El marco general de estas Jornadas teológicas dice así: “Seguir a
Jesús desde las víctimas”. Estas palabras son, sin duda, una llamada a
revisar nuestro seguimiento a Jesús para aprender a caminar tras sus
pasos desde las víctimas. Por eso, yo os invito a que compartamos esta
reflexión desde una doble actitud.
En primer lugar, honestidad. Yo no soy de los últimos. Muchos de
vosotros tampoco. No pertenecemos a los sectores más empobrecidos,
desposeídos o excluido de la sociedad. No estamos entre los pobres, los
indefensos y desválidos, los últimos y las últimas de la Tierra.
En segundo lugar, actitud de conversión.
Nosotros podemos seguir a Jesús desde las víctimas y con las víctimas,
identificándonos con los últimos, haciéndoles sitio en nuestra vida,
situándonos en su horizonte, escuchando sus preguntas y protestas más
drámaticas, compartiendo su sufrimiento, haciéndonos cargo de su
humillación, defendiendo su causa.
1. Profeta en medio de los últimos de Galilea
Los evangelios nos presentan a Jesús viviendo en medio de “pobres”.
Siempre se habla en plural. No se trata de algunos mendigos o
necesitados ocasionales. Los “pobres” de los que se habla en los
evangelios son el estrato o sector más oprimido: los que están en lo
más bajo de la escala social. En Galilea, la mayoría de la población era
pobre pero, al menos tenían un pequeño terreno o algún trabajo para
sobrevivir. Cuando en el evangelio se habla de los “pobres”, estos son
los que no tienen lo necesario para vivir. Los indigentes. Gente que
vive al límite o por debajo del mínimo vital.
Los desposeídos.
Los campesinos empobrecidos de las aldeas
Este sector de campesinos empobrecidos eran víctimas de un desarrollo
injusto de la sociedad. Fueron varios los factores que provocaron
marginación y miseria en tiempos de Jesús. El grandioso programa de
construcciones de Herodes el Grande solo fue posible llevarlo a cabo
exigiendo al pueblo una fuerte tributación. Más tarde, durante el
mandato de su hijo Herodes Antipas, Galilea conoció por vez primera el
fenómeno de la urbanización. La reconstrucción de Séforis y la
construcción de la nueva capital de Tiberiades cambiaron el paisaje
social de Galilea.
En muy poco tiempo, precisamente durante los veinte primeros años de
la vida de Jesús, estas dos ciudades se convirtieron en dos centros
administrativos y militares desde donde se controlaba de cerca toda la
región de Galilea. Allí se concentraron las clases dominantes:
militares, poderosos recaudadores de tributos, grandes terratenientes,
responsables del almacenamiento de grano. Constituían la élite urbana
protegida por Antipas: los que poseían riqueza, poder y honor.
La situación en las aldeas de Galilea era diferente. El peso de las
tasas y tributos hundió a no pocas familias dejándolas en la miseria.
Una mala cosecha, la enfermedad de un varón, la muerte del padre podía
ser el comienzo de la tragedia. Al no poder responder a los
requerimientos de los recaudadores, los campesinos pedían préstamos a
los terratenientes que controlaban los almacenes del grano. Más tarde,
al no poder pagar sus deudas, se veían obligados a malvender sus tierras
que pasaban a engrosar las propiedades de los más poderosos.
El resultado era cruel. Lujosos edificios en Séforis y Tiberiades,
miseria en las aldeas; riqueza y ostentación en las élites urbanas,
deudas y hambre entre las gentes del campo; enriquecimiento de los
grandes terratenientes, pérdida de tierras de los campesinos pobres. Al
parecer, en tiempos de Jesús, fue creciendo la inseguridad y la
desnutrición; privadas de su pequeña propiedad, las familias más débiles
se desintegraban: aumentó el número de jornaleros a cuenta ajena,
mendigos, vagabundos, prostitutas y gentes que huían de sus acreedores.
El rostro de las víctimas
Estas gentes no componen una masa anónima. Tienen rostro, aunque casi
siempre esté sucio y demacrado por la desnutrición. Muchas son mujeres,
sin duda las más vulnerables e indefensas: pobres y, además mujeres.
Entre ellas hay viudas, esposas estériles repudiadas por sus maridos y
no pocas prostitutas que buscan clientes al final de los banquetes para
ganarse el pan para ellas y para sus hijos. Con ellas se encontró Jesús
en diversas ocasiones.
Hay también niños y niñas huérfanos, sin hogar
estable, niños de la calle a los que Jesús abrazaba y bendecía. Estas
gentes no saben lo que es comer carne ni pan de trigo. Se contentan con
hacerse con un mendrugo de pan negro de cebada o robar unas cebollas o
unos higos. Se cubren con una túnica raída y casi siempre caminan
descalzos. Es fácil reconocerlos. Entre ellos hay mendigos que van de
pueblo en pueblo, hay también tullidos o ciegos que piden limosna junto a
los caminos o a la entrada de las aldeas.
