Lo dijo Walter Kasper,
finalizado el Sínodo ordinario de 2015: en la Iglesia existe un “cisma
de hecho” entre una parte de la jerarquía y la comunidad
católica. Y lo sostuvo, responsabilizando del mismo a un grupo de cardenales y obispos
que habían pasado a ser estos últimos años la minoría rigorista que siempre habían
sido en el conjunto del catolicismo; pero, a partir de ahora, sin el respaldo,
afortunadamente, del sucesor de Pedro.
Transcurrido casi un año desde que comunicara este diagnóstico, tan
contundente como inusual en un cardenal, parece oportuno preguntarse qué está sucediendo
en la Iglesia
para que, quien ha tenido como tarea primera, desde 2001 hasta 2010, el cuidado
de la Unidad
de los Cristianos, se haya despachado de esta manera. Para W. Kasper dicho “cisma”
es consecuencia de la relectura involutiva que la minoría, perdedora en el
Vaticano II (1962-1965), pero mayoritaria en la curia vaticana, ha realizado de
los acuerdos conciliares más importantes durante los cinco últimos decenios. Y,
de manera particular, en lo referente a la forma de gobernar y a la moral
sexual.
No faltan quienes, prolongando su diagnóstico, sostienen que esta
minoría, al haber ninguneado tales acuerdos, acabó llevando a la Iglesia a una lamentable vía
muerta de la que, probablemente, su expresión más contundente y penosa fue la renuncia
del papa Benedicto XVI. No sería difícil, apuntan, enumerar los asuntos que han
sometido a una sistemática e involutiva relectura a partir de su concepción de la Iglesia como “maestra” en
un mundo que, bajo el engaño de la tolerancia, se estaría adentrando a marchas
forzadas en el relativismo, tan corrosivo como dictatorial. Juan Pablo II fue meridianamente
claro al respecto: los problemas de la Iglesia y de la sociedad habían de resolverse,
proclamó, “sin falsificar ni comprometer jamás la verdad” y sin
“esconder las exigencias de radicalidad y de perfección” (1981). Su pontificado
fue el del triunfo de las llamadas “verdades innegociables” promulgadas por el magisterio papal, con
rango superior a la libertad o a la conciencia personal. Y con ello, el del
inicio de una creciente desafección eclesial en Europa;
además, del aparcamiento, y condena, de una buena parte de los herederos de la
mayoría conciliar.
Por fortuna, la elección de Francisco ha
facilitado que emergiera el modelo de la Iglesia como “madre” que, porque tiene entrañas
de misericordia, está más pronta a acoger, acompañar,
discernir e integrar que a condenar. Y que, por supuesto, es buena; pero que, contrariamente
a lo que pudieran pensar sus detractores, no es tonta ni pacata ni laxista. Prueba de ello es que tiene
la lucidez y el coraje requeridos para aceptar que lo suyo es curar, no condenar;
acoger, no excluir; proponer, no imponer; anunciar, no silenciar; perdonar, no
repudiar. Y, en lo tocante a la moral sexual, entiende que ha
llegado el tiempo de reconocer autocríticamente que “el mensaje de la Iglesia sobre el
matrimonio y la familia” no ha sido “un claro reflejo de la predicación y de
las actitudes de Jesús que, al mismo tiempo que proponía un ideal exigente,
nunca perdía la cercanía compasiva con los frágiles, como la samaritana o la
mujer adúltera” (“Amoris laetitia”, 2016).
Como se puede apreciar, Francisco
no descuida ni olvida la doctrina o las llamadas “verdades innegociables” de
los pontificados anteriores. Más bien, las lee y acoge desde la centralidad que corresponde, por derecho propio, al axioma de la
misericordia. Procediendo de esta manera, coloca en el sitio que le pertenece a
la llamada “ley moral natural” y ofrece una alternativa eclesial que, al ser
integradora, tiene más futuro de lo que sus críticos y detractores creen; a
quienes, por cierto, no manda desfilar, como se hacía en un pasado reciente,
por la Congregación
para la Doctrina
de la fe.
El “cisma de hecho” de la Iglesia Católica puede disolverse como un
azucarillo en agua. Y no solo porque decrezca el número de sus partidarios (a
veces por motivos no siempre confesables) o por su anclaje en la extrapolación rigorista,
sino, sobre todo, por la frialdad, el autoritarismo y la inconsistencia
teológica con que han defendido dichas “verdades innegociables”.
Bienvenido sea el ocaso de la Iglesia “maestra” que las ha
apadrinado y que ha sido ciegamente partidaria de los análisis en blanco y negro,
de la yuxtaposición entre la verdad y la mentira y de la condena de cualquier
discrepancia, casi siempre, percibida como ruptura. Y bienhallada sea la Iglesia “madre” que,
porque articula verdad y misericordia desde el primado de esta última, reconoce
(y acoge como propia) una mirada integradora, habilitando, a quien la ejercita,
para percibir elementos de santidad y verdad, incluso, en las llamadas
“situaciones irregulares”. Y que, por si lo anterior pareciera poco, promueve,
además, la pluralidad, que es santo y seña de la catolicidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario