Félix Placer Ugarte 
Las conclusiones del «Proyecto de investigación de la tortura en el País Vasco (1960-2013)», realizado por el Instituto Vasco de Criminología y recientemente presentado por el Gobierno Vasco ha puesto una vez más en evidencia la realidad constatada de la tortura que, por su parte, la Coordinadora Estatal contra la Tortura viene denunciando cada año en el Estado español.
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Esta 
atrocidad inhumana, utilizada y ocultada por estamentos públicos, cuya misión 
fundamental es la protección de los derechos de las personas, interpela a toda 
la sociedad y sus estamentos institucionales; también es preciso instar, con 
especial urgencia en mi opinión, a todas las instituciones religiosas. Es 
urgente que su voz se alce de manera clara y contundente contra esta 
degradación, practicada en la mayoría de los países, que atenta contra la 
humanidad y es la mayor ofensa a la dignidad de los hijos de un mismo Dios. En 
particular es un compromiso ineludible para la Iglesia católica, que aboga de 
forma permanente por la dignidad y respeto de los derechos humanos en cada una 
de las personas y pueblos. Tanto la denuncia expresa como la exigencia de su 
erradicación en todas sus formas, con medidas políticas y jurídicas que sean 
eficaces, es una obligación ética apremiante de la que no puede desentenderse la 
Iglesia en ningún lugar del mundo.
Sin 
embargo esta Iglesia no ha sido inocente. A lo largo de su historia ha habido 
periodos en los que ella misma ha recurrido a esta práctica aberrante 
legitimándola para defender la ortodoxia. La Inquisición fue una demostración 
inicua, aplicada, por cierto, con especial crueldad en Euskal Herria. También el 
alto tribunal eclesiástico, denominado antes «Santo Oficio», aplicó tortura 
psicológica de la que varios teólogos fueron víctimas. Un caso particularmente 
lacerante fue el del reconocido moralista, perito del Vaticano II, Bernhard 
Häring, quien afirmó que prefería encontrarse frente a un tribunal de Hitler que 
tener que presentarse otra vez en el palacio del Santo Oficio.
Ante 
la tortura sistemática del régimen franquista fue particularmente escandaloso el 
silencio de una Jerarquía eclesiástica sometida al poder a fin de preservar sus 
privilegios y beneficios. Sin embargo, no todos callaron. El obispo José María 
Larrauri en la homilía de la misa del Jueves Santo (1971) en la catedral de 
Iruñea, pronunció estas palabras: «…En nombre de la Iglesia, no tengo más 
remedio que denunciar las torturas infligidas a detenidos, torturas que he visto 
yo, en sus efectos, con mis propios ojos; torturas físicas y psíquicas, 
interrogatorios crueles, por la forma y el tiempo en que se realizan, 
detenciones poco explicables o de las que no se da razón suficiente… Como hombre 
de Iglesia tengo que decir que quienes hacen estas cosas o las ordenan o las 
toleran o se inhiben de que se realicen, no pueden llamarse cristianos». Esta 
denuncia le costó el puesto y fue trasladado a Madrid. Más tarde (1979) fue 
nombrado obispo de Vitoria.
En 
la conocida «Carta de los 339 sacerdotes vascos» (1960) estos denunciaron que 
«en las comisarías de Policía de nuestro País se emplea el tormento como método 
de exploración y búsqueda del trasgresor… una malévola sospecha basta para que 
el policía o la guardia civil de turno… pueda torturar a cualquier ciudadano 
muchas veces inocente». También, además de algunos sacerdotes en sus homilías, 
lo hicieron en parecidos términos 500 sacerdotes vascos en carta a la 
Conferencia Episcopal Española (en 1967) y sesenta sacerdotes encerrados en el 
Seminario de Bilbao en carta al Papa Pablo VI (1968) le informaban de que 
«muchos hermanos nuestros son bárbaramente torturados en las comisarías del 
País».
A 
lo largo de la transición política y «democracia constitucional», ante la 
continuada práctica de la tortura (como constata el informe citado), los 
entonces obispos vascos expresaron en varias ocasiones denuncias de tortura: «La 
Iglesia en el País Vasco ha reprobado públicamente, en algunos casos de clara 
constancia, esta práctica inhumana, aun a costa de ser acusada de ambigüedad o 
de tibieza. Tenemos derecho a esperar que esta práctica haya sido descartada 
definitivamente», afirmaba Juan María Uriarte Obispo de San Sebastián. Pero 
también hay que reconocer silencios flagrantes ante casos, por ejemplo, de 
sacerdotes torturados.
Sin 
embargo, aunque la práctica de la tortura ha continuado, se ha apagado la 
denuncia de los obispos en estos últimos años, a pesar de la permanente 
información entregada por las Comunidades Cristianas Populares de Euskal Herria 
pidiéndoles en entrevistas continuas su intervención para erradicarla. No ha 
habido ninguna declaración pública jerárquica de denuncia y condena. Tampoco, 
por cierto, de comunidades y grupos cristianos. Tan solo el ya citado, con 
Herria 2000 Eliza y la Coordinadora de Sacerdotes de Euskal Herria han mantenido 
la denuncia y rechazo de esta práctica exigiendo su erradicación, especialmente 
grave al estar protegida por Instituciones públicas y practicada por organismos 
oficiales.
Ante 
esta culpabilidad histórica conjunta –aunque sin olvidar las significativas 
intervenciones citadas– la Iglesia, que en sus principios morales básicos 
condena cualquier forma de tortura, tiene una urgente responsabilidad. En primer 
lugar debe reconocer con honestidad su silencio en determinadas épocas y en 
estos últimos años. Unido a este reconocimiento honesto es necesario que movidos 
por la fe en Jesús de Nazaret, obispos y comunidades cristianas reclamemos con 
voz profética el respeto a la dignidad de todas las personas, denunciemos la 
existencia de esta lacra y exijamos su erradicación.
Y, 
con particular apremio, debemos expresar nuestra profunda solidaridad y afecto, 
en este «año de la misericordia», para con las víctimas de ese cruel atropello, 
cuyas consecuencias de dolor y sufrimiento permanecen; también el apoyo a 
quienes, superando obstáculos y represalias, han denunciado esta práctica. Es 
urgente que exijamos justicia para todas estas personas, también para sus 
familiares, allegados y allegadas, que han padecido la incertidumbre –con 
frecuencia confirmada– de lo peor, durante los días legales de incomunicación de 
personas detenidas. Sin olvidar que hoy se dan actuaciones con presos y presas 
de vulneración de derechos que equivalen a formas mantenidas de tortura.
Rechazar 
con contundencia esta práctica perversa, exigir responsabilidades y reparación 
consecuentes, defender, apoyar y ayudar a quienes la han sufrido y sufren sus 
consecuencias, es un paso imprescindible y urgente en la Iglesia de Euskal 
Herria a fin de abrir caminos de liberación y de esperanza para la paz y 
reconciliación que buscamos, como creyentes, desde la fidelidad al evangelio 
unidos a todas las mujeres y hombres en el compromiso por la construcción de un 
mundo humano.

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