Humillados y sin dignidad alguna
Estos hombres y mujeres no son solo indigentes, sino que están
condenados a vivir en la vergüenza, sin honor ni dignidad alguna. No se
pueden enorgullecer de pertenecer a una familia respetable: no han
sabido defender sus tierras; no pueden ganarse la vida con un trabajo
digno. Son unos indeseables que cualquiera puede despreciar. Ellos lo
saben. Por lo general, los mendigos pedían limosna desde el suelo, sin
atreverse a levantar sus ojos. Las prostitutas, para poder sobrevivir,
renunciaban al honor sexual de la mujer tan valorado en aquella
sociedad, y algunas vivían prácticamente como esclavas de quienes las
quisieran usar. Una vez perdido el honor, estos hombres y mujeres no lo
recuperarán jamás. Su destino es vivir degradados. Nadie los quiere
cerca en la sinagoga. Los que sufren enfermedades repugnantes de la piel
son expulsados de las aldeas.
Algunos rasgos comunes
Hay algunos rasgos comunes que caracterizan a este sector oprimido
como también a los últimos de todos los tiempos. Todos ellos son
víctimas de los abusos y atropellos de quienes tienen poder, dinero y
honor. Todos viven en un estado de miseria del que ya no podrán escapar.
No pueden defenderse de los poderosos. Viven excluidos de una verdadera
convivencia. En realidad, no interesan a nadie. Son el “material
sobrante del imperio”. Son vidas sin futuro. Si desaparecieran, apenas
lo sentiría nadie.
2. Identificado con los últimos
Según las fuentes cristianas, Jesús no entró nunca en la preciosa
ciudad de Séforis a solo seis kilometros de Nazaret. Tampoco visita
Tiberiades, la nueva y espléndida capital de Galilea, construida por
Herodes Antipas a orillas del lago, a dieciseis kilometros de Cafarnaún
donde vive Jesús, en casa de Pedro. Los evangelios nos presentan a Jesús
recorriendo las pequeñas aldeas de Galilea donde viven las gentes más
pobres. En esas aldeas está el pueblo de Israel más humillado y
oprimido, los que han sido despojados de su derecho a disfrutar de la
tierra regalada por Dios a todo Israel. Aquí encuentra Jesús como en
ninguna parte al Israel más enfermo y deshumanizado. Estas gentes
pobres, hambrientas y afligidas, son las “ovejas perdidas” de Israel
hacia las que lo envía el Padre para comunicarles la Buena Noticia del
reino. Ellos han de ser los primeros en escucharla. Jesús lo tiene muy
claro, y hemos de tomar nota. La experiencia del proyecto humanizador
del reino de Dios ha de ser comunicada desde una estrategia sin
complicidad con los poderosos, en contacto directo y estrecho con las
gentes más necesitadas de dignidad y liberación
Haciéndose uno más entre los últimos
Jesús pertenecía, con toda probabilidad, a una familia sin tierras,
bien porque se habían visto obligados a desprenderse de ellas para pagar
sus deudas, bien porque provenían de Judea y no habían podido
establecerse en un terreno propio. No estaban en lo más bajo de la
escala social, pero sí al límite, pues dependían de un trabajo, bastante
inseguro, sobre todo en tiempos de sequía o de hambrunas.
Pero, al iniciar su actividad profética, Jesús deja su trabajo y
abandona su casa para vivir la vida insegura de un itinerante que “no
tiene donde reclinar su cabeza”3. No lleva consigo ningún denario con la
imagén del Cesar: no tiene problemas con los recaudadores. Ha
renunciado a la seguridad del sistema. Se ha salido del imperio de Roma
para colaborar en el proyecto humanizador del Padre: el reino de Dios.
Luego, invita a los suyos a hacer lo mismo. Vivirán como los últimos,
los más pobres. Caminarán descalzos como los que no tienen un denario
para comprarse un par de sandalias de cuero. Prescindirán de la túnica
de repuesto, la que sirve de manta para protegerse del frío de la noche
cuando duermen al raso. No llevarán siquiera provisiones. Así aprenderán
a vivir de la hospitalidad de la gente y del cuidado de Dios, como los
indigentes4. Ahí está su sitio: entre los excluidos del imperio. Ese es
el mejor espacio social para abrir caminos al proyecto del reino de
Dios. Tomemos nota. Sorprendentemente, Jesús no piensa en lo que el
grupo de sus seguidores deberán llevar consigo sino, precisamente, lo
que no deberán llevar para no distanciarse demasiado de los últimos.
