Jesús Martínez
Gordo
La pederastia
eclesial, el acceso de las mujeres al ministerio ordenado, la reforma de la
curia y el Sínodo de la Amazonía están siendo los grandes retos de Francisco en
este año. Y si bien es cierto que ha afrontado el primero de ellos con coraje y
que la reforma de la Curia vaticana parece estar bien encaminada, también lo es
que no ha cerrado el debate sobre el acceso de las mujeres al diaconado y, por
ello, al sacerdocio. Después del verano, le toca el turno al Sínodo de la
Amazonía; un encuentro en el que vuelven a ponerse sobre la mesa tres
referencias capitales en el pontificado del Papa Bergoglio: la preferencia por
los pobres y las periferias del mundo; la reforma de las comunidades cristianas
y la activación de un nuevo modelo de gobierno eclesial.
Víctor Codina es
uno de los teólogos expertos, nombrado a propuesta de la Red Eclesial
Panamazónica y co-redactor del documento preparatorio del Sínodo del próximo
octubre. En este texto, escrito tras consultar a 100.000 personas de 170 etnias
originarias y de nueve países de la región, se sostiene que los problemas que
asolan a la Amazonía son: la sistemática violencia en forma de violaciones de
los derechos humanos, sobre todo en relación con las mujeres; el narcotráfico;
la difusión del consumo de la droga; la destrucción de las culturas; las
migraciones forzosas; la trata de seres humanos y los homicidios de líderes
indígenas y populares. Me parece muy bien, ha dicho Víctor Codina, que los
ciudadanos del Primer Mundo, os intereséis por el debate que se ha abierto sobre
los curas casados, pero, por favor, no permitáis que los árboles os impidan ver
el bosque de la tragedia humana y ambiental que están provocando los intereses
de las grandes multinacionales con su búsqueda compulsiva de las riquezas
naturales (madera y metales); con la construcción de infraestructuras (pantanos
y carreteras); con su apropiación de la tierra y, cómo no, con la contaminación
del suelo, de las aguas y del aire. En el marco de este “hecho mayor” se ha de
entender la propuesta de una Iglesia con rostro amazónico, es decir, defensora
del territorio y de la vida de sus miembros, femenina, descentralizada,
descolonizada, promotora de vocaciones autóctonas y habilitada para ordenar
sacerdotes a “indígenas” “respetados y aceptados por su comunidad, aunque tengan
ya una familia constituida y estable”.
Las reacciones
en algunas de las iglesias del Primer Mundo no se han hecho esperar: el cardenal
W. Brandmüller y la extrema derecha norteamericana han calificado el documento
preparatorio y la propuesta de ordenar casados como fruto de un complot
subversivo alentado por la Iglesia alemana para abolir el celibato. He aquí, se
les replica, una cortina de humo con la que ocultar el “hecho mayor”, tan
presente en el toque de atención de Víctor Codina.
Más sensato me
parece lo declarado por el cardenal W. Kasper: a partir de ahora, corresponde a
cada Conferencia Episcopal “decidir si es partidaria” de activar algo parecido a
lo que se va a debatir -y, previsiblemente, aprobar- en el próximo Sínodo y, por
supuesto, someter a la confirmación del Papa. Y también lo manifestado por
François Glory, misionero en Brasil durante treinta años y Antonio José Almeida,
un estudioso del asunto. Para el primero de ellos, “la ordenación de varones
casados puede reforzar el clericalismo” porque las comunidades de base
amazónicas funcionan gracias a la división de diferentes servicios desempeñados
por equipos de laicos. La aparición de esta nueva modalidad podría acabar
concentrando todo, de nuevo, en un cura, aunque fuera casado. Con esta
propuesta, concluye, no se va a solucionar el problema. Se puede solventar,
apunta el segundo de ellos, si se promueven los “curas de la comunidad” que,
casados (o no), refuerzan la corresponsabilidad de los equipos de laicos en las
áreas del anuncio, del culto y de la caridad con justicia y velan, de modo
particular, por la presencia de los cristianos en las periferias del mundo y por
la comunión eclesial. En definitiva, si se favorece un nuevo modelo de cura que
-en las antípodas del que se viene primando en buena parte de las iglesias del
Primer Mundo- celebra los sacramentos porque sostienen en la misión y en la
comunión eclesial.
El futuro de la
Iglesia (también el de las nuestras) no pasa por agrupar o cerrar parroquias en
función del número real o previsible de curas solo célibes, sino por promover
comunidades misioneras, por pequeñas y avejentadas que puedan estar; atentas a
la comunión eclesial entre todas ellas y, por tanto, dispuestas a ayudarse unas
a otras; promotoras de la ministerialidad laical y de los equipos
correspondientes en las áreas del anuncio, de la celebración y de la caridad
con justicia y, por supuesto, presididas por este nuevo modelo de cura, casado o
no, que -aparcando la obsesión resacralizadora- deja de ser el pivote por cuyas
manos ha de pasar todo y asume ser el barquero ocupado en facilitar el tránsito
de una larga infancia a una deseada adultez, cristiana, eclesial y ministerial.
Finalmente, en
este Sínodo se va a recuperar una forma de gobierno que, por más que a muchos
pueda parecer “revolucionaria”, es muy tradicional: las comunidades proponen
alternativas y vías de solución a sus problemas que el Papa ratifica, si lo
estima procedente. A la luz de esta praxis (“de abajo arriba”), puede abrirse un
tiempo en el que se incremente el número de las iglesias que quieran
diagnosticar su situación y debatir sus planes de actuación para los próximos
años. Alemania ha decidido encaminarse por esta senda.
¿Para cuándo lo
harán los obispos españoles o, al menos, los del País Vasco? No pierdo la
esperanza de que algo parecido acontezca entre nosotros; aunque, vistas las
decisiones que últimamente se están tomando en las diócesis de San Sebastián y
Bilbao de orden económico e inmobiliario (y el modo como se ha procedido), haya
quien entienda que estoy pidiendo peras al olmo y que lo mejor es continuar en
un plácido y condescendiente exilio interior con el modelo de “iglesia neoliberal” puesto en marcha.
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