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domingo, 5 de junio de 2016

Mujer y atavismos eclesiales: Jesús Martínez Gordo







Jesus Martínez Gordo
Catedrático de teología


El papa Francisco la ha vuelto a liar. Y para bien. Es lo que suele pasar cuando te encuentras con una persona que hace más caso al Evangelio que a las llamadas “verdades innegociables” que han presidido los pontificados anteriores (vamos, lo que en política llaman, eufemísticamente, “líneas rojas”).


El pasado 15 de mayo, a sugerencia de una de las participantes en la Asamblea trienal de la Unión de Superioras Generales (UISG), acogió la petición de crear una comisión para estudiar la posibilidad de que las mujeres pudieran acceder al ministerio ordenado del diaconado. Al manifestar su voluntad de canalizar tal propuesta, se evidenciaba, una vez más, la “reformabilidad” de no pocas decisiones declaradas “definitivas” a lo largo de la historia de la Iglesia. Y, a la vez, la imposibilidad de seguir defendiendo (e imponiendo) un magisterio (aunque fuera declarado “definitivo”) en contra del sentir de la gran mayoría de los católicos y sobre la base de argumentos poco o escasamente consistentes. Se evidenciaba, igualmente, que en la Iglesia católica tampoco valía “el ordeno y mando”, aunque fuera el del papa, en asuntos en los que no estaban en juego, de manera debidamente argumentada, ni la unidad de la fe ni la comunión eclesial.

Al aceptar esta sugerencia ha sorprendido a propios y extraños.

A propios, en primer lugar, porque en conversación con los periodistas en el avión de regreso a Roma, a finales de julio de 2013 y tras presidir en Río de Janeiro la XXVIII Jornada Mundial de la Juventud, manifestó: “sobre la ordenación de las mujeres la Iglesia ha hablado y ha dicho no. Lo dijo Juan Pablo II con una formulación definitiva. Esa puerta está cerrada”. Era una disposición que ratificó en la Exhortación Apostólica “Evangelii Gaudium” (noviembre, 2013): “el sacerdocio reservado a los varones (…) es una cuestión que no se pone en discusión”. La decisión estaba tomada y él la asumía sin cuestionarla. Se entiende que estos posicionamientos provocaran en no pocos sectores de la Iglesia un cierto escepticismo sobre su proyecto reformador, Pues bien, este escepticismo es el que se ha comenzado a quebrar, felizmente, estas últimas semanas.

Pero también, en segundo lugar, a quienes, acostumbrados a una forma de papado marcadamente unipersonal, esperaban una decisión, algo así como “ex cathedra”, para zanjar el asunto. Son personas (católicas o no) que no se han enterado de que con este papa ha empezado a cuartearse el modelo absolutista y “monárquico” de gobernar la Iglesia de los últimos tiempos. Quien lea lo aprobado en el último Sínodo de obispos de 2015 y lo compare con el capítulo octavo de la Encíclica “Amoris laetitia” (2016) podrá comprobar qué quiere decir eso de que el papado empieza a ser, por fin, “sinodal” o “colegial”, es decir, con voluntad de caminar juntos. Por tanto, les convendría dejar de añorar una “revolución autoritaria” que, al final, acabaría teniendo el mismo futuro que la involución padecida estos últimos decenios: es decir, ninguno o muy poquito.

Sería deseable que la cuestión del acceso de las mujeres al diaconado, felizmente reabierta por Francisco, fuera abordada en términos estrictamente teológicos o, lo que es lo mismo, dejando en el baúl de los recuerdos, de una vez por todas, los rancios atavismos que secularmente han maniatado (y todavía atenazan) a muchos sectores de la Iglesia y, sobre todo, del episcopado mundial cuando se trata este asunto. Y que, en conformidad con tal loable deseo, se tuviera presente el proceso de dignificación de la mujer que inició Jesús con su comportamiento y con su palabra en su tiempo para, seguidamente, trasladarlo y continuarlo en nuestros días. Si se procediera así, sería dificilísimo recusar la idoneidad -evangélica, obviamente- de la petición que está en el origen de dicha comisión de estudio.

Y, por supuesto, que la previsible decisión, favorable por razones y motivos evangélicos, fuera eclesialmente acogida, una vez probado que en la iglesia primitiva  la ordenación diaconal de varones (como la de las mujeres) era, por medio de la imposición de manos y la invocación del Espíritu, entrada en el orden sacerdotal y no sólo (en el caso de las mujeres) un ministerio laical, una investidura o una bendición, como así sostienen quienes, por razones, a menudo, culturales y teológicamente endebles, se oponen a que las mujeres puedan acceder, incluso, al diaconado.

Es evidente que se resisten por temor a que, una vez abierta esta puerta, pudieran quedar, igualmente francas, las del presbiterado y las del episcopado, algo que ya solo sería cuestión de tiempo. Su temor, está tan justificado como carente de argumentos. Y, por supuesto, lleno de atavismos.

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