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jueves, 2 de noviembre de 2023

Aciertos y patinazo del Informe del Defensor del Pueblo

 Por   Jesús Martínez Gordo

He leído con detenimiento la “Presentación” del “Informe sobre los abusos sexuales en el ámbito de la Iglesia Católica y el papel de los poderes públicos. Una respuesta necesaria”. También he leído con detenimiento el capítulo octavo, dedicado a las “conclusiones y recomendaciones” que formula el Defensor del Pueblo. Y, “en diagonal” el resto del documento. De la lectura realizada me queda una extraña sensación, a la vez, de esperanza y desaliento.

De esperanza, porque —en medio de la tragedia— se ha puesto a las víctimas en el centro del diagnóstico: “lo sucedido es para ellas y para toda la sociedad un verdadero desastre”. De aliento, también, porque se formulan orientaciones que apuntan a su reconocimiento y a la reparación; porque se recuerda la importancia de facilitar el apoyo psicológico a las víctimas, así como de mejorar su atención en el sistema judicial; porque se subraya la centralidad de la prevención, de la formación, de la sensibilización y de seguir impulsando la investigación: todavía es mucho el dolor que escuchar y conocer. Y también porque se urge a reparar, simbólica y económicamente. De esperanza, igualmente, porque se evita la existencia de víctimas de primera y de segunda división cuando sostiene que el “abuso sexual infantil” “no se limita a una institución (la eclesial) y afecta, de un modo u otro, a todos los ámbitos (civiles) de socialización de los menores de edad”. Y, finalmente, me siento alentado porque sostiene dos puntos que —referidos a la Iglesia católica— me gustaría que no pasaran inadvertidos: en primer lugar, la denuncia de que la pauta habitual de esta institución, “al menos a nivel oficial”, ha sido la minimización o negación del problema; algo, particularmente grave, vista “su aspiración a ejercer un liderazgo moral”. Y, en segundo lugar, el reconocimiento de que la Iglesia católica está necesitada de “un cambio estructural  (…) en la línea de lo que han reclamado los informes emitidos en otros países”.

Pero he dicho que la lectura del Informe, además de abrirme a la esperanza en los puntos que acabo de reseñar, también me ha dejado descorazonado y, por ello, necesariamente, crítico. Visto lo sucedido en Francia con el Informe CIASE sobre la pederastia eclesial ¿era necesario que el Defensor del Pueblo encargara una encuesta demoscópica sobre este asunto? ¿No hubiera sido mejor ofrecer un diagnóstico, como lo han hecho los investigadores alemanes y suizos, a partir de los casos incontestablemente conocidos o reconocidos? Mi desaliento se incrementa cuando se escuchan las extrapolaciones a las que se presta —como ya sucedió en Francia— dicha encuesta demoscópica. Y con las extrapolaciones, los comentarios salidos de tono y las interpelaciones ancladas en el “y tú, más”. ¿Cómo es posible, se viene oyendo en Francia desde 2021, que prestemos atención a los supuestos 330.000 abusados por sacerdotes, religiosos o laicos al servicio de la Iglesia y no atendamos, como también se merecen, los supuestamente restantes 5,2 millones de niños franceses abusados sexualmente en otras instituciones civiles?

En estos días estamos asistiendo a una versión hispánica de este lamentable patinazo, de las extrapolaciones a las que se presta y del embarrado debate que está provocando: ¿cómo es posible, vengo escuchando, que se dé más importancia, según la extrapolación realizada por algunos medios de comunicación, a los supuestamente 440.000 abusados en la Iglesia católica y no se tengan presentes los millones de personas (más de cinco millones) que, también supuestamente, habrían padecido abusos, por ejemplo, en el ámbito familiar, en la vía pública o en los colegios no religiosos? He aquí la causa de mi desaliento; algo que el Defensor del Pueblo me podría haber evitado si se hubiera ahorrado la muestra demoscópica, a la luz del bronco y estúpido debate abierto en Francia y de la acogida habida en Alemania y en Suiza de sus respectivos Informes, a partir de casos reales e incontestables.

¿Qué precio se puede acabar pagando, además del de la credibilidad de algunos medios de comunicación social que han impulsado o han hecho la ola a una de las extrapolaciones a las que se presta la muestra sociológica y han ocultado otras posibles? Creo que dos: el desplazamiento, en primer lugar, de la centralidad que han de tener —como muy bien se subraya en el Informe— las víctimas y no, añado por mi cuenta, las filias y las fobias clericalistas de turno. Y el segundo, la irrelevancia en que puede quedar sumida la recomendación —fuertemente subrayada en el Informe— de seguir transformando la sociedad y sus instituciones; una recomendación que, en el caso, de la Iglesia, pasa por adoptar no solo “compromisos públicos” de reconocer las víctimas y reparar el daño causado, sino también, de proceder a “la reforma institucional, en lo que sea necesario”. Ojalá que mis temores sean infundados.

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