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sábado, 24 de abril de 2021

Los Calvarios y Tabores actuales


 Jesús Martínez Gordo

Es de sobra conocido cómo son muchos los “jesu-cristianos” que estamos apostando por recuperar un equilibrio, perdido los últimos decenios, entre el programa de las Bienaventuranzas (“¡Dichosos los pobres porque de ellos es el Reino de los cielos!”); la contemplación y relación con Dios en las transparencias de sus Tabores actuales (“¡qué bien se está aquí!”) y el compromiso por desalojar los Calvarios contemporáneos (“¡Dios mío, por qué me has abandonado!”).

Y que lo hacemos intentando circular entre tales montes. En los primeros, para no perder nunca de vista el Norte o la estrella Polar de una espiritualidad y teología “jesu-cristianas”: los pobres y los crucificados en cada momento de la historia. En los segundos, para disfrutar de la presencia consoladora y estimulante de Dios y cargar las pilas. Y en los terceros, para erradicar o, por lo menos, ayudar a bajar a los parias de nuestros días de sus respectivas cruces o para impedir que existan, más allá de que haya que cuidar con particular esmero o acompañar a los quemados por una desmedida generosidad.

Entiendo que no es posible renunciar a circular entre estos tres “ochomiles”. Pretender quedarse quieto en uno (casi siempre, el Tabor) es lo que se podría llamar “autocomplaciente consumismo espiritual”, probablemente, una variante de lo que, desde el punto de vista explicativo y teológico, es tipificable como extrapolación o fundamentalismo gnóstico. Pero también quiere decir que es legítimo y saludable tener la residencia espiritual y teológica preferente en uno de estos tres simbólicos montes sin dejar de transitar por los restantes. En la casa del Señor hay muchos caminos espirituales y teológicos. Todos necesarios, pero ninguno el único y definitivo.

Existe, por ello, una gran diversidad y riqueza de teologías y espiritualidades. Así lo evidencia, ciñéndome a la relación entre el Tabor y el Calvario, que unas sean, por ejemplo, más sensibles al gozo del primero que a la fragilidad del segundo, al silencio del sábado santo que al anuncio del domingo de resurrección, al reverso que al anverso. Y que otras, en cambio, estén más atentas a la cercanía compasiva que a la radical alteridad, al amor que al interés, a la intuición que a la razón, a la belleza que a su ocultamiento. Y ambas, a la articulación entre el Jesús histórico “y” el Cristo de la fe o entre el Calvario “y” el Tabor.

Es la famosa “y” católica que tan nervioso ponía a Karl Barth; en su caso, entre, revelación “y” razón.

Los Tabores actuales

Y, aclarando los conceptos, entiendo por “Tabores contemporáneos” las anticipaciones de la verdad final alcanzada -provisional y parcialmente- en cada momento; los destellos de la Belleza definitiva que, percibidos como chispazos de la primera y última, nos atrae y fascina por sí misma; los datos, gestos y movimientos de unión y comunión que, reflejos de la Unidad fundante y final, nos vinculan entre nosotros, garantizando, a la vez, la propia identidad personal. Y, por supuesto, la participación en la Bondad originaria y concluyente que, dada de manera gratuita, acogemos y disfrutamos siendo invitados, por ello, a compartirla con otros.

A su luz, son “tabóricas” las espiritualidades o teologías que enfatizan el disfrute y la caricia de las anticipaciones y transparencias de Dios en uno mismo, en el cosmos, en la vida, en la historia, en la liturgia o en la entrega de tantas personas e instituciones, sin descuidar, por ello, la “carne”, es decir, el aguijón, presente como cruz, desolación, miseria, dolor o muerte injusta y antes de tiempo.

Y si bien es cierto que hay espiritualidades y teologías que enfatizan, legítimamente, la importancia de la luz, del bienestar, de la paz, de la unión, de las consolaciones y de la tranquilidad entregadas y anticipadas en el Tabor, también lo es que no se obsesionan con montar tres tiendas para residir eternamente allí; una pretensión que -como es sabido- queda truncada por la exigencia del Nazareno en bajar del monte. Para estas espiritualidades y teologías un alto en el camino no es el final de la andadura.

Por eso, están atentas a la revelación de Dios en Jesús como Cristo, esto es, como el principio de vida, consolación y alegría; sin olvidar que la participación en tales gozos tampoco es -mientras vivimos- el final, sino una gratificante anticipación que nos habilita y sostiene en el compromiso por salir al paso y erradicar algo de la mucha oscuridad y muerte que persisten en los Calvarios actuales.

Pero, a la vez, son teologías y espiritualidades sabedoras de que cuando se absolutiza la caricia de las anticipaciones -descuidando la historia, la humanidad, la miseria, el sufrimiento, el dolor y la muerte injusta y antes de tiempo-, quedan en el camino dos verdades o datos a los que no se puede renunciar, si pretenden ser integradoras y articuladoras (y, en este sentido, “jesu-cristianas”): primero, que las anticipaciones del final -por impactantes y seductoras que puedan ser su percepción, disfrute y experimentación- no son la Unidad, la Verdad, la Belleza o la Bondad finales. Y, segundo, que el Dios entregado en Jesús no solo es un misterio de cercanía (con el que legítimamente aspiramos a ser “uno” sin dejar de ser nosotros), sino también, y, a la vez, un aguijón. No es posible descuidar que quien resucita ha sido crucificado y que, desde entonces, la relación con Él en sus anticipaciones es, ciertamente, gratificante y alentadora caricia, pero también permanente e ineludible provocación.

La teología y espiritualidad, si son “jesu-cristianas”, no lo son de ojos “cerrados” sino “abiertos” o, quizá, de ojos, a veces, cerrados y siempre abiertos.

Los Calvarios actuales

Y continuando con la aclaración conceptual, entiendo como “Calvarios contemporáneos” todas aquellas situaciones, personas y momentos en los que se sigue actualizando la muerte del Crucificado. Y que, por serlo, se constituyen en una permanente provocación. De ellos se hacen cargo aquellas espiritualidades y teologías que, en coherencia con tal percepción, recuerdan la importancia del compromiso, de la liberación, de las obras y de la transformación (personal y estructural) del mundo.

Pero son teologías y espiritualidades conscientes de que, sin la experiencia y relación, disfrutables en los Tabores actuales, no es fácil permanecer mucho tiempo sin bajar la guardia o sin entregarse al desaliento fatalista; o, lo que es peor, sin buscar atajos que pueden llevar -en nombre de la eficacia- al totalitarismo en que desembocan la solidaridad o la fraternidad no articuladas con la libertad. La estancia, corta o larga, en dichos “Tabores” contemporáneos, además de facilitar la permanencia en el compromiso, permite no morir devorado y deglutido por la crudeza y la angustia simbolizadas por el grito de abandono del viernes santo ni por el silencio del sábado santo. E impide, por supuesto, acabar tirado en las cunetas de la vida, entregado a la desesperanza, engullido por el consumismo y sumido en la decepción ante la (omni)potencia del mal.

Es evidente que no se puede perder nunca de vista que Jesús es un crucificado, pero tampoco que es quien ha (sido) resucitado, anticipando en la historia -por pura gratuidad- el final que nos aguarda. He aquí un importantísimo “salto cualitativo”, igualmente propio de la espiritualidad y de la teología “de ojos abiertos”. Y que lo es (no se puede olvidar) porque permite disfrutar del gozo y de la paz que irrumpen en la noche de Pascua.

Caminos y residencias preferentes

Por tanto, entre el Calvario y el Tabor existe una ineludible relación, reconociendo la legitimidad de que haya personas e instituciones partidarias de primar o permanecer más tiempo en un monte u otro, pero sin renunciar nunca a circular entre ellos.

Si no fuera así, se incurriría en la frivolidad postmoderna de quienes creen haber llegado al final de la historia y se dedican a disfrutar de la vida sin mirar hacia atrás, hacia adelante o alrededor, no queriendo saber nada del sufrimiento, de la miseria y de la muerte prematura e injusta. Es el caso de quien se instala con vocación de permanencia definitiva en los “Tabores actuales” y se niega a bajar de ellos.

Pero también se podría incurrir en el “estaurocentrismo”, “masoquismo” o “pelagianismo” autodestructor (quizá, en algunos casos, se tendría que decir, “buenismo”) de quienes, ubicados exclusivamente en el Calvario, solo tienen tiempo para el compromiso solidario y fraterno y, por eso, corren el riesgo de acabar tirados en las cunetas de la vida por agotamiento, a veces, desesperanzados y amargados. Sin dejar de reconocer que ésta es la extrapolación, la “metedura de pata” que es muy probable que Dios mire con particular benevolencia, también hay que recordar que su voluntad salvífica no pasa por dejar un camino sembrado de cadáveres, aunque sean en nombre de la fraternidad y del amor liberadores.

De estas acentuaciones y de los riesgos o excesos reseñados, se concluye que es posible una diversidad de teologías y espiritualidades porque hay una pluralidad de experiencias primadas: unas, más sensibles a la fragilidad del Calvario que a la plenitud del Tabor, al reverso de los sufrimientos que al anverso de la paz interior; otras, en cambio, más atentas a la cercanía de Dios en la intimidad que a la provocación de los crucificados, a la intuición inmediata que a la argumentación racional o a la belleza tabórica que a su ocultamiento. 

Y todas, a la articulación entre el Jesús histórico “y” el Cristo de la fe,  entre el aguijón “y” la caricia o entre la cruz del viernes santo “y” la resurrección del domingo; en definitiva, entre el Calvario “y” el Tabor.

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