Jesús Martínez Gordo
Catedrático en teología
Hay
quienes lo han calificado, sin paliativos, de autobús transfóbico porque
entienden que, al ser una campaña de respuesta a otra que buscaba sacar a la
luz el problema de los niños y niñas transgénero, incita al odio. Otros,
más cautos, han pedido que la fiscalía investigue si lleva, efectivamente, al
odio y que, si así fuera, intervenga el poder judicial. Los líderes de
semejante iniciativa, crecidos por la campaña que se les está haciendo, con
coste cero, apelan a la libertad de expresión y comunican que, si se les da vía
libre judicialmente, van a poner en marcha no uno, sino muchos más autobuses.
La suya, sostienen, es una legítima intervención buscando desenmascarar -bajo
la tapadera de que existen niños y niñas transgénero-
la llamada
“ideología de género”, es decir, el intento de socializar la idea de que se puede
cambiar, en última instancia, de sexo como de vestidos o de peinado. A ellos,
les preocupa la defensa del sexo asignado y salir al paso de
dicha “ideología de género”. No les inquieta, para nada, que se les tache de
ser un colectivo transfóbico. Hace tiempo que pasan de lo “políticamente
correcto”. El linchamiento mediático al que están siendo sometidos les
recuerda, así se han manifestado, lo que ocurría en los tiempos de la dictadura
franquista con los contestatarios al régimen. Exigen por eso, que se respete su
libertad a expresarse como crean conveniente y que dejen circular el autobús en
cuestión.
A la espera de lo que
pueda dar de sí esta confrontación, me parece oportuno abundar en la
información facilitada por algunos medios cuando han indicado que detrás de
esta iniciativa se encuentran grupos “ultra-católicos”. Yo prefiero llamarlos
colectivos partidarios de las “verdades innegociables”. Es una tipificación que
señala el punto en torno al cual gira el debate que mantienen desde hace tiempo
también en el seno de la
Iglesia católica.
En efecto, estos grupos
suelen ofrecer un diagnóstico de la situación social y eclesial que se puede
sintetizar en los siguientes puntos: se ha puesto en marcha un tipo de
“moralidad líquida” que, promovida por relevantes colectivos sociales, es
sistemáticamente sometida al dictado de las cambiantes mayorías sociológicas o
políticas, oportunamente orquestadas por poderosos grupos de presión mediática.
La nuestra es una sociedad presidida por “la dictadura del relativismo”, es
decir, plagada de personas e instituciones con problemas para reconocer la
diferencia existente entre lo permitido o tolerado por la legalidad vigente y
lo éticamente aceptable por su conformidad con “la ley moral natural”, única, universal
y por encima de mayorías o minorías. No faltan colectivos eclesiales que,
tocados por esta “dictadura relativista”, callan o, lo que es peor, funcionan
como tontos útiles de la “cultura líquida” que la genera y ampara. No se dan
cuenta de que, al primar la libertad sobre la “ley moral natural”, están
haciendo peligrar el futuro del país.
En otros contextos he
recordado que estos grupos tienen dificultades para percatarse de que su
discurso es percibido como un intento, otro más, por seguir controlando, en
nombre de dichas “verdades innegociables”, las conciencias y las voluntades de
todos los ciudadanos, al margen de que reconozcan o no, a lo que denominan “ley
moral natural”, autoridad para intervenir en su fuero interno, en sus
convicciones, en sus decisiones y organización. Y que, procediendo en
conformidad con tales “verdades”, se acaba poniendo en peligro la convivencia.
Además, al reaccionar,
en esta ocasión, de manera agresiva a una campaña anterior que informaba sobre
la existencia de niños y niñas transgénero, han cometido el
inmenso error de no prestar la debida atención a la singular situación, frecuentemente
desconcertante y dolorosa, de estas personas. La suya es una iniciativa que
emite -lo acepten o no- un mensaje de marginación. Parecen tener dificultades
para reconocer que, en defensa del sexo
asignado, anulan, por
el subsuelo reactivo del que brota, el respeto que se merecen los transexuales.
Y esto último sí que es un atentado, en la línea de flotación, a “la verdad
innegociable” para todo cristiano que quiera serlo en conformidad con lo que
Jesús de Nazaret dijo, hizo y encomendó.
Denuncien lo que crean
conveniente, incluso, en nombre de la, cada día, más cuestionada -también entre
los católicos- “ley moral natural”. Pero, no marginen a nadie. Si lo hacen,
aunque sea por omisión, se alejan, y mucho, del Evangelio que, porque debiera
ser más determinante que la llamada “ley moral natural”, les tendría que llevar
a tener un exquisito cuidado con lo débil y singular; una atención que, en este
caso, es doblemente requerida: por tratarse, primero, de niños y niñas y,
segundo, con problemas de aceptación de su sexo.
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