De nuevo nos convierten en el hazmerreír de nuestros conciudadanos, lo
que comporta una cierta dosis de minusvaloración social del contenido de
nuestra fe cristiana. Y ahora vete con estas credenciales a “predicar
el evangelio a toda criatura” (Marcos 16, 15). Me estoy refiriendo a las
reacciones suscitadas por el reciente documento de la Congregación para
la Doctrina de la Fe sobre la Sepultura de los Difuntos. Sugerente en
algunos de sus párrafos, pero desequilibrado y rancio en otros. Porque
no es que no tenga aportaciones positivas, sino que las negativas son
más estentóreas, cosa que debiera tener en cuenta todo mensajero, sea
Papa o cardenal.
Artículo publicado en DEIA con el título: Enterramiento e incineración
Entre las aportaciones positivas de este documento vaticano están
las recomendaciones orientadas a dignificar el tratamiento a dar a los
restos de los difuntos. Nada más elogiable y oportuno porque, a decir
verdad, se están generalizando entre nosotros prácticas funerarias
auténticamente horteras.
Claro que es deseable que los restos de la
incineración no se esparzan y, aún menos, se acumulen en lugares a la
simple elección de familiares o amigos de los difuntos y que los
espacios públicos no se llenen de placas lacrimógenas, ni de flores de
plástico; claro que es deseable que una autoridad, a ser posible civil y
experta en salubridad, regule dónde no es aconsejable esparcir los
restos de la cremación. El documento vaticano, sin embargo, ha fijado
dónde se deben depositar dichos restos, lo que es discutible, habida
cuenta de que la mayoría de los ciudadanos viven en una nebulosa entre
la creencia y la increencia cristianas. La iglesia católica, con razón,
reclama para los restos de todos los difuntos un lugar de reposo
estéticamente bello y recogido que prolongue su recuerdo -y hasta su
cercanía misteriosa- y, si se quiere, hasta una oración por y con ellos.
Chapeau… o capello cardenalicio, que parece más adecuado al tema que
nos ocupa.
Pero esta aspiración digna de elogio la Congregación para la
Doctrina de la Fe la presenta con unas disposiciones inanes y
extemporáneas que apoya, además, en unos argumentos para los que la
jerarquía cristiana no tiene prerrogativas, ni conocimientos especiales.
Para evitar confusiones ¿no hubiera sido más adecuado que el documento
lo hubiera firmado la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina
de los Sacramentos que no la Congregación para la Doctrina de la Fe?
Hubiera sido conveniente que el documento pontificio se hubiera
limitado a sugerir, en lugar de imponer y que, por ejemplo, en vez de
decir que los restos o “las cenizas deben mantenerse en un lugar
sagrado, es decir, en el cementerio, o si es el caso, en una iglesia o
en un área especialmente dedicada a tal fin por la autoridad
eclesiástica competente”, lo hubiera simplemente propuesto como una
oferta recomendable (la más recomendable, si les parece).
Por otra parte, parece arrogante que la jerarquía eclesiástica se
abrogue la autoridad, con tintes de primacía, para calificar un lugar
como sagrado. A muchos, además de los templos o cementerios, nos puede
parecer sagrada la cima del Gorbea, donde tantas veces vivieron momentos
de gozo alguno de nuestros difuntos (por cierto, que el Dios bíblico
también escoge los montes para sus grandes manifestaciones: Horeb,
Sinaí, Tabor, Calvario…); o el mar azul donde surgió y se regenera esta
maravilla que es la vida humana y hasta ese rincón secreto donde brotó
el amor mutuo hacia el ser querido del que ahora esparcimos las cenizas.
De paso, convendría destacar que lo que hace sagrado un lugar es el ser
humano que lo habita o los restos de éste en el depositados y no al
revés.
Es opinable que la sepultura sea preferible a la cremación, pero
no se me alcanza a ver que el enterramiento de los cuerpos demuestre “un
mayor aprecio por los difuntos” que la incineración. Las razones de
esta preferencia por la sepultura que aporta el documento son débiles e
inconsistentes: “reducir el riesgo de sustraer a los difuntos de la
oración y el recuerdo. Evitar la posibilidad de olvido, falta de respeto
y malos tratos”. Si no hay razones más serias, mejor abstenerse de
imposiciones o preferencias tan poco fundadas.
