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domingo, 11 de octubre de 2020

Nuevos nombramientos de obispos y “conversión eclesial”

 


Jesús Martínez Gordo

Después de veinticinco años al frente de la diócesis de Bilbao (quince con mons. Ricardo Blázquez y diez con mons. Mario Iceta) casi nadie niega -me dice un amigo- que estos obispos fueron enviados para reconducirnos al “buen camino” de la involución eclesial, formulada en el Sínodo de obispos de los Países Bajos (1980) y, a partir de entonces, ejecutada sin consideraciones de ninguna clase. 

Las “Conclusiones” de este singular y atípico Sínodo, celebrado en el Vaticano, bajo la presidencia de Juan Pablo II y los “pesos pesados” de la curia vaticana de aquel tiempo, han sido aplicadas -con penosos y más que lamentables resultados- no solo en Holanda, sino también en otros lugares. Y, por supuesto, en el País Vasco, la “Holanda del Norte”. Lo han hecho al pie de la letra, estando al frente de la Conferencia Episcopal el cardenal mons. Rouco, en armoniosa y cordial entente con diferentes nuncios en Madrid. El punto capital de aquel Sínodo (y de la hoja de ruta en que cuajó) ha venido siendo el nombramiento de obispos con un perfil ajustado a las susodichas “Conclusiones” que invito a leer detenidamente a los más interesados. Y el problema que había que atajar era la recepción del Vaticano II en curso. Es referencial al respecto la Asamblea Diocesana (1984-1987) de Bilbao y las propuestas votadas y aprobadas: una buena parte, ratificadas por los obispos de entonces (mons. Larrea y Uriarte) y otras, muy pocas, referidas a asuntos reservados a la Santa Sede, comunicadas por los obispos al Vaticano.

 

Estamos hablando de un acontecimiento (la Asamblea Diocesana) y de un “modus operandi”, sinodal y corresponsable, que encendió todas las alarmas en la Santa Sede, ocupada -como estaba, ya por aquellos años- en recepcionar involutivamente el Vaticano II y en aplicar la hoja de ruta “aprobada” en el famoso Sínodo holandés en la Santa Sede de enero de 1980. Por eso, no extraña que, desde el minuto uno, ni mons. Blázquez ni mons. Iceta quisieran saber nada de dicha Asamblea Diocesana ni, por supuesto de una nueva o, incluso, de un Sínodo (canónicamente, más controlable por ellos). Ya se sabe, el gato escaldado del agua huye…aunque sea fría. Ha habido quien me ha recordado que, siempre que se les preguntaba si habían recibido consignas al respecto, tanto mons. Blázquez como mons. Iceta respondían que no había nada de nada al respecto; que todo eran “fantasías conspiranoicas”. Y siempre, apunta quien me lo ha trasladado, recibían la misma o parecida réplica: es muy probable que no haya consignas porque Vds. -habida cuenta del perfil teológico, espiritual y pastoral que presentan- son la consigna.

 

El lector se puede imaginar cómo han sido estos veinticinco años: unos obispos que -síéndolo por el perfil que presentaban- se han encontrado con una buena parte (amplísima) de sacerdotes y de bautizados que han vivido su presidencia estos años como un castigo (no precisamente, divino). Supongo que tampoco le extrañará el exilio interior que les ha tocado vivir a estas personas, esperando poder atisbar algún día la tierra