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miércoles, 15 de febrero de 2023

El kaiku y la capucha: Joxan Rekondo

¿Auzolan o Matxinada? El kaiku al que apeló Beatriz Artolazabal en el aniversario de la fundación de la ikastola Olabide fue una de las expresiones con las que pudo identificarse aquel movimiento cívico y democrático que quería reconstruir un país para todos. A los patriotas vascos, ese kaiku nos enorgullece, mientras que la capucha de los machinados nos humilla y avergüenza.


No se puede negar que la conformación de la memoria colectiva es el resultado de un proceso de decantación crítica en el que participan y chocan diversas memorias alternativas. Se espera que del proceso se pueda concluir, una vez desechadas las que justifican las experiencias dañinas del pasado, con el afianzamiento de un sentido compartido que fortalezca la convivencia del grupo. No es necesario recordar, sin embargo, que los vascos estamos viviendo todavía es ese ambiente de confrontación de memorias.

 Suena bien la idea que apela a una memoria inclusiva. Deberíamos conseguir que esta diera cuenta del despropósito de la violencia desde el mismo marco en el que se originó. Pero, como bien subraya el informe Begiradak, lo que esta memoria no debería incluir son los relatos autojustificativos de los que “han tenido responsabilidad directa e indirecta en todas y cada una de las violaciones de derechos humanos”, sea cual fuera el momento y las condiciones en las que las cometieron. Necesitamos una memoria que aporte densidad moral al sentido común de nuestro pueblo.

Aun así, la obligación de promover una memoria crítica del pasado no se puede ni se debe circunscribir al único recuerdo de la violencia y el terrorismo y los estragos que han causado. Nuestro presente no es producto de la amenaza y el terror, aunque hayamos tardado demasiado en liberarnos de esta desgraciada situación. No son pocos los agentes y las circunstancias que han influido y modelado constructivamente nuestra historia reciente. Es, precisamente, la acreditación de esta otra realidad la que mejor contribuye a la deslegitimación del crimen político y a la rehabilitación de la convivencia vasca.

Junto con aquellos comportamientos que nos avergüenzan, por lo tanto, es obligado preguntarse qué experiencias alentadoras merecerían integrar también una memoria democrática que refleje con la mayor fidelidad la realidad que hemos vivido.

2. Recientemente, la ya exconsejera Artolazabal ha expuesto esta cuestión con acierto, al evocar la actuación de personas como Elbira Zipitria e Izaskun Arrue como referentes para las jóvenes generaciones. Frente a lo que todavía sostiene la izquierda abertzale, “el nacimiento de la violencia de ETA, como reacción a la dictadura franquista, no fue inevitable”.

Para el momento en que algunos vascos recurrieron a las armas (1968), la corriente socio-política más potente del país (apoyada por las fuerzas e instituciones democráticas) ya llevaba años empeñada en impulsar el resurgimiento vasco, apoyándose en fundamentos democráticos y reconciliatorios. Tal y como ha mostrado Imanol Lizarralde en esta misma tribuna, al lado de una intensa dinámica de resistencia cívica, los vascos demócratas promovieron una verdadera reconstrucción que, frente al régimen o utilizando los espacios que se escapaban al control de sus aparatos represivos, provino de una multitud de emprendedores, individuales o sociales, que operaron al servicio del bien común desde los hogares, la calle y los barrios, asociaciones e ikastolas, cooperativas, empresas y talleres…

Las claves que explican esta ebullición social podrían resumirse en las dos ideas que precisamente distinguen al movimiento cooperativo: Trabajo y Unión orientados a la provisión del bien común del país. Estamos hablando de una multiplicidad de Auzolanes. Fue todo un pueblo el que se puso en marcha, constituyendo la mejor expresión de activación social, de herrigintza, que hemos mostrado en la historia reciente. Tras la guerra, grandes sectores sociales se implicaron en una marcha que creían les habría de llevar hacia una convivencia reconciliada.

3. Por su parte, aunque se justificara en la autodefensa ante la dictadura franquista, los promotores de la violencia revolucionaria la anunciaron como una ruptura imprescindible con una cultura de resistencia a la que consideraban improductiva.

¿Para qué promover la reconstrucción social en esos espacios infrapolíticos que se escapaban del control del régimen? Para ETA, esa conducta únicamente podía servir para suavizar la imagen de la dictadura y aplazar su caída. O se estaba con el golpe contundente, con la insurrección armada, o se estaba en la inacción y el disfrazamiento del régimen. En realidad, lo que ETA siempre buscó era un escenario de guerra de posiciones con dos únicos intervinientes: ella misma y el Estado.

