De pequeña me aprendí los dones del Espíritu Santo en el catecismo del P.Ripalda y había que repetirlos poniendo delante su número de orden: el primero, don de sabiduría, el segundo don de entendimiento…, y así los siete. Los niños de entonces, como no gastábamos tiempo en aprendernos las letras en inglés de Ariana Grande, teníamos neuronas disponibles para distinguir por ej.a los filisteos de los amalecitas.
Eso era sencillo comparado con llegar a diferenciar el don de la sabiduría del de ciencia o de entendimiento y a mí me parecía que decían lo mismo. Como persistía mi resistencia a distinguirlos, leí de novicia a instancias de la maestra las explicaciones que daban sobre el tema dos pesos pesados de la espiritualidad de entonces, el P. Philipon y Dom Columba Marmion, que solo con pronunciar sus nombres ya te hacías idea de lo sólidos que eran. Como no he progresado mucho en el asunto, ahora me intereso por otros dones más allá de los siete oficiales que reposan sobre personas generalmente ajenas a ello.
Sobre Yusuf, el chico que trabaja en una frutería marroquí de mi barrio con horarios imposibles, descansa con absoluta evidencia el don de la Affabilitas (el latín otorga un plus de respetabilidad): no hay más que mirarle sonreír mientras me pesa los tomates, como si no tuviera nada más atrayente que hacer en esta tarde de sábado.
A mi amiga Pipita que se prepara para el bautismo (Guinea Bissau, tres hijos, 570 € al mes…), le fluye por las manos el don de la Reciprocitas cuando aparece por mi casa trayendo un cuscús al estilo de su tierra.
Hay viñetas de Forges, poemas de Sánchez Rosillo o textos de Galeano que exhalan una Magnanimitas que da anchura al corazón y contagia un modo de contemplar la vida y sus gentes con tanta calidez, ternura y simpatía, que no es difícil reconocer en sus autores el soplo de lo alto.
Una sugerencia para estas vacaciones: dedicarnos a descubrir los dones que aletean sobre las personas que nos vamos encontrando. No es necesario que sean en latín.
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