María Dolores Lezama
El último resplandor del ocaso iba apagándose y la noche ya empezaba
a cubrir las tiendas de los 6000 refugiados que habían llegado a un pueblo de
Grecia. Las voces infantiles que habían llenado el lugar de alegría y juegos
iban silenciándose y cada uno entraba en su tienda familiar para rumiar lo
vivido en el día, oír las noticias de la radio y compartir la cena antes de
dormir.
¡Tan pocas novedades! Los
mayores daban gracias a Alá por seguir viviendo, por tener para comer, por las
personas que les seguían acogiendo y ayudando a sus familias. Tres años fuera
de su país les había ido anulando las ganas de luchar por la vida, de
rebelarse, de aspirar a ese mundo en libertad y paz con el que habían soñado.
Los jóvenes se mostraban silenciosos, con un rictus de amargura y
decepción: algunos compañeros habían logrado escapar a Alemania, había quien
tenía a sus familiares en otros países europeos y ellos no lograban tener los
papeles para unirse a ellos. Sus carreras, su trabajo, sus sueños y sus ansias
les aguijoneaban en lo más profundo de su corazón.
Los niños parecían felices: no
les faltaba comida, podían jugar y hasta tenían clases que les impartían
profesionales voluntarios, refugiados, como ellos.
Poco a poco se fue haciendo el
silencio mientras se iban apagando las últimas luces en las tiendas.
Pero, súbitamente, notaron que algo grande estaba ocurriendo en
algún lugar cercano pues parecía oírse balidos de rebaños y voces de gente que
cantaban como si estuvieran de fiesta. Los sonidos se fueron acercando al
campamento y una claridad inmensa les iba rodeando y siguiendo.
Los jefes de los ancianos
salieron de sus tiendas para informarse de lo que pasaba y quizá tomar alguna
medida de protección para los suyos.
No parecían enemigos sino gente de
paz, pero ¿qué ocurría?, ¿por qué esa algarabía?
Por fin un joven salió de la
caravana multicolor y explicó a los ancianos que venían acompañando a una joven
que estaba a punto de dar a luz y que querían llevarle a un lugar adecuado pues
ellos solo eran pastores y no tenían más que chabolas y pesebres. Aseguraba que
se habían sentido atraídos por esa joven pareja pues notaron señales especiales
en el cielo y en sus campos.
No fue necesario dar más
explicaciones: como por arte de una fuerza sobrenatural, la vida dormida del
campamento se despertó y en un abrir y cerrar de ojos vaciaron una tienda para
prepararla para recibir al que iba a nacer.
Tres jóvenes madres atendieron a
la doncella, que dio a luz a un hermoso niño y a quien sus padres le pusieron
el nombre de Joshua.
No hay comentarios:
Publicar un comentario