Por descontado que, desde una perspectiva cristiana, no se pueden
permitir “actitudes y rituales que impliquen conceptos erróneos de la
muerte, considerada como anulación definitiva de la persona, o como
momentos de fusión con la Madre (con mayúscula en el documento) o con el
universo, o como una etapa en el proceso de re-encarnación, o como
liberación definitiva de la ‘prisión’ del cuerpo”, pero estos riesgos
afectan de igual manera a la sepultura del cadáver y a su incineración,
por lo que no parece oportuno aportarlos como argumento para aconsejar
aquélla frente esta.
Con todo, lo más disonante del documento es la antropología
filosófica en la que se apoya. Es tan anacrónica como si un
parlamentario actual acudiera al hemiciclo vestido cual senador romano:
“Por la muerte -dice el documento-, el alma se separa del cuerpo, pero
en la resurrección Dios devolverá la vida incorruptible a nuestro cuerpo
transformado, reuniéndolo con nuestra alma”.
Este modelo no es de raíz cristiana, sino platónica. No se me
alcanza por qué la Congregación para la Doctrina de la Fe recurre a
argumentos filosóficos para fundamentar opciones de fe, confusión en que
suelen incurrir no pocos predicadores y que equivale a intentar
explicar cómo subir al Anboto sobre la base de las orientaciones que san
Juan de la Cruz señala en la Subida al Monte Carmelo. El recurso a
Platón pudo ser pedagógico hace muchos siglos, pero hoy genera más
confusión y escepticismo que otra cosa y, aún peor, nos desvía y aleja
de la creencia cristiana sobre la muerte y la resurrección.
Y es que los cristianos no creemos en la inmortalidad natural del
alma humana, que, tras la muerte, se separa del cuerpo y pasado un tiempo
(el alma es inmortal y eterna, según Platón) para, una vez celebrado el
Juicio Final (que también hay que desmitificar), reunirse con el cuerpo
en la resurrección. Los cristianos creemos que la resurrección del ser
humano es un regalo generoso y agradecido de Dios, que se nos revela en
la resurrección de Jesucristo y que se prolonga en quienes aman a los
seres humanos (Mateo 25, 34), como consecuencia, consciente o
inconsciente, de su amor al Dios de Jesús: “Esta es la voluntad de mi
Padre, que no pierda a ninguno de los que me confió, sino que los
resucite en el último día” (Juan 6, 39).
Por último, el párrafo final del documento: “En el caso de que el
difunto hubiera dispuesto la cremación y la dispersión de sus cenizas
en la naturaleza por razones contrarias a la fe cristiana, se le han de
negar las exequias, de acuerdo con la norma de derecho”, me parece
pastoralmente improcedente por obvio. Una persona que elige la cremación
y dispersión de sus cenizas por razones contrarias a la fe cristiana,
no solicitará que sus exequias se celebren en una iglesia y, si lo hace,
es evidente que, por coherencia, habría que convencerle de que retire
su petición provocadora. Pero si fuéramos consecuentes con este mandato
del documento también deberíamos indagar explícitamente por las
(in)creencias a todos los que se acercan a nuestros ritos: a los padres y
padrinos de los niños y niñas cuyos bautismos impulsamos en condiciones
de fe precarias e incluso inexistentes y a las parejas a quienes
casamos sin ningún reparo, sean o no creyentes, para que no pequen
en el ejercicio del amor mutuo. Parece más congruente que apliquemos a
estos casos y a los funerales el principio de la misericordia (que no
cita el documento) antes que la norma de derecho (que expresamente
recalca) y que, en consecuencia, colaboremos, dentro de las
posibilidades que ofrece la tradición cristiana, al funeral digno de
todos los difuntos que lo soliciten, que, por cierto, es una de las
obras de misericordia recomendadas por la iglesia.
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