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miércoles, 20 de junio de 2018

Chile: Una Iglesia llagada





Jesús Martínez Gordo

“Llagada” y encenagada en una “cultura de abusos sexuales y de encubrimientos”. Así, rotundo y sin componendas, lo reconoce y denuncia el Papa Francisco en una carta escrita a la Iglesia de Chile y de la que se ha tenido conocimiento a finales del pasado mes de mayo. Es el anteúltimo de los movimientos propiciados por el sucesor de Pedro...


... desde que en su viaje a esta Iglesia latinoamericana respondiera, de manera desabrida y nada amable, a una periodista que le preguntó sobre si tenía algo que decir acerca del obispo de Osorno, acusado de encubrir los abusos del cura F. Karadima: lo aportado hasta ahora, sostuvo en aquella ocasión, es “todo calumnia”. Cuando haya pruebas, reconsideraré el asunto. El cardenal de Boston, Sean O’Malley, máximo responsable de la lucha contra la pederastia, declaró a la prensa que la respuesta del Papa no había sido ni oportuna ni adecuada: sus palabras habían sido “fuente de gran dolor” para las víctimas de abusos sexuales.

A partir de estas declaraciones, se produjo un cambio de ciento ochenta grados en la manera de afrontar los abusos sexuales en la Iglesia chilena por parte de Francisco. En el avión de regreso, reconoció no haber dado una respuesta adecuada a la periodista, pidió perdón si había “herido a las víctimas de abusos” y, una vez en Roma, envió a Chile al arzobispo maltés Charles J. Scicluna y al sacerdote de Tortosa y oficial de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Jordi Bertomeu, con la misión de “escuchar” a quienes habían manifestado su voluntad de “dar a conocer elementos” que poseían “en torno a la posición del obispo de Osorno, Mons. J. Barros”. A las pocas semanas recogían en un informe de más de 2.000 páginas los nuevos datos y se lo entregaban al Papa quien, unos días después, reconocía haber “incurrido en graves equivocaciones de valoración y percepción” “por falta de información veraz y equilibrada”; pedía “perdón a todos aquellos” a los que había ofendido, esperando hacerlo personalmente a algunos de ellos en breve; reconocía que la confianza en la Iglesia del país estaba “rota por nuestros errores y pecados” y convocaba a los obispos chilenos al Vaticano “para reparar en lo posible el escándalo y restablecer la justicia”.

Dicho y hecho. No mucho tiempo después se reunía con varias de las “víctimas de abuso sexual, de poder y de conciencia”. Las escuchaba sin concretar plazo de finalización. A este primer encuentro sucedía, ya en el mes de junio, otro con un segundo grupo al que se habían sumado algunas personas que las habían acompañado en esta amarga travesía. Entre ambas reuniones se encontraba en el Vaticano con los obispos chilenos y éstos, después de reconocer haber causado dolor por sus “graves errores y omisiones”, presentaban -algo inaudito en la historia de la Iglesia- su renuncia para que el Papa decidiera libremente “con respecto a cada uno” de ellos. A la dimisión colectiva de los obispos ha sucedido la carta a la Iglesia chilena que abre estas líneas y el envío nuevamente de J. Scicluna y J. Bertomeu a la diócesis de Osorno con la encomienda de “avanzar en el proceso de reparación y sanación de las víctimas de abusos”.

La situación padecida y los movimientos habidos son únicos y excepcionales. Como también lo es la carta en la que Francisco sostiene rotundamente que solo cuando se escucha a las víctimas y se mira “de frente el dolor causado” se evita la “perversión” de la Iglesia y se activa una “mística de ojos abiertos, cuestionadora y no adormecida”. Al no cuidar ni mantener esta relación con los abusados ni escucharlos debidamente, hemos distorsionado la realidad, se han ocultado “elementos cruciales para un sano y claro discernimiento” y hemos llegado a “conclusiones parciales”. “Con vergüenza, sentencia autocríticamente, debo decir que no supimos escuchar y reaccionar a tiempo”.

En todo este “proceso de revisión y purificación” el Papa dice encontrar dos hechos positivos: el primero, y más importante, es el “esfuerzo y perseverancia de personas concretas que, incluso contra toda esperanza o teñidas de descrédito, no se cansaron de buscar la verdad”: las víctimas y, con ellas, quienes, “en su momento, las creyeron y acompañaron”. Y el segundo: la evidencia de que “una Iglesia con llagas no se pone en el centro, no se cree perfecta, no busca encubrir y disimular su mal”. Por ello, concluye, pone las fuerzas que todavía le puedan quedar en “comprender y conmoverse por las llagas del mundo de hoy”, en hacerlas suyas para, sufriéndolas, acompañarlas y movilizarse buscando su sanación. Hay quienes critican a Francisco, en otros contextos, por una supuesta proclividad populista o por su ineficacia práctica, igualmente supuesta. No creo que, en esta ocasión, se le pueda reprochar ausencia de autocrítica, lejanía al dolor de las víctimas o descuido en la reparación del dolor causado, en la medida en que resulte posible. Ni mucho menos.

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