Haciéndoles sitio en su vida
Al describir la trayectoria proféctica de Jesús, los evangelios nos
hacen ver que Jesús no puede buscar el reino de Dios y su justicia
olvidando a los últimos. Les tiene que hacer sitio en su propia vida a
los más enfermos y desvalidos, para hacerles ver que tienen un sitio
privilegiado en el reino de Dios. Tiene que defenderlos antes que a
nadie para que puedan creer en un Dios, defensor de los últimos. Se
detiene ante los mendigos que encuentra en su camino y se interesa por
ellos para que no se sientan abandonados. Abraza y bendice a los niños y
niñas de la calle para que no vivan huérfanos de cariño y abrazos.
Acoge a quienes se les cierran todas las puertas, también a las
prostitutas y a los indeseables que tienen prohibido el acceso al
templo. No se acerca a estas gentes de manera fanática o resentida, pero
sí con indignación profética. Quiere ser testigo claro de que Dios no
abandona a los últimos, y lanzar un grito en su nombre: Dios quiere
construir un mundo nuevo donde los últimos serán los primeros.
Defendiendo a las víctimas
Jesús comienza a gritar un mensaje nuevo y diferente, sorprendente y
provocativo. La riqueza de los poderosos terratenientes de Galilea no es
signo de la bendición de Dios. La miseria de las aldeas no es prueba
del abandono de Dios a las víctimas. El proyecto humanizador del Padre
está pidiendo que se haga justicia, antes que nada, a los más oprimidos y
humillados. El reino de Dios es para ellos. No pertenece a todos por
igual: a los poderosos terratenientes que banquetean en Tiberiades y a
las gentes que viven de hambre en las aldeas. Las bienaventuranzas de
Jesús quieren dejar claro en aquella sociedad injusta que el reino de
Dios es una buena noticia para las víctimas y una amenaza para los rícos
opresores.
Probablemente, las bienaventuranzas recogen los gritos que fue
lanzando Jesús por las aldeas de Galilea al observar lo que estaba
sucediendo: Ve cómo algunas familias se van quedando sin tierras
mientras los poderosos terratenientes viven en la opulencia de sus
palacíos de Tiberíades y grita: “Dichosos los que no tenéis nada porque
vuestro es el reino de Dios. Ay de vosotros los ricos porque ya tenéis
vuestro consuelo”. Ve de cerca el hambre de las mujeres y de los niños y
grita: “Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque Dios os quiere ver
comiendo. Ay de vosotros, los que estáis saciados porque tendréis
hambre”. Ve también la rabía y la impotencia de los campesinos que
lloran cuando los recaudadores se llevan lo mejor de sus cosechas y
dice: “Dichosos los que ahora lloráis porque Dios os quiere ver riendo.
Ay de vosotros, los que ahora reis, porque gemiréis y lloraréis”.
¿No es todo esto una burla? ¿No es cinísmo? Lo sería, tal vez, si
Jesús les estuviera hablando desde alguna villa de Séforis o Tiberiades.
Pero está con ellos. Es un indigente más. Es un hombres de Dios, un
Profeta que les habla con fe y convicción total: “Los que no interesan a
nadie, interesan a Dios; los que sobran en los imperios construidos por
los hombres, tienen un lugar privilegiado en su corazón; los que no
tienen a nadie que los defienda, tienen a Dios como Padre”. Los pobres
entienden muy bien su mensaje. No son “dichosos” por su pobreza, ni
mucho menos. Su hambre y su miseria no es un estado envidiable. Jesús
los llama “dichosos” porque Dios no puede reinar entre sus hijos e hijas
sin hacer justicia a los que nadie hace.
Jesús es realista. Sus palabras no significan ahora mismo el final
del hambre y la miseria, pero atribuyen una dignidad absoluta a todas
las víctimas de abusos y atropellos. Los últimos son los hijos
predilectos de Dios. Su vida es sagrada. Nunca en ninguna parte se
construirá la vida tal como la quiere Dios, si no es liberando a estos
hombres y mujeres de su miseria y humillación. Nunca religión alguna
será bendecida por Dios si vive de espaldas a ellos. A Dios sólo podemos
acoger construyendo un mundo que tenga como meta la dignidad de los
últimos.
Jesús nos pone a todos ante la realidad más sangrante que hay en el
mundo, la que está más presente a los ojos de Dios, la que más ofende su
corazón de Padre. Una realidad que, desde los países ricos, tratamos de
ignorar encubriendo de mil maneras esa injusticia cruel de la que, en
buena parte, somos complices. ¿Seguiremos alimentando nuestro autoengaño
o abriremos los ojos a la realidad de los últimos? ¿Tomaremos en serio
alguna vez a esa inmensa mayoría de los que viven desnutridos y sin
dignidad, los que no tienen voz en el mundo ni cuentan para los países
satisfechos del bienestar?
