada en la figura del Buen Pastor; el segundo, ocupado en mostrar la raíz tradicional de dicha mirada y, el tercero y último, centrado en resaltar la importancia de acoger, acompañar, discernir e integrar antes que condenar.

 

No me extraña que unos cuantos cientos de sacerdotes en Alemania, así como también en Austria y Suiza, hayan acordado bendecir el 10 de mayo, desafiando la Aclaración vaticana, “las uniones de personas que se aman”, más allá de que sean parejas lesbianas, gays, bisexuales o transexuales. Tampoco me extraña que se incremente el número de obispos contrarios a sancionar a quienes se sumen a esta campaña ni que haya jóvenes que, como ha sucedido en Amberes, se hayan desafiliado de la Iglesia católica solicitando la cancelación de sus registros bautismales.

 

Y, la verdad, no me sorprende que, entre nosotros, en el País Vasco, el obispo de San Sebastián, mons. Munilla, haya propuesto crear “una cadena de oración y ayuno en favor de la unidad de la Iglesia en Alemania” y de su comunión con el magisterio eclesial. Supongo que más preocupado por dicha unidad que por un posible y deseable cambio en el Catecismo que deje en el baúl de los recuerdos la tesis según la cual la orientación hacia personas del mismo sexo “es objetivamente desordenada”. ¿No es más conforme con el Evangelio y la razón en libertad, me pregunto, reconocer que la orientación hacia personas del mismo sexo “está ordenada de manera diferente”? Espero que, no tardando mucho, sea posible leer esto, o algo parecido, en dicho Catecismo. Ya ha pasado antes de ahora con la pena de muerte y la llamada guerra justa. ¿Por qué no con las uniones homosexuales?

 

 

 

 

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