La muerte de las religiosas de Aden revela, con sus rasgos más puros y
luminosos, la fuente y el corazón de la experiencia de martirio que
acompaña y nutre el camino de la Iglesia. Y también recuerda una imagen
muy importante para don Tonino Bello. Un artículo de Gianni Valente en La Stampa.
Margarita y Reginette eran de Ruanda, Anselma de la India y Judith de
Kenya. Las cuatro monjas de Madre Teresa asesinadas el viernes por la
mañana por un comando terrorista habían dejado sus países para acudir
las almas y los cuerpos de viejos y discapacitados musulmanes en Aden.
Lo hacían con espíritu de gratuidad total, con la población local que
las amaba y «admiraba su manera de servir a los demás sin considerar su
pertenencia religiosa, sino solamente la decisión de preferir a los que
tienen más necesidades», indicó su obispo, el fraile capuchino Paul
Hinder.
En las fotos de la masacre, en las que aparecen los
cuerpos de dos de ellas, se puede apreciar claramente que las monjas,
cuando fueron asesinadas, llevaban sobre su hábito religioso mandiles (delantales) de
cocina. Los mismos que se usan cuando se hacen trabajos en los que uno
se ensucia las manos, para evitar manchar la ropa.
Don Tonino
Bello, el obispo italiano que falleció en 1993, imploraba siempre que el
Señor hiciera callar «durante algunos años a los teólogos y a todos los
oradores» que llenan la Iglesia solo con discursos. Según su opinión,
más que estrategias palabreras y proyectos culturales, lo que necesitaba
la misión de la Iglesia era justamente el mandil: «Es el mandil
—repetía— lo que tenemos que ponernos como Iglesia. Tenemos que ponernos
el mandil de veras».
En la sugerente imagen del obispo de
Molfetta, no se evocaba el mandil de los masones (como ironizaban sus
«simpáticos» detractores), sino el paño que lleva Jesús atado y con el
que lava los pies de sus discípulos, antes de su Pasión. Según don
Tonino, ese era «el único paramento sacro que se nos recuerda en el
Evangelio». Y para todos los que dan respingos frente a una imagen de
Iglesia demasiado «sometida al mundo», recordaba que «la Iglesia del
mandil es la Iglesia que Jesús prefiere, porque Él hizo así. Volverse
siervos del mundo, caer al suelo como hizo Jesús, que rodó por el suelo
como un perro, que se pudo a lavarle los pies a la gente, los pies al
mundo. Esta es la Iglesia».
Las monjas mártires de Yemen fueron
asesinadas mientras llevaban puesto el mandil con el que todos los días
servían a los pobres y a viejos discapacitados musulmanes, por amor a
Cristo. No hacían proselitismo, no hacían discursos, desinfectaban las
llagas y ofrecían momentos de consuelo en vidas llenas de dolor. Ponían
en práctica el bien para todos. El odio que las mató no tiene ningún
motivo. Está tejido con la misma fibra del odio que llevó a la cruz a
Jesucristo. «Oderunt me gratis», dice el Salmo. «Me han odiado sin
motivo». No tenían ninguna razón para odiar a Jesús. «La Iglesia, entre
más se acerca a Jesucristo, más se hace partícipe de su Pasión», dijo el
obispo comboniano Camillo Ballin, Vicario apostolico de la Arabia
septentrional. Y añadió que quien se acerca más a Cristo «está
involucrado en su Pasión y en su muerte, para estarlo también en la
alegría e su victoria».
En el sufrimiento apostólico, el que San
Pablo llamaba «Tlipsis», hay un misterio que no puede ser explicado de
conformación a la Pasión gratuita de Jesús. La muerte de las monjas de
Aden revela, con sus rasgos más puros y luminosos, la fuente y el
corazón de la experiencia de martirio que acompaña y nutre el camino de
la Iglesia. Cada generación es salvada por sus mártires, que dan la
salvación de Cristo a los hombres de su época. Y cada uno de los
martirios siempre presenta motivos de orden polaco, sociológico, con los
que siempre hay que hacer cuentas para interpretar los signos de los
tiempos. Pero el martirio «in odium fidei» nunca se agota solo con las
condiciones políticas o culturales en las que es experimentado.
Frente
al milagro de salvación sugerido y contenido en toda auténtica
experiencia de martirio, parece reducido e incluso erróneo cualquier
enfoque que transforme a los mártires en testimonios de campañas
militantes con tintes de recriminaciones y reivindicaciones. La Iglesia
nunca ha fomentado campañas de protesta en «contra» del martirio.
Siempre a celebrado a sus mártires como vencedores.
De la misma
manera, todos los parloteos escandalizados que critican la poca atención
que la opinión pública, manipulada por los medios de comunicación,
dedica a los casos de martirios se demuestran estridentes con respecto a
la natura y a las dinámicas íntimas del martirio. Como si fuera ese el
problema. Como si el criterio de la «visibilidad mediática» contara como
un valor decisivo en el ámbito vertiginoso del martirio.
Que los
círculos de los entendidos no se den cuenta de las chispas de gracia
que alimentan el camino de la Iglesia en el tiempo, a final de cuentas,
es cosa de siempre. Si en tiempos de Tiberio César hubiera existido
internet, las redes sociales y todo el círculo mediático (con todo y
anexos «religiosos») probablemente tampoco habrían hablado sobre la
muerte sin gloria de un judío marginado, ajusticiado con el suplicio por
los soldados que ocupaban una provincia polvorienta y que estaba
lejísimos del imperio.
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