3. La indignación profética de Jesús contra la opresión a las víctimas
Jesús amó, defendió y dedicó su atención a los más desvalidos e
indefensos de la sociedad. No hay en ello nada original. Otros muchos lo
han hecho así antes y después de Jesús. Lo más admirable es que Jesús
no amó ni puso nada por encima de ellos, ni siquiera la religión, la
ley o el prestigio del templo. Tampoco su propia vida. Lo primero para
Jesús es una vida sana, digna, dichosa para todos empezando por los
últimos.
El sufrimiento de los inocentes: primera preocupación de Jesús
La clave desde la que Jesús le vive a Dios y se esfuerza por acoger y
abrir caminos a su reinado de justicia no es el pecado, sino el
sufrimiento de las víctimas generado por las desgracias de la vida o por
los abusos y atropellos de los poderosos. Las gentes tuvieron que
captar muy pronto la diferencia entre Jesús, el profeta de la compasión y
el Bautista, el profeta de desierto.
La actividad profética del Bautista estaba pensada y organizada en
función del pecado. Es su preocupación suprema: denunciar los pecados
del pueblos, llamar a penitencia a los pecadores y purificar con su
bautismo de perdón y conversión a quienes acuden al Jordán. El Bautista
no abandona el desierto. No visita las aldeas pobres de Galilea. No
parece observar el sufrimiento de la gente. No se acerca a los enfermo
ni los cura. No alivia el sufrimiento de nadie. No parece conocer la
exclusión y marginación en que viven no pocos. No toca a los leprosos y
leprosas que vivían en las zonas desérticas vecinas, no libera a los
poseídos, no abraza a los niños y niñas de la calle. No come con
pecadores ni los acoge a su mesa. El Bautista vive encerrado en su vida
de ayuno y penitencia. No hace gestos de bondad. No se sale de su tarea
estrictamente religiosa.
La primera preocupación de Jesús, por el contrario, es el sufrimiento
que padecen las gentes más enfermas, desnutridas y marginadas. No
camina por Galilea en busca de pecadores para convertirlos de sus
pecados. Los evangelios lo presentan acercándose a los enfermos para
aliviar su sufrimiento, tocando a los leprosos para liberarlos de la
exclusión, acogiendo a prostitutas, pecadores e indeseables despreciados
por los dirigentes religiosos y los maestros de la Ley. Así describe
José María Castillo esta sensibilidad de Jesús: “No soportaba ver a
personas pasando necesidad, no aguantaba el dolor de los otros, era algo
superior a sus fuerzas. Porque su sensibilidad no lo toleraba”.
¿Es que no le preocupa a Jesús el pecado? Más que a todos nosotros.
Pero, para Jesús, el pecado que más ofende a Dios y mayor resistencia
ofrece a su reinado es precisamente causar sufrimiento injusto a los
inocentes o tolerarlo con indiferencia desentendiéndonos de los que
sufren.
La indignación crítica contra los opresores
Jesús critica de manera radical la cultura dominante de la
indiferencia. En el trasfondo de sus palabras y sus gestos resuena un
gesto: “Las cosas no son como las quiere Dios”. En Galilea no reina la
compasión ni la justicia. Hace tiempo que la política de Roma y sus
vasallos herodianos vienen oprimiendo a los más débiles, mientras los
dirigentes religiosos del templo se han desentendido de su sufrimiento y
los maestros de la ley solo se preocupan de la observancia de los
preceptos y la conservación de la tradición. Todo discurre como si no
hubiera víctimas ni llantos de ninguna clase. Jesús grita su
indignación: “el sufrimiento de los inocentes ha de ser tomado en serio;
no puede ser aceptado como algo normal pues es inaceptable para Dios”.
Esta indignación profética es la primera reacción ante los abusos y
atropellos que afligen a los oprimidos. Esta indignación expresa en voz
alta la rabia y la impotencia de las víctimas; saca a la luz las causas
que se ocultan bajo tanto sufrimiento; sacude la indiferencia y el
autoengaño generalizado. Esta indignación es necesaria en Galilea para
que no se apague la confianza en la vida ni la esperanza en Dios.
La tradición de Mateo ha recogido diferentes gritos de Jesús contra
los opresores. Señalo dos que son básicos: “Los jefes de las naciones
las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su
poder. No ha de ser así entre vosotros”7. Dios está contra todo poder
opresor. Los seguidores de Jesús han de vivir indignados contra todo
poder opresor. Dice también Jesús: “En la cátedra de Moisés se han
sentado los escribas y fariseos… Atan cargas pesadas a la espalda de la
gente, pero ellos ni con el dedo quieren moverlas”. No ha de ser así.
Dios está contra toda religión opresora. Los seguidores de Jesús la han
de denunciar.
