Jesús Martínez
Gordo
El Papa Francisco se ha tenido que emplear a fondo estos últimos meses para
despejar del horizonte a una serie de personas y comportamientos que han venido
lastrando el proyecto de reforma de la Iglesia desde el inicio de su
pontificado.
En primer lugar, ha concedido una “excedencia” al cardenal australiano G.
Pell, (miembro del llamado C-9, considerado el número tres del organigrama
vaticano y encargado, desde el 4 de julio de 2016, de “vigilar y controlar”
-pero no administrar- los bienes de la Sede Primada) para poder defenderse de
las acusaciones de abusos sexuales, supuestamente cometidos entre los años
1976-1980 y 1996-2001. Son muchos los que, interpretando semejante “excedencia”
como un viaje sin retorno, no dejan de censurar la confianza depositada en él y
entienden que sus diferentes nombramientos son, muy probablemente, el mayor
error cometido por Francisco. La justicia australiana clarificará la
consistencia de las imputaciones y, a la vez, si, efectivamente, la confianza
en él depositada ha sido el error de bulto que se aprecia, al menos, en un
primer momento, y, de paso, si la “excedencia” es una rectificación, aunque
tardía.
Pero, además, el papa ha relevado a G. Müller, una vez cumplido su mandato
de cinco años, al frente de la Congregación para la Doctrina de la fe (ex -
Santo Oficio); una inusual decisión que parece obedecer a diferentes razones.
El cardenal alemán ha sido uno de los más firmes y persistentes opositores a la
propuesta papal de primar la verdad evangélica de la misericordia sobre las
“verdades innegociables” de la llamada ley moral natural en el caso de los
divorciados vueltos a casar civilmente y, por extensión, en la moral sexual y
en la pastoral familiar.
Y, también, quien ha amparado el boicot a la decisión papal de implementar
una política de tolerancia cero en los casos de pedofilia de los curas y de los
obispos, tal y como denunció en su día Marie Collins (activista irlandesa,
víctima de abusos sexuales y miembro de la Comisión encargada de tutelar a los
menores). Cuando esta mujer presentó su dimisión, alegó la “inaceptable y
vergonzosa falta de colaboración” “de algunos miembros de la Curia Vaticana”, aduciendo,
concretamente, la negativa de tales miembros a responder a las cartas que les
dirigían las víctimas de la pedofilia, así como a la vía muerta en que había
quedado la decisión papal de poner en funcionamiento un tribunal para juzgar a
los obispos negligentes al respecto. Fueron legión quienes, a raíz de
semejantes denuncias, pudieron constatar cómo el cardenal G. Müller era un gran
especialista en activar una variante vaticana del llamado “pase foral”: acataba
formalmente lo que el Papa aprobaba, pero no lo ejecutaba... Y fueron muchos
más los que ya no pudieron soportar la respuesta -despreciativa- del cardenal a
las denuncias de Marie Collins, más allá de que fuera acusada en algunos
círculos vaticanos de ser una mujer un tanto autoritaria y de no tener
paciencia alguna…
Con el nombramiento de Mons. Luis Francisco Ladaria, mallorquín, jesuita
español y secretario de la Congregación para la Doctrina de la fe desde 2008, a
la vez que presidente de la comisión encargada de estudiar la posibilidad de un
diaconado femenino, Francisco parece estar apostando por dotar a sus decisiones
más relevantes de una consistencia teológica tal que resulten difícilmente
cuestionables para el sector inmovilista de la Iglesia. Es una interpretación
cuya verosimilitud (o no) podrá comprobarse, de manera particular, cuando la
comisión que preside el nuevo Prefecto de la Congregación se posicione sobre el
diaconado femenino, una puerta que, de abrirse, dejaría franco, más pronto o
más tarde, el camino del sacerdocio ministerial e, incluso, del episcopado
femenino.
Finalmente, es excepcional e inaudito que los tribunales de la Santa Sede
hayan decidido llamar a declarar al cardenal T. Bertone (el número dos en el
papado de Benedicto XVI) para que aclare su posible responsabilidad en la
desviación de 442.000 € del hospital infantil “Bambino Gesù” con los que, al
parecer, habría arreglado el ático en el que reside, una vez jubilado. Un
indudable ejemplo de transparencia, largo tiempo esperado y que sería deseable
se extendiera a todos los ámbitos de gobierno, en el Vaticano y en todas las
demás instituciones eclesiales, incluidas, obviamente, las diocesanas. La
impunidad no es de recibo en ninguna institución. Y menos, en la Iglesia,
aunque el sospechoso haya sido el número dos del Vaticano o, aunque lo sean
cardenales, obispos, sacerdotes y laicos “factótum” en
cualquier parte del mundo.
Entre tanto, se han conocido otros gestos y detalles del papa Bergoglio
cargados de esperanzada significatividad. Con ellos muestra, mejor que con sus
palabras, lo que es ser cristiano, es decir, seguidor del Crucificado en los
crucificados de nuestros días y, a la par, partícipe y transmisor de la vida
que brota del Resucitado: ha aprobado que sean reconocidas como santas las personas
que han dado sus vidas por el prójimo aceptando libre y voluntariamente una
muerte cierta y prematura; ha estado cerca de los padres de Charlie Gard, el
niño recientemente fallecido por una extraña enfermedad genética; ha
telefoneado a R. Acuña, un basurero argentino, padre de cinco hijos que perdió
sus piernas hace cuatro meses en un accidente de trabajo; ha escrito una carta
a Andrea, una enferma que le había
invitado a ir con ella y con sus compañeros a una peregrinación a Loreto,
animándola a no bajar nunca la guardia y, por si todo ello fuera poco, ha
puesto un letrero a la entrada de su despacho en el que se puede leer:
“prohibido quejarse”. “Los transgresores están sujetos a un síndrome de
victimismo con la consecuente disminución del tono del humor y de la capacidad
para resolver problemas”. “Por tanto: deja de quejarte y actúa para hacer mejor
tu vida”.
Limpieza, obviamente, pero también, y, ante todo, misericordia a manos
llenas; en especial, con los más sencillos y necesitados. Y, por supuesto, unas
cuantas gotas de buen humor. Tres oportunos ingredientes para los tiempos que
corren.
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