Jesús Martínez
Gordo
Hace quince días me lo dijeron confidencialmente: mons. José Ignacio Munilla va a ser destinado a Orihuela-Alicante en torno a las navidades. La fuente era fiable, pero, la verdad, cansado de escuchar tantos nuevos destinos durante los últimos años, no pude evitar acoger la confidencia con cierto escepticismo y, a la vez, con una incontenible curiosidad: a ver, me dije, si ésta va a ser la buena. Y, finalmente, lo ha sido; para alegría de muchos y tristeza de otros. Conviene no perder de vista que en este movimiento de fichas episcopales sucede a su compañero de fatigas en la diócesis de Bilbao, mons. Iceta, destinado, como es sabido, a la sede de Burgos, con categoría de arzobispado.
Sospecho
que serán muchos los que se pregunten a qué obedecen estos cambios; qué los
provoca y por qué se les encomiendan o envían a estos destinos y no a otros. La
verdad es que no hay muchas respuestas que puedan presentarse como irrefutables.
Es más; visto el modo de proceder de la diplomacia vaticana, intuyo que ni los
propios concernidos puedan facilitarlas. Supongo que ellos cuentan con claves
de interpretación mucho más sólidas que las de quienes observamos estos
movimientos con cierto interés y curiosidad. Pero no creo que dispongan de
ellas de manera totalmente claras. Y lo creo porque es un “desconocimiento”
alojado en el mismo modo de nombrar obispos -durante los dos últimos siglos- en
casi todas las partes del mundo, con excepción de una treintena de diócesis en
Centroeuropa y en algunas más en Oriente.
Es
cierto que esta manera de proceder obedeció en su día a la necesidad de
salvaguardar la libertad de la Iglesia ante las injerencias de fuerzas extrañas
(casi siempre, políticas y económicas) en dichos nombramientos. Pero también es
ya hora de volver -por supuesto, de manera debidamente revisada- al antiguo
sistema de nominar obispos pactados entre el Papa y las diócesis directamente implicadas.
Y si no es porque han desaparecido las razones que provocaron tal apropiación vaticana,
que lo sea, al menos, como terapia para superar su opacidad y, de manera
particular, el nepotismo al que se viene prestando, ya sea éste de orden
familiar (no olvidemos que el actual obispo de Lugo es sobrino del cardenal
Rouco) y, sobre todo, ideológico, es decir, de personas con un perfil cercano a
las opciones de cada papado; para nada -o muy en segundo lugar- teniendo en
cuenta las voluntades de las diócesis.
Por
tanto, guste o no, la falta de transparencia es algo inherente al actual
sistema de nombramientos. Y esto es algo que no solo ha pasado en los
pontificados de Juan Pablo II o de Benedicto XVI, sino que también es constatable
en el de Francisco; cierto que con más dificultades que en pontificados
anteriores al no contar, como sus predecesores, con una Curia que cierre filas en
torno a él. Por eso, sus nombramientos son, unas veces, de cal y otras, de
arena o, incluso, de cal y arena el mismo día, según cuál haya sido el grupo de
presión interviniente en la gestación y nombramiento. Pero, por eso, no ha de
extrañar que se presten a innumerables especulaciones, cierto que no todas de
igual consistencia.
Así, por
ejemplo, en los de mons. Iceta y mons. Munilla creo que ha intervenido un grupo
muy cercano al actual Papa y muy lejano al cardenal Rouco; quien, a pesar de llevar
tiempo jubilado, todavía se hace oír en determinados departamentos de la curia
vaticana, comenzando por el que preside el cardenal Ouellet, encargado de proponer
los nombramientos de obispos. Concretamente, este núcleo más cercano al actual
Papa le ha transmitido que, tanto el obispo de S. Sebastián como el anterior de
Bilbao, eran impedimento para activar el proceso de renovación eclesial que
necesitan estas diócesis a las que, en algunos sitios se las sigue denominando
todavía la “Holanda del Norte”. Que eran obispos con un perfil propio de otros
tiempos eclesiales (los del papa Wojtyla) y que había que apartarlos de primera
línea y llevarlos a otros destinos menos conflictivos porque peligraba la
existencia misma de estas iglesias. Entiendo que, finalmente, ha calado la crítica
valoración de sus respectivas -y no siempre fáciles- gestiones. Es la que explica
su limitado “ascenso” en el escalafón: uno, al arzobispado de Burgos (que no,
al de Sevilla) y otro, a una diócesis (la de Orihuela-Alicante) numéricamente más
relevante que la de S. Sebastián (pero no, al arzobispado de Pamplona).
En todo
caso, no hay que dar por finiquitado el tiempo de Juan Pablo II, presidido por el
retorno a una nueva cristiandad o neocristiandad, en las antípodas de otro tiempo
post-secularista en el que la Iglesia está llamada a situarse como una institución
más, entre otras, y en el que su fuerza descanse tanto en el testimonio de lo
que hacen y viven los cristianos católicos, como en la consistencia y acogida
social de lo que proponen. Finalizado el tiempo de mons. Munilla, es mucha la
tarea que le queda por delante a la iglesia de Gipuzkoa. Y con ella, a las de Bizkaia,
Álava y Navarra.
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