Jesús habla con una autoridad profética que proviene de Dios y se
manifiesta como “autoridad de los que sufren”9. La realidad de los que
sufren injustamente carga las palabras y los gestos de Jesús de una
fuerza crítica radical. Ese sufrimiento es la primera verdad exigible a
todos. Nadie la puede discutir. Toda ética ha de tenerla en cuenta si no
quiere convertirse en “ética de tolerancia” de lo inhumano. Toda
política ha de reconocerla si no quiere ser complice de crímenes contra
el ser humano. Toda religión la ha de tener en cuenta si no quiere ser
negación de lo más sagrado.
La denuncia radical de Jesús
El evangelio de Lucas ha recogido una parábola en la que Jesús
desenmacara con mirada penetrante la realidad cruel de Galilea y también
la de nuestro mundo actual.
La parábola habla de un “rico” poderoso. Su túnica de lino fino
indica lujo y ostentación. Su vida es una fiesta contínua. Solo piensa
en “banquetear espléndidamente cada día”. Pertenece al sector de los
privilegiados que viven en Tiberiades y Seforis. El rico no tiene
nombre, pues no tiene identidad humana. No es nadie. Su vida, vacía de
amor solidario, es un fracaso. No se puede vivir solo para banquetear.
Muy cerca, junto a la puerta de su mansión, está tendido un
“mendigo”. No está cubierto de lino y púrpura, sino de llagas
repugnantes. No sabe lo que es un festín. No le dan ni de lo que tiran
de la mesa del rico. Solo unos perros callejeros se le acercan a lamer
sus heridas. Está solo. No tiene a nadie. No posee nada. Solo un nombre
lleno de promesas: “Lázaro” o “Eliécer”, que significa “Dios es ayuda”.
La escena es insoportable. El rico lo tiene todo. Se siente seguro.
No parece necesitar de nadie. Vive en la inconsciencia. No ve al pobre
que muere de hambre junto a su mansión. ¿No se parece a muchos de los
que vivimos en los países del bienestar? Lázaro, por su parte, vive en
extrema necesidad, hambriento, enfermo, excluido, ignorado por quienes
lo podían ayudar. Su única esperanza es Dios. ¿No se parece a tantos
millones de hombres y mujeres hundidos en el hambre y la miseria?
Jesús no pronuncia directamente ninguna palabra de condena. Su mirada
penetrante está desenmascarando la cruel injusticia de aquella
sociedad. Las clases más poderosas y los estratos más oprimidos parecen
pertenecer a la misma sociedad, pero están separados por una barrera
invisible: esa puerta que el rico no atraviesa nunca para acercarse a
Lázaro. Dios no puede aceptar esa cruel separación entre sus hijos. Todo
cambia radicalmente en el momento de la muerte. El vuelco de la
situación es total. Aquella barrera invisible de la tierra se convierte
ahora en un abismo infranqueable. El objetivo de la parábola no es
describir el cielo ni el infierno. Sino condenar la indiferencia de los
ricos y poderosos.
Esta es la condena radical de Jesús. Una barrera de indiferencia,
ceguera y crueldad separa el mundo de los ricos del mundo de los
hambrientos. El obstáculo para construir un mundo más justo, humano y
dichoso somos los ricos, que vamos levantando barreras cada vez más
inhumanas y sangrantes para que los últimos de la tierra, no entren en
nuestro país, ni lleguen a nuestras residencias, ni llamen a nuestras
puertas.
4. Al servicio apasionado del proyecto humanizador del Padre
La indignación profética de Jesús va a acompañada de una fuerte
llamada a la esperanza. Conoce bien la realidad trágica de los últimos
en Galilea, pero no cede a la resignación y a la desesperanza. Ahora
mismo podemos y debemos romper la indiferencia y trabajar por un mundo
más humano. ¿Es posible vivir con un horizonte de esperanza?
Es posible la alternativa
El imperio de Roma pretende que la “pax romana”, con todo su sistema
de opresión y explotación de los pueblos derrotados, es la paz plena y
definitiva. La religión del templo defiende que la Torá de Moisés es
inmutable y eterna. Mientras tanto, las víctimas del Imperio y los
pobres olvidados por la religión oficial están condenados a vivir sin
esperanza. Puede haber mejoras en el funcionamiento del sistema
imperial, se puede cumplir de manera más escrupulosa la ley mosaica,
pero nada decisivo cambia para los pobres: el mundo no se hace más
humano. Nadie sabe cómo y de dónde podría brotar una esperanza nueva
para los últimos.
El evangelista Marcos nos dice que Jesús caminaba por las aldeas de
Galilea anunciando la “Buena Noticia” de Dios, y venía a decir esto: “El
plazo se ha cumplido. El reino de Dios está cerca. Convertíos y creed
en esta Buena Noticia”. ¿Qué es lo que está proclamando Jesús? Empieza
un tiempo nuevo. Dios no quiere dejarnos solos ante nuestros
conflictos, sufrimientos y opresiones. “Está cerca el reino de Dios”.