De ahí su predilección por el endurecimiento de la represión, que buscó deliberadamente como fuente de alimentación de su propia actividad, como posibilidad de concentración de hegemonía popular a su favor. De hecho, ETA no quiso ni contener ni defender a los vascos de la represión violenta de la dictadura, sino agudizar esta, incrementar su efecto sobre las masas populares para apremiar a estas a elegir bando, pero animándolas obviamente a optar por el apoyo a las filas revolucionarias.

Pero, el análisis gramsciano de la hegemonía, que atribuye a las masas sociales una conciencia enajenada, no valía para aquella realidad. El franquismo nunca pudo someter la conciencia libre de la corriente principal de la sociedad vasca, que estaba perfectamente capacitada para impulsar un potente resurgimiento y no necesitaba del auxilio de vanguardias de carácter mesiánico. Esto es lo que ETA nunca entendió. La arrogancia y la fe en una victoria inminente, con una violencia que pretendía lograr el milagro revolucionario derribando el franquismo e iniciando la transición socialista, ya llevaban en sí mismas las semillas de la degeneración terrorista, que no ha acabado hasta el cese de sus acciones en 2011 y su disolución como organización en 2018.

¿Para qué promover la reconstrucción social en esos espacios infrapolíticos que se escapaban del control del régimen? Para ETA, esa conducta únicamente podía servir para suavizar la imagen de la dictadura y aplazar su caída. O se estaba con el golpe contundente, con la insurrección armada, o se estaba en la inacción y el disfrazamiento del régimen. En realidad, lo que ETA siempre buscó era un escenario de guerra de posiciones con dos únicos intervinientes: ella misma y el Estado.

De ahí su predilección por el endurecimiento de la represión, que buscó deliberadamente como fuente de alimentación de su propia actividad, como posibilidad de concentración de hegemonía popular a su favor. De hecho, ETA no quiso ni contener ni defender a los vascos de la represión violenta de la dictadura, sino agudizar esta, incrementar su efecto sobre las masas populares para apremiar a estas a elegir bando, pero animándolas obviamente a optar por el apoyo a las filas revolucionarias.

Pero, el análisis gramsciano de la hegemonía, que atribuye a las masas sociales una conciencia enajenada, no valía para aquella realidad. El franquismo nunca pudo someter la conciencia libre de la corriente principal de la sociedad vasca, que estaba perfectamente capacitada para impulsar un potente resurgimiento y no necesitaba del auxilio de vanguardias de carácter mesiánico. Esto es lo que ETA nunca entendió. La arrogancia y la fe en una victoria inminente, con una violencia que pretendía lograr el milagro revolucionario derribando el franquismo e iniciando la transición socialista, ya llevaban en sí mismas las semillas de la degeneración terrorista, que no ha acabado hasta el cese de sus acciones en 2011 y su disolución como organización en 2018.

4. Actualmente, en sectores diversos, se está produciendo una verdadera ansia por inspirarse en la etapa del resurgimiento herrigile de los 60 del siglo pasado. Cosa imposible de realizar si no se aborda un balance histórico sincero de todo lo que ocurrió en aquella época, que Bernardo Estornés califica de volcán ideológico. Nada hay más aleccionador que la experiencia histórica. Sin embargo, hemos de interpretar lo vivido como un conjunto de lecciones a incluir en nuestro registro de valores. Lecciones que solemos registrar en nuestra conciencia moral como comportamientos a emular o a evitar.

Debemos ser capaces, por lo tanto, de filtrar la historia para integrar las buenas experiencias (que representan más propiamente el espíritu constructivo del Auzolan) y repudiar las acciones divisivas y destructivas que realizaron los agentes del terrorismo. Lo que, mirando a los de casa, solo puede llevarnos al rechazo de que se inició como violencia y trasmutó rápidamente a terrorismo. Rechazo a las organizaciones derivadas de la ETA que se armó y acometió los primeros crímenes, y prosiguió una sangrienta trayectoria que la izquierda abertzale está llamando Euskal Matxinada.

¿Auzolan o Matxinada? El kaiku al que apeló Beatriz Artolazabal en el aniversario de la fundación de la ikastola Olabide fue una de las expresiones con las que pudo identificarse aquel movimiento cívico y democrático que quería reconstruir un país para todos. A los patriotas vascos, ese kaiku nos enorgullece, mientras que la capucha de los machinados nos humilla y avergüenza.


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