Jesús Martínez Gordo
Catedrático en teología
Había aceptado la
invitación para hablar sobre los llamados “corredores humanitarios” porque
sabía que iba a encontrarme con un auditorio no solo deseoso de información
sobre el drama de los refugiados, sino también dispuesto a implicarse en su
resolución o, cuando menos, en paliarlo.
Colgado el teléfono,
recordé que los “corredores” o “pasillos humanitarios” eran una excepcional
posibilidad recogida en nuestro ordenamiento jurídico para acoger e integrar,
de manera legal y segura, a personas en riesgo fundado de ser perseguidas por
motivos de raza, religión, nacionalidad, opinión política o pertenencia a un
determinado grupo social y, también, de género. Era una excelente noticia que
el presidente de la Conferencia Episcopal Española hubiera invitado al
presidente del gobierno español a facilitar la apertura de uno de ellos. Y que
hubiera presentado tal petición contando con el respaldo de la red Migrantes
con Derechos, integrada por Caritas, Confer, Justicia y Paz y la Comisión
Episcopal de Migraciones, juntamente con la comunidad de San Egidio, el “alma
mater” de esta iniciativa, ya en funcionamiento, tanto en Italia como en Francia.
Tenía pocas dudas de que la gran mayoría de las personas con las que me iba a
encontrar estaban dispuestas a echar una mano, si fuera preciso, en la acogida
e integración de los refugiados; sin duda alguna, el punto capital en el que se
jugaba el éxito o el fracaso de esta iniciativa. Algunos problemas habidos en
Italia invitaban a ser particularmente cuidadosos al respecto ya que no siempre
el discurso mediáticamente imperante coincidía con los sentimientos y actitudes
realmente existentes en algunas de las zonas de acogida e integración. Por
ello, me dije a mí mismo, que no estaría de más recordar, a quienes estuvieran
dispuestos a colaborar con la iniciativa, la importancia de este punto.
Pero, recapacitando, no
pude evitar hacer una posterior aproximación al drama de los refugiados: los
corredores humanitarios eran una solución de emergencia y, sin menospreciar,
para nada, su imperiosa necesidad, no pasaban de ser una gota en el océano de
dolor y muerte que son en nuestros días las migraciones. Era evidente que entre
sus destinatarios no estaban quienes migran por motivos económicos, es decir,
quienes quieren tener una vida mejor o, simplemente, poder comer todos los
días, por lo menos, una o dos veces. No me parecía aceptable invisibilizar a estas
personas ni a quienes, como Joseba, ponían su saber, su tiempo y sus recursos
en ayudarles. Dicho y hecho. Contacté con él y manifestó su disponibilidad para
hablar de lo que estaba pasando con los chavales que, siendo menores de edad y
buscando una vida un poco mejor, estaban llegando a estas tierras y que,
después de estar tutelados hasta los dieciocho años, tenían que buscarse la
vida a partir de esa edad. Me preguntó si su intervención podría ser a medias
con Ibrahím. “Encantado”, le contesté.
En el diálogo que ambos
mantuvieron “el día de autos” pudimos ver y escuchar a un joven a punto de
cumplir 20 años que, obnubilado por el nivel de vida de que hacían gala los
chicos de su pueblo que regresaban de visita a su aldea, quería, como ellos,
estudiar y trabajar en Europa, salir de la situación de miseria en la que vivía
y, si fuera posible, echar una mano a su familia. Escuchamos sus peripecias
para poder llegar a Nador (Marruecos), la estancia de meses allí buscando una
oportunidad que le permitiera pasar el Estrecho y llegar a la península oculto
en la parte superior de la rueda de un camión. Después, su llegada a Barcelona
y de allí, a Bilbao, porque tenía unos amigos. Luego, el ingreso en el centro
de menores de Amorebieta, el aprendizaje del castellano y el estudio de un
oficio. A los 18 años, a buscarse la vida, empezando por solicitar una ayuda de
330 euros, encontrar una habitación, tener un primer permiso de residencia por
dos años y seguir estudiando, a la espera de poder trabajar.
“Dentro de unos pocos meses, respondía Ibrahím con su castellano entrecortado,
dejaré de cobrar la ayuda económica y tendré que solicitar el segundo permiso
de residencia. Ya me han dicho que tengo imposible lograrlo: si no encuentro
trabajo, he de acreditar disponer de 2.130,04 euros mensuales para que me lo
concedan. Sin ese dinero mensual, pasaré
a ser una persona en situación ilegal y, por tanto, a ser expulsada”.
De vuelta a casa, Joseba
comentaba el proyecto de ayuda a estos jóvenes migrantes por motivos económicos
en el que estaba inmerso. El equipo de personas que le acompañaba, la dureza de
las situaciones que tenían que afrontar, la impotencia que les angustiaba, la
dureza de corazón que vehiculaba el actual reglamento de extranjería y su firme
determinación de estar al lado de ellos, en mi caso, “por imperativo
evangélico”. “No ha perdido ni un ápice de actualidad, me decía, la proclama de
Jesús de Nazareth”: ‘tuve hambre, y me disteis de comer’”.
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