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jueves, 10 de marzo de 2016

Las monjas con mandil

La muerte de las religiosas de Aden revela, con sus rasgos más puros y luminosos, la fuente y el corazón de la experiencia de martirio que acompaña y nutre el camino de la Iglesia. Y también recuerda una imagen muy importante para don Tonino Bello. Un artículo de Gianni Valente en La Stampa.

Margarita y Reginette eran de Ruanda, Anselma de la India y Judith de Kenya. Las cuatro monjas de Madre Teresa asesinadas el viernes por la mañana por un comando terrorista habían dejado sus países para acudir las almas y los cuerpos de viejos y discapacitados musulmanes en Aden. Lo hacían con espíritu de gratuidad total, con la población local que las amaba y «admiraba su manera de servir a los demás sin considerar su pertenencia religiosa, sino solamente la decisión de preferir a los que tienen más necesidades», indicó su obispo, el fraile capuchino Paul Hinder.

En las fotos de la masacre, en las que aparecen los cuerpos de dos de ellas, se puede apreciar claramente que las monjas, cuando fueron asesinadas, llevaban sobre su hábito religioso mandiles (delantales) de cocina. Los mismos que se usan cuando se hacen trabajos en los que uno se ensucia las manos, para evitar manchar la ropa.

Don Tonino Bello, el obispo italiano que falleció en 1993, imploraba siempre que el Señor hiciera callar «durante algunos años a los teólogos y a todos los oradores» que llenan la Iglesia solo con discursos. Según su opinión, más que estrategias palabreras y proyectos culturales, lo que necesitaba la misión de la Iglesia era justamente el mandil: «Es el mandil —repetía— lo que tenemos que ponernos como Iglesia. Tenemos que ponernos el mandil de veras».

En la sugerente imagen del obispo de Molfetta, no se evocaba el mandil de los masones (como ironizaban sus «simpáticos» detractores), sino el paño que lleva Jesús atado y con el que lava los pies de sus discípulos, antes de su Pasión. Según don Tonino, ese era «el único paramento sacro que se nos recuerda en el Evangelio». Y para todos los que dan respingos frente a una imagen de Iglesia demasiado «sometida al mundo», recordaba que «la Iglesia del mandil es la Iglesia que Jesús prefiere, porque Él hizo así. Volverse siervos del mundo, caer al suelo como hizo Jesús, que rodó por el suelo como un perro, que se pudo a lavarle los pies a la gente, los pies al mundo. Esta es la Iglesia».

Las monjas mártires de Yemen fueron asesinadas mientras llevaban puesto el mandil con el que todos los días servían a los pobres y a viejos discapacitados musulmanes, por amor a Cristo. No hacían proselitismo, no hacían discursos, desinfectaban las llagas y ofrecían momentos de consuelo en vidas llenas de dolor. Ponían en práctica el bien para todos. El odio que las mató no tiene ningún motivo. Está tejido con la misma fibra del odio que llevó a la cruz a Jesucristo. «Oderunt me gratis», dice el Salmo. «Me han odiado sin motivo». No tenían ninguna razón para odiar a Jesús. «La Iglesia, entre más se acerca a Jesucristo, más se hace partícipe de su Pasión», dijo el obispo comboniano Camillo Ballin, Vicario apostolico de la Arabia septentrional. Y añadió que quien se acerca más a Cristo «está involucrado en su Pasión y en su muerte, para estarlo también en la alegría e su victoria».

En el sufrimiento apostólico, el que San Pablo llamaba «Tlipsis», hay un misterio que no puede ser explicado de conformación a la Pasión gratuita de Jesús. La muerte de las monjas de Aden revela, con sus rasgos más puros y luminosos, la fuente y el corazón de la experiencia de martirio que acompaña y nutre el camino de la Iglesia. Cada generación es salvada por sus mártires, que dan la salvación de Cristo a los hombres de su época. Y cada uno de los martirios siempre presenta motivos de orden polaco, sociológico, con los que siempre hay que hacer cuentas para interpretar los signos de los tiempos. Pero el martirio «in odium fidei» nunca se agota solo con las condiciones políticas o culturales en las que es experimentado.

Frente al milagro de salvación sugerido y contenido en toda auténtica experiencia de martirio, parece reducido e incluso erróneo cualquier enfoque que transforme a los mártires en testimonios de campañas militantes con tintes de recriminaciones y reivindicaciones. La Iglesia nunca ha fomentado campañas de protesta en «contra» del martirio. Siempre a celebrado a sus mártires como vencedores.

De la misma manera, todos los parloteos escandalizados que critican la poca atención que la opinión pública, manipulada por los medios de comunicación, dedica a los casos de martirios se demuestran estridentes con respecto a la natura y a las dinámicas íntimas del martirio. Como si fuera ese el problema. Como si el criterio de la «visibilidad mediática» contara como un valor decisivo en el ámbito vertiginoso del martirio.

Que los círculos de los entendidos no se den cuenta de las chispas de gracia que alimentan el camino de la Iglesia en el tiempo, a final de cuentas, es cosa de siempre. Si en tiempos de Tiberio César hubiera existido internet, las redes sociales y todo el círculo mediático (con todo y anexos «religiosos») probablemente tampoco habrían hablado sobre la muerte sin gloria de un judío marginado, ajusticiado con el suplicio por los soldados que ocupaban una provincia polvorienta y que estaba lejísimos del imperio.

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