Juan Ignacio Vara Herrero
La liturgia de la Iglesia Católica vuelve a situarnos en el texto de Juan que tiene un conocido leitmotiv: “yo soy el pan de vida… quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día”. Los teólogos han llenado muchas páginas para encontrarle sabor a ese pan.
Hoy ya no se trata del escándalo de judíos y griegos ante unas personas que celebraban la muerte de su salvador y decían que comían su carne. El escándalo posible, ahora, estriba en que nuestras celebraciones de la comida del pan de vida estén terminando por ser reuniones acorchadas por unos rituales monocordes y que se mantienen -al menos por este lado del Atlántico- gracias a la fidelidad de la generación de los abuelos.
Sin olvidar que lo que celebramos es un misterio, la pregunta que nos nace es si los signos que enhebramos -palabras, música, gestos, rúbricas, luces, vestidos…- ayudan a los fieles a “sentirse en el misterio”, de modo que tenga algo que ver con su vida de cada día y con la comunidad humana a la que pertenecen. Porque triste sería que pensáramos que se está más en el misterio cuanto menos se entienda de qué va lo que estamos haciendo. Dios siempre será misterio, pero los humanos siempre han intentado que sus gestos de relación con Él estén al alcance de la comprensión de la comunidad.
Las estadísticas de los sociólogos alertan de que desciende progresivamente el número de quienes participan en las misas del fin de semana. ¿Por qué? No se trata de lanzarnos a celebraciones acríticas, llenas de “mal gusto”, que nadie celebra la fiesta de los padres con besos vacíos. Pero sí de ensayar, con más libertad, que la comunidad celebrante se reconozca co-protagonista; porque el pan, si solo se come en solitario, quizá hasta llore. Nos vemos en la eucaristía… la misma para todos, que el amor es siempre amor, aunque las flores del regalo sean diferentes.
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