Dios es una presencia cercana y buena que quiere reinar entre nosotros,
está buscando abrirse camino en el mundo para hacer más humana nuestra
vida.
Es posible la alternativa más allá de la política imperialista de
Roma y más alla de la religión del templo de Jerusalén. Es posible un
mundo diferente, más digno, justo y dichoso, precisamente porque Dios lo
quiere así. No es verdad que la historia tenga que discurrir por los
caminos de opresión, sufrimiento y muerte que trazan los poderosos.
Hemos de cambiar y creer en esta buena noticia
Esta es la llamada de Jesús. “Convertíos”. Cambiad de manera de
pensar y de actuar. Dios no puede cambiar el mundo sin que nosotros
cambiemos. Su voluntad de humanizar la historia se va haciendo realidad
en nuestra respuesta lúcida y responsable a su proyecto humanizador. Es
posible dar una dirección nueva y más humana a las energías de la
Humanidad, pues Dios nos está atrayendo hacia un mundo más humano. Se
nos pide ser protagonistas de una historia más justa y dichosa:
atrevernos a pensar y actuar fuera del sistema, para entrar en la lógica
y la dinámica del reino de Dios.
“Creed en esta Buena Noticia”. Hemos de tomar en serio esta Buena
Noticia que nos viene desde fuera de los sistemas políticos y religiosos
y creer en el poder transformador del ser humano, atraído por Dios
hacia una vida más digna. Es posible introducir en el mundo una
esperanza nueva que no siempre es deducible de nuestra situación actual.
Los procesos de transformación son lentos, pero no estamos solos. Dios
está sosteniendo también hoy el clamor de los que sufren y la
indignación de los que reclaman justicia.
Lo que necesitamos es testigos de Jesús, hombres y mujeres
indignados, centinelas vigilantes, colaboradores incansables del reino,
para escribir un relato nuevo de la historia, alentados por la confianza
en el proyecto humanizador de Jesús del Padre y por la fe en el ser
humano.
En dirección a los últimos
El espíritu del Dios del reino empuja a Jesús hacia los últimos. Los
primeros en experimentar esa vida más digna y liberada han de ser
aquellos para los que la vida no es vida. En esa dirección vive Jesús
buscando el reino de Dios y su justicia. Lucas lo ha captado bien cuando
lo presenta en la sinagoga de Nazaret aplicándose a sí mismo unas
palabras del profeta Isaías 62, 1-2: “El Espíritu del Señor está sobre
mí porque me ha ungido. Me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena
Noticia, a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los
ciegos, para dar libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia
del Señor”.
Se habla aquí de cuatro grupos de personas: los “pobres”, los
“cautivos”, los “ciegos” y los “oprimidos”. Ellos resumen y representan
la primera preocupación de Jesús: los que lleva más dentro de su corazón
de Profeta del reino. Nosotros hablamos de “democracia”, “derechos
humanos”, “progreso”, “Estado de bienestar”… Jesús habla de promover una
vida nueva y liberada entre los últimos. No lo hemos de olvidar. La
“opción por los pobres” no es un invento de los teólogos de la
liberación, ni una moda puesta en circulación después del Vaticano II.
Es la opción del Espíritu de Dios y que anima la vida entera de Jesús en
la búsqueda del reino de Dios y su justicia. Dios no puede reinar en el
mundo sin hacer justicia a los últimos.
Para Dios, los últimos han de ser los primeros. El camino hacia un
mundo más digno y dichoso para todos se comienza a construir desde
ellos. Esta primacía es absoluta. La quiere Dios. No ha de ser
menospreciada por ninguna política, ideología o religión.
5. Seguir a Jesús desde las víctimas
Romper la cultura de la indiferencia
El sufrimiento de las víctimas ha de ser tomado en serio. El hambre y
la miseria no son “daños colaterales” de la globalización. La exclusión
y la marginación no son “factores externos” de la crisis. La primera
tarea de los seguidores de Jesús es romper la indiferencia. El papa
Francisco ha lanzado gritos desgarradores en la pequeña isla de
Lampedusa: “Hemos perdido el sentido de la responsabilidad fraterna”.
“La cultura del bienestar nos hace insensibles a los gritos de los
demás”. “Hemos caído en la globalización de la indiferencia”. “Nos hemos
acostumbrado al sufrimiento del otro… no nos interesa, no es asunto
nuestro” (8 de julio de 2013).
