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domingo, 21 de julio de 2019

Vincent Lambert y Charlie Gard: El debate sobre la Eutanasia. Jesús Martínez Gordo

He seguido con el corazón encogido el final de Vicent Lambert en Reims (Francia), el tetrapléjico en estado vegetativo desde hacía más de una década. Y también he seguido el enfrentamiento judicial entre sus padres (católicos y contrarios a que se le retirara la alimentación e hidratación artificiales por considerar que era una decisión “eutanásica”) y su mujer y tutora legal (partidaria de tales retiradas por entender que se estaba incurriendo en “encarnizamiento terapéutico” o “distanasia”). También he leído cómo el papa Francisco ha reivindicado en Twitter que los enfermos no sean “abandonados hasta dejarlos morir”. Por su parte, mons. V. Paglia, presidente de la Pontificia Academia de la Vida, ha calificado su muerte como una “derrota para la humanidad” porque “una sociedad es humana si protege la vida”.


Es un hecho dramático que me ha recordado el caso de Charlie Gard y el delicado y complejo debate que entonces se abrió y del que recogí lo que ahora sigue. Entiendo que lo entonces aportado puede ayudar a clarificar lo que está en juego en estas y en otras situaciones límite.

Charlie Gard padecía un síndrome de agotamiento mitocondrial, una rarísima enfermedad genética que provoca, en quien la sufre, una parálisis progresiva que le conduce a la muerte. Los médicos del Great Ormond Street (Londres) ensayaron -manteniéndolo vivo con respiración asistida y sonda nasogástrica- diferentes terapias. Ante la imposibilidad de alcanzar un resultado favorable, entendieron que no había solución y que mantenerlo en semejante situación aumentaba su sufrimiento y provocaba un gasto inútil. La gerencia del hospital solicitó permiso al tribunal correspondiente para desconectarlo y proceder a una terapia paliativa. Los padres se opusieron frontalmente. Tras haber activado un complejo proceso judicial, comunicaron el 24 de julio de 2017 que se había entrado en “un punto de no retorno” y que lamentaban el “muchísimo tiempo malgastado”.

De entre las numerosas aportaciones que hubo entonces, retengo la facilitada por R. Massaro. Este joven doctor en teología moral y bioética ofreció tres consideraciones que creo bastante oportunas porque ayudan a clarificar el debate sobre la eutanasia (ayudar a morir adelantando el fallecimiento), la distanasia (encarnizamiento terapéutico) y la ortotanasia (paliar los sufrimientos sin alterar el curso de la muerte).

En la primera de sus consideraciones, se preguntaba sobre a quién correspondía decidir cuándo, como era el caso, se daba un enfrentamiento total entre el parecer de los médicos y la voluntad de los padres. Conviene tener presente, respondió, la licitud de recurrir, tal y como indica la Congregación para la Doctrina de la Fe en su “Declaración sobre la Eutanasia”, “a los medios puestos a disposición por la medicina más avanzada, aunque se encuentren en fase experimental y no estén libres de todo riesgo”. Pero también tener presente la consistencia de los dictámenes médicos y las sentencias de la justicia cuando concuerdan en que proseguir con las terapias de soporte vital o intentar ulteriores terapias experimentales sería una forma de obstinación terapéutica. El magisterio católico defiende la legitimidad e, incluso, la necesidad, de “interrumpir procedimientos médicos costosos o peligrosos, extraordinarios o desproporcionados”. En estas circunstancias, apuntó R. Massaro, no considero que la voluntad de los padres haya de ser “absolutamente vinculante”. Tampoco me parece incuestionable que “defender la vida física a toda costa sea siempre un bien para el enfermo”. Y entiendo que no estamos frente a una decisión tipificable como eutanasia, sino, más bien, ante lo que la Iglesia católica considera que es una legítima “interrupción de tratamientos médicos onerosos, peligrosos, extraordinarios o desproporcionados a los resultados”. Lo que se pretendía, en sintonía, una vez más, con el magisterio eclesial, no era “provocar la muerte”, sino rechazar “el encarnizamiento terapéutico” o “distanasia”.


En la segunda de las consideraciones examinaba cuándo era lícito suspender la terapia. R. Massaro propuso tener presente la tradicional doctrina sobre la proporcionalidad de medios y las aportaciones más recientes de R. McCormick. Este jesuita estadounidense sostenía que lo que estaba en juego no era el incalculable valor de la vida, sino si el enfermo tenía o no –en coherencia con este incuestionable valor- potencialidad para subsistir físicamente y, así, participar del más alto de los bienes: disfrutar de la relación con Dios y con el prójimo. Si una persona (neonata o enferma terminal) no presenta ninguna viabilidad para desplegar tales relaciones, entonces cualquier esfuerzo que se realice por mantenerlo con vida ya no es obligatorio ni tampoco beneficioso para el superior interés de estas personas.

Finalmente, en la tercera de las consideraciones se preguntaba sobre cómo se había de proceder cuando se pedía recurrir a nuevas terapias que no aseguraban ninguna esperanza de cura y no garantizaban ningún potencial de relaciones significativas. Un enfermo, en estas condiciones, ¿ha de quedar desatendido? Si la medicina ha fracasado, concluyó, no puede y no debe fracasar en procurar todas las posibilidades que le permitan al enfermo finalizar su existencia de una manera digna. Por eso, se le ha de facilitar que pueda disfrutar del cariño de sus padres y seres queridos, regresar (si fuera posible) a su medio familiar, contar con la oración y cercanía de la comunidad cristiana y ahorrarle, por supuesto, el sufrimiento que sea humanamente posible (“ortotanasia”).

Creo que estas consideraciones que ofreció R. Massaro hace dos años pueden ayudar a clarificar el debate sobre la muerte de Vincent Lambert. Y creo que también puede ayudarnos a afrontar, cuando nos toque, una situación semejante o, en todo caso, cuando tengamos que redactar o -si se considerara procedente- revisar nuestro testamento vital.

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