Y todavía más. Se
nos quiere olvidar que lo más luminoso del ser humano reside en esos
momentos y lugares que dedica a la ensoñación. Para lo que resulta
imprescindible apagar las otras luces, las que borran lo invisible.
UN mes antes de Navidad
las calles de nuestras ciudades y municipios ya están decoradas con el
tradicional alumbrado navideño.
Más allá de lo que puedan gustar estos
adornos, conviene llamar la atención sobre el derroche energético y el
impacto ambiental que supone este tipo de ornamentación, aunque se haya
pasado en muchos lugares a las lámparas led, más eficientes. Pero,
también convendría decir que las lámparas led que se utilizan provocan
una contaminación lumínica mucho más peligrosa que las lámparas
convencionales, porque tienen mucha más emisión en el espectro azul, que
es la que genera mayor problema para la biodiversidad, afectando a las
aves.
Abruma pensar la cantidad de energía que puede llegar a consumirse
de un modo tan superfluo en todo el mundo desarrollado durante estas
fechas. Y es que, aunque los recibos de la luz los paga cada
Ayuntamiento (al final cada ciudadano o ciudadana), la factura
medioambiental en forma de cambio climático o contaminación la paga todo
el planeta. Y, mientras tanto, cada vez más personas sumidas en la
pobreza energética. El mejor regalo que los ayuntamientos pueden hacer a
sus ciudadanos y ciudadanas es reducir este absoluto despilfarro
energético y no contribuir con él a la crisis climática, además de
contribuir a la lucha contra la pobreza energética. Es un derroche de
luz, un lujo que solo podemos permitirnos en los países enriquecidos
mientras la mayoría de la humanidad siga viviendo completamente a
oscuras. Por otra parte, no se debe olvidar que una de las razones
principales por las que se realiza este encendido de luces es para
fomentar el consumo en las fechas navideñas. Este consumo está enmarcado
en un modelo en el que se produce una sobreexplotación de los recursos y
una generación insostenible de residuos. Si continuamente se pide que
en nuestras casas solo utilicemos la luz que necesitamos, por qué no
vamos a hacer lo mismo en nuestras ciudades y municipios. Pequeñas
medidas como esta suponen un importante beneficio para el medio ambiente
sin suponer ninguna pérdida de calidad de vida para nadie.
Es una
carrera obscena e indignante en la que, en algunas ciudades del Estado
español, los alcaldes están jugando a ver quién gasta más dinero público
en luces navideñas, algo que no tiene demasiado que ver con lo que es
el espíritu navideño, que tendría que estar más enfocado en competir por
la solidaridad, con la calidad de los servicios públicos, con dar una
buena imagen en cuanto a la calidad del transporte, etcétera. Lo que no
vemos resulta casi siempre de mayor amplitud y hasta importancia que lo
patente de forma directa. No hay dominio más vasto, ni realidad más
apasionante que lo invisible. A casi todos, por ejemplo, se nos escapa
que las raíces son más extensas y sustentadoras que las ramas y las
hojas. No menos que ahí abajo, en el ciego y oscuro suelo, acontecen los
episodios más cruciales para los terrestres, nuestra especie incluida.
Al menos mientras sigamos alimentándonos con plantas o con comedores de
plantas. Poca atención nos merece la diminuta fauna y flora asociadas a
lo recóndito, más numerosa y más crucial que todos los animales y
plantas de algún tamaño que nos rodean.
No menos cierto deberíamos
considerar el hecho de que una gran parte de la proeza del ser humano
ha sido, y es, alumbrar las regiones opacas, los tiempos y los espacios
que no podíamos contemplar de forma directa. Dar a luz;ser
lúcidos;pretendernos luminosos son claros propósitos y terminología muy
emparentada con lo que consideramos mejor. Por desgracia nos es difícil
perder el control y acabar iluminados. Es decir, que en esto nos alcanza
también el exceso. Ese que llamamos contaminación lumínica y su
colateral despilfarro energético.
Poner
luces hasta en la sopa nos caracteriza. Cuando nada, ni siquiera la
desprestigiada oscuridad, carece de su función y de su sentido. Incluso
lo que tantas veces nos parece contrario a nuestros deseos, intereses o
ímpetu explorador desempeña, cuando menos, la tarea de la compensación,
casi siempre aliviadora. Estamos en el ápice anual de las iluminaciones.
Acaso por estar llegando los días más cortos del año y las
consiguientes noches más largas, recargamos todas las formas de
iluminación. Precisamente cuando más claro está que la producción de
energía, tantas veces malgastada o derrochada, tiene su gran parte de
responsabilidad en la propagación de la crisis climática. No se entienda
que uno desea calles, plazas, escaparates o cualquier ámbito de lo
ciudadano apagados. Tampoco se trata de no alegrar estas fechas a golpe
de bombillas, por cierto, muchos cientos de millones en los países
occidentales. Estos comentarios pretenden acordarse de que nada ciega
tanto como los fogonazos, circunstancia a la que nos estamos
aproximando.
Cualquiera sabe que son las sombras lo que da relieve
a lo que miramos. Pero es tanto el desbordamiento de luces que nos
rodea que se acaba diluyendo la posibilidad de descanso, comprensión y
verdadero disfrute. Cuando se plantea la reducción de las emisiones de
contaminantes atmosféricos casi siempre se nos escapan varias
posibilidades como la ya mencionada de iluminar lo suficiente y evitar
la opulencia: este convertir la noche en algo incandescente. Hay, pues,
luces lúcidas y otras, como las que sobran y ahora atacan. Sobre todo,
porque cada día quedan menos penumbras, imprescindibles para que se
encienda gratuitamente la bóveda del cielo, mucho más festiva y alegre
que el chisporroteo navideño que nos embadurna.
Y todavía más. Se
nos quiere olvidar que lo más luminoso del ser humano reside en esos
momentos y lugares que dedica a la ensoñación. Para lo que resulta
imprescindible apagar las otras luces, las que borran lo invisible.
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