Todos lo sabemos, pero es necesario gritarlo en voz alta. Es inhumano
encerrarno en nuestra “sociedad del bienestar” ignorando esa otra
“sociedad del malestar” de los últimos. Nos hemos de resistir a seguir
disfrutando de un bienestar vacío de compasión. Es cruel seguir
alimentando en nosotros esa “secreta ilusión de inocencia” que nos
permite vivir con la conciencia tranquila pensando que la culpa es de
todos y de nadie. Hemos de empezar por nuestras comunidades. No es
cristiano encerrarnos en la práctica religiosa, desplazando mentalmente
el hambre y el sufrimiento que hay en el mundo hacia una lejanía
abstracta para poder vivir sin escuchar ningún clamor, gemido o llanto.
Tiene razón J. B. Metz que lleva años denunciando que en las
comunidades cristianas de los países sastisfechos de Europa hay
demasiados canticos y pocos gritos de indignación, demasiada
complacencia y poca nostalgia de un mundo más humano, demasiado consuelo
y poca hambre de justicia.
Pensar desde el sufrimiento de las víctimas
Los seguidores y seguidoras de Jesús tenemos que aprender a pensar
desde los últimos. ¿Cómo vamos a luchar contra la indiferencia si no
alimentamos nuestro pensamiento crítico desde el sufrimiento de las
víctimas? Pensar desde los últimos es situarnos es situarnos en la vida
desde su horizonte, intentar una y otra vez ponernos en su lugar;
sentirnos en solidaridad básica con los más frágiles, los excluidos en
este mismo momento de las fuentes de la vida, de la sociedad humana, de
la felicidad; vivir escuchando sus preguntas más dramáticas y sus
protestas más radicales, casi siempre silenciadas desde el poder.
Mientras no miremos la vida desde los últimos, no aprenderemos a
seguir a Jesús, no entenderemos su Evangelio, no anunciaremos su Buena
Noticia. Solo desde las víctimas podremos acceder a la verdad del Dios
encarnado y manifestado en Jesús, el Dios crucificado, un Dios que no es
poder sino misterio insondable de compasión que reclama justicia para
los que sufren, un Dios que tiene un proyecto para humanizar el mundo y
nos llama a colaborar con él siguiendo a Jesús.
Por otra parte, solo desde los excluidos y no desde los centros de
poder, se conoce bien el mundo, su verdadera realidad, lo que le falta
para ser humano. Son nuestras víctimas las que más nos ayudan a conocer
lo que somos. Nadie nos puede interpelar con más fuerza. Nadie tiene más
poder para arrancarnos de nuestra ceguera e indiferencia. Nadie tiene
más autoridad para exigirnos cambio y conversión.
Hacerles sitio en nuestra vida a los marginados y excluidos
No es fácil pensar desde los últimos si vivimos siempre lejos de
ellos, sin contacto directo o inmediato con ningún sector oprimido. No
es lo mismo leer estadisticas sobre el paro que entrar en el hogar de
una familia que ha quedado sin ingresos y compartir de cerca sus
angustias e incertidumbres, la crisis de la vida de pareja, la
humillación de ir por vez primera a pedir ayuda a Caritas. Hemos de
tener más contacto con gentes que van quedando excluidas, crear lazos de
amistad con inmigrantes, apoyarlos y ayudarlos a ir solucionando sus
problemas, incorporarnos a algún voluntariado (ONG, Caritas…).
Hemos de hacerles más sitio a los últimos en nuestras comunidades
cristianas. En la entrevista a la Civiltá Católica decía así el Papa
Francisco: “Veo con claridad que lo que la Iglesia necesita hoy es
capacidad de curar heridas y dar calor a los corazones de los fieles,
cercanía y proximidad”. Necesitamos comunidades samaritanas que sepan
acoger, escuchar y acompañar mucho más a los últimos. Hemos de releer la
parábola del samaritano en actitud de conversión. No es una parábola
más. Es lo que hemos de hacer si queremos seguir a Jesús: caminar con
los ojos bien abiertos para ver a los heridos robados y asaltados que
encontramos en las cunetas de la vida; no dar rodeos para seguir nuestro
camino, ocupados solo en nuestros problemas y nuestras prácticas; no
discriminar a nadie; no preguntarnos si es o no es nuestro prójimo; y
hacer por ellos todo lo que podamos desde la comunidad cristiana. No es
posible seguir a Jesús dando rodeos a los que sufren.
El papa Francisco, con un lenguaje muy gráfico nos está invitando a
“salir hacia las periferias existenciales” para encontrarnos con la vida
y el sufrimiento de las gentes. Con esta expresión el papa se refiere a
los sectores marginados y excluidos de la sociedad, pero que también
están en las periferias de nuestro corazón y no en el centro.
Reavivar la indignación profética
Hemos de escuchar dos gritos de Jesús que han de alimentar nuestra
indignación profética para salir instintivamente desde nuestras
comunidades en defensa de los últimos. El primer grito es éste: “No
podéis servir a Dios y al Dinero”. El segundo lo hemos de leer así: No
deis a ningún Cesar lo que es de Dios”.
Entiendo en estos momentos esta indignación como un grito vivo,
concreto y permanente desde el sufrimiento de los últimos contra el
imperio del Dinero. Para potenciar este grito y abrir cauces nuevos es
necesario que en las comunidades cristianas tomemos conciencia más viva
de algunos datos.
Primero, el imperio del Dinero es en estos momentos el gran
adversario del proyecto humanizador de Dios, pues es el poder que
sacrifica más vidas y causa más sufrimiento, hambre y destrucción humana
que cualquier otro poder. Desde su inmenso imperio, los grupos
financieros de mayor poder, las grandes corporaciones y multinacionales,
impulsados por la ideología neoliberal han ido conquistando los
mercados del planeta imponiendo leyes y prácticas especulativas, de
espaldas a cualquier planteamiento que se preocupe de las víctimas. Este
imperio del Dinero se ha convertido en un espacio de poder que, desde
la lógica del máximo beneficio, ha hecho desaparecer leyes y mecanismos,
dejando sin protección a los países y a las poblaciones más débiles.
Segundo, este imperio del Dinero que domina hoy el mundo busca a toda
costa ocultar el sufrimiento que genera, dejando en silencio los gritos
de las víctimas. Estos gritos han de ser recogidos por los seguidores
de Jesús pues están proclamando que este sistema es un enorme fracaso
humano. El sufrimiento de las víctimas deslegitima de raíz el Imperio
del Dinero. Hemos de poner rostro a la víctimas, desvelar los dramas
familiares, narrar la historia de los que sufren.
Promover la solidaridad global
La solidaridad es la actitud básica para encaminarnos hacia un mundo
más justo y humano frente a la globalización capitalista. El papa
Francisco ha hablado de “replantear la solidaridad, no ya como simple
asistencia a los más pobres, sino como replanteamiento global de todo
el sistema, como búsqueda de caminos para reformarlo y corregirlo de
modo coherente con los derechos del hombre, de todos los hombres” (25 de
mayo de 2013).
En nuestras comunidades tenemos que suscitar algunas preguntas para
despertar de la pasividad y la indiferencia: ¿Por qué han de seguir
muriendo de hambre millones de seres humanos si Dios ha puesto en
nuestras manos una Tierra en la que hay recursos suficientes para todos?
¿Por qué tenemos que ser competitivos antes que humanos? ¿Por qué tiene
que ser el poder del más fuerte, y no la solidaridad la que rija las
relaciones de los pueblos? ¿Por qué hemos de aceptar como algo lógico e
inevitable un sistema inhumano que, para asegurar nuestro mayor
bienestar de privilegiados, produce tanto sufrimiento, muerte y
destrucción? ¿Por qué hemos de seguir alimentando el consumo y la
producción sin límites, generando en nosotros una espiral insaciable e
infantil de necesidades superfluas que nos vacían de sensibilidad
humana?
Hemos de contribuir desde las comunidades cristianas a promover una
cultura de solidaridad a nivel mundial, pensando en los derechos y las
necesidades de los últimos. Para ello es necesario abrir los ojos y
aprender a mirar el mundo desde los que viven y mueren de manera injusta
y cruel en los países del hambre, la guerra y la miseria. Esta
solidaridad global no es interesada. No es para defender nuestro
bienestar. Al contrario, va inevitablemente en contra de nuestros
intereses y nos exige revisar nuestro modo de vivir en las sociedades
del bienestar, para renunciar a lo que no necesitamos y compartirlo con
los que lo necesitan. Por eso, hemos de escuchar el grito de Jesús: “los
últimos serán los primeros”.
José Antonio Pagola
9 de octubre de 2014
JESÚS, PROFETA DEL REINO DE DIOS: LOS ÚLTIMOS, LAS VÍCTIMAS SON LOS PRIMEROS
0. Observaciones introductorias
1. Profeta en medio de los últimos de Galilea
Los campesinos empobrecidos de las aldeas
El rostro de las víctimas
Humillados y sin dignidad alguna
Algunos rasgos comunes
2. Identificado con los últimos
Haciéndose uno más entre los últimos
Haciéndoes sitio en su vida
Defendiendo a las víctimas
3. La indignación profética de Jesús contra la opresión a las víctimas
El sufrimiento de los inocentes: primera preocupación de Jesús
La indignación crítica contra los opresores
La denuncia radical de Jesús
4. Al servicio apasionado del proyecto humanizador del Padre
Es posible la alternativa
Cambiar y creer en esta buena noticia
En dirección a los últimos
5. Seguir a Jesús desde las víctimas
Romper la cultura de la indiferencia
Pensar desde el sufrimiento de las víctimas
Hacerles sitio en nuestra vida a los excluidos
Reavivar la indignación profética
Promover la solidaridad global
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Ponencia de José Antonio Pagola en la XVII Semana Andaluza de Teología
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