Han pasado dos años y medio desde que Francisco
abriera el debate de la moral sexual y de la llamada pastoral familiar en una
histórica rueda de prensa en el avión que le trasladaba de Rio de Janeiro al
Vaticano (Jornadas Mundiales de la Juventud, 29 de julio de 2013). En el
transcurso de la misma dejó dos consideraciones que han marcado su pontificado
desde entonces.
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Según la primera de
ellas, había que revisar la imposibilidad de una plena incorporación eclesial
de los divorciados vueltos a casar civilmente y propiciar, igualmente, una
nueva normativa canónica que acelerara las nulidades matrimoniales, dos asuntos
que ponían nerviosos, sobre todo, a los
colectivos más tradicionales y rigoristas de la Iglesia católica.
Y según la segunda,
había que cambiar el trato y la actitud ante la homosexualidad: “Si una persona
es homosexual y busca al Señor y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para
juzgarla?”
Estas declaraciones no
fueron acogidas por el sector eclesial que, hasta entonces, había liderado, en
nombre de las llamadas “verdades innegociables”, la fijación de las mismas, en
confrontación con una modernidad (relativista y anticristiana, en su particular
diagnóstico). Sus críticas a la propuesta papal tuvieron un enorme eco, habida
cuenta de que se trataba de personas que, hasta no hacía mucho, tenían dificultades
para eludir el riesgo de lo que el teólogo suizo H. U. von Balthasar había
denunciado como “papolatría”: entender que la palabra del sucesor de Pedro
-fuera la que fuera y sobre cualquier tema- era indiscutible. De repente, se
reconducía, por vía práctica, el “infalibilismo” hasta entonces imperante, y
las cosas volvían a su cauce: el magisterio del papa, el llamado “auténtico”,
es falible y, por eso, objeto de debate ¡Ver para creer!
Algo empezaba a cambiar.
Y, al parecer, era interesante. Mejor dicho, muy interesante ya que, en el
fondo, Francisco proponía una revisión a fondo de la moral sexual y de la
llamada pastoral familiar; acartonada (y, de hecho, no recibida por la inmensa
mayoría de la comunidad cristiana) desde que Pablo VI se posicionara en contra
del control artificial de la natalidad (“Humanae Vitae”, 1968). Y después de
que lo hiciera sin tener debidamente en cuenta el dictamen favorable a la misma
emitido por la mayoría de la comisión creada para asesorarle al respecto.
Además, Francisco
proponía, poco después, que estas y
otras cuestiones fueran tratadas en dos sínodos de obispos y previa consulta a
1.300 millones de católicos dispersos por el mundo
En el Sínodo
Extraordinario (2014) las propuestas del papa tienen una sorprendente acogida,
aunque no alcancen el porcentaje requerido de dos tercios.
El Sínodo Ordinario de
2015 aparca la cuestión de la homosexualidad y centra su atención en contar con
la mayoría requerida (como así sucede) para aprobar la plena incorporación
eclesial de los divorciados vueltos a casar.
Francisco tiene, a
partir de ese momento, las manos libres para afrontar estas y otras cuestiones
en una carta post sinodal que acaba de publicar el 8 de abril.
Una lectura en diagonal
de la misma, y ciñéndonos a las tres cuestiones que han sido más criticadas
estos últimos tiempos (las parejas de hecho, la homosexualidad y los divorciados
vueltos a casar civilmente), permite sostener que el papa Bergoglio se ha
acercado a ellas como ya lo había anunciado: con entrañas de misericordia, la primera
y más importante verdad que preside su pontificado. Y, por supuesto, el
Evangelio.
Concretamente, sobre las
parejas de hecho recuerda que “la Iglesia les invita a “hacerse
cargo con amor el uno del otro” y que, cuando entiendan que la unión ha alcanzado
“una estabilidad notable”, se planteen, “allí donde sea posible”, un recorrido
hacia el “sacramento del matrimonio” (248).
En el segundo de los
asuntos, el referido a quienes manifiestan una tendencia homosexual, es un poco
más cauto que lo inicialmente propuesto (y no aprobado en el Sínodo
Extraordinario de 2014), pero va más lejos del bloqueo que experimentó en el
Ordinario de 2015: se ha de “evitar todo signo de discriminación injusta y
particularmente cualquier forma de agresión y violencia”. Además, se les ha de asegurar
“un respetuoso acompañamiento”, sabiendo que pueden “contar con la ayuda
necesaria para comprender y realizar plenamente la voluntad de Dios en su vida”
(249)
Y finalmente, con
respecto a los divorciados casados civilmente asume lo aprobado por los obispos
en el Sínodo Ordinario de 2015: “acerca del modo de tratar las diversas
situaciones llamadas «irregulares», los Padres sinodales alcanzaron un consenso
general, que sostengo” (297) y que, en síntesis, queda recogido en la conversación
telefónica mantenida con E. Scalfari, fundador y director durante muchos años
del periódico italiano, la Repubblica, el pasado mes de noviembre: al final de
los recorridos que se propongan, más rápidos o más lentos, “todos los
divorciados que lo pidan serán admitidos”.
Jesús Martínez Gordo
Catedrático en teología
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