Jesús Martínez Gordo
La
extraña enfermedad que padecía Charlie Gard, el enfrentamiento entre sus padres
y el equipo médico, la intervención de los poderes judiciales (británico y
europeo), las propuestas de ayuda (médica y asistencial) de diferentes personas
e instituciones y su reciente fallecimiento han sido noticia de primera plana y
han abierto un delicado y complejo debate en el que no siempre ha resultado
fácil encontrar aportaciones sensatas y serenas.
Este niño
británico padecía un síndrome de agotamiento mitocondrial, una rarísima
enfermedad genética que provoca, en quien la sufre, una parálisis progresiva
que le conduce a la muerte. Los médicos del “Great Ormond Street” (Londres)
ensayaron -manteniendo vivo a Charlie con respiración asistida y sonda
nasogástrica- diferentes terapias. Ante la imposibilidad de alcanzar un
resultado favorable, entendieron que no había solución y que mantenerlo en semejante
situación aumentaba su sufrimiento y provocaba un gasto inútil. La gerencia del
hospital solicitó permiso al tribunal correspondiente para desconectarlo y
proceder a una terapia paliativa. Los padres se opusieron frontalmente. Tras
haber activado un complejo proceso judicial, comunicaban el pasado 24 de julio
que se había entrado en “un punto de no retorno” y que lamentaban el “muchísimo
tiempo malgastado”.
De entre las
numerosas aportaciones habidas sobre este drama, retengo la facilitada por R. Massaro.
Este joven doctor en teología moral y bioética ofrece tres consideraciones que creo bastante oportunas.
¿A quién
corresponde decidir cuando, como es el caso, se da un enfrentamiento total
entre el parecer de los médicos y la voluntad de los padres? Conviene tener
presente, responde R. Massaro, la licitud de recurrir, tal y como indica la
Congregación para la Doctrina de la Fe en su “Declaración sobre la Eutanasia”,
“a los medios puestos a disposición por la medicina más avanzada, aunque se
encuentren en fase experimental y no estén libres de todo riesgo” contando,
obviamente, con el consentimiento del enfermo. Pero también tener presente la
consistencia de los dictámenes médicos y las sentencias de la justicia cuando
concuerdan en que proseguir con las terapias de soporte vital o intentar
ulteriores terapias experimentales sería una forma de obstinación terapéutica.
El magisterio católico defiende, en sintonía con este criterio, la legitimidad
e, incluso, la necesidad, de “interrumpir procedimientos médicos costosos o
peligrosos, extraordinarios o desproporcionados”. En estas circunstancias,
apunta el joven doctor en teología moral y bioética, no considero que la
voluntad de los padres haya de ser “absolutamente vinculante”. Tampoco me parece
incuestionable que “defender la vida física a toda costa sea siempre un bien
para el enfermo”. Y entiendo que no estamos frente a una decisión tipificable
como eutanasia, sino, más bien, ante lo que la Iglesia católica considera que
es una legítima “interrupción de tratamientos médicos onerosos, peligrosos,
extraordinarios o desproporcionados a los resultados”. Lo que se pretende, en
sintonía, una vez más, con el magisterio eclesial, no es “provocar la muerte”,
sino rechazar “el encarnizamiento terapéutico”.
¿Cuándo es
licito, entonces, suspender la terapia? R. Massaro propone responder a esta
pregunta teniendo presente tanto la tradicional doctrina sobre la
proporcionalidad de medios como las aportaciones más recientes de R. McCormick
sobre las decisiones referidas al mantenimiento o apoyo vital de los recién
nacidos con graves malformaciones y su potencial relacional. Este jesuita
estadounidense sostiene que lo que está en juego no es el incalculable valor de
la vida, sino si este incuestionable valor tiene o no potencialidad para
subsistir físicamente y, así, participar del más alto de los bienes: disfrutar
de la relación con Dios y con el prójimo. Si un neonato no presenta ninguna
viabilidad para desplegar tales relaciones, entonces cualquier esfuerzo que se
realice por mantenerlo con vida ya no es obligatorio ni tampoco beneficioso
para el superior interés del niño.
Finalmente,
¿cómo se ha de proceder cuando, como es el caso, se pide recurrir a nuevas
terapias que no aseguran ninguna esperanza de cura y no garantizan ningún
potencial de relaciones significativas? Un enfermo, en estas condiciones, ¿ha
de quedar desatendido? Si la medicina ha fracasado en el tratamiento de
Charlie, concluye, no puede y no debe fracasar en procurar todas las posibilidades
que le permitan finalizar su existencia terrena de una manera digna. Por eso,
se le ha de facilitar que pueda disfrutar del cariño de sus padres, regresar
(si fuera posible) a su medio familiar, contar con la oración y cercanía de la
comunidad cristiana y ahorrarle, por supuesto, el sufrimiento que sea
humanamente posible.
He aquí una
aportación clarificadora, además de equilibrada, que se suma a otras habidas y
que puede ayudar cuando haya que enfrentarse a situaciones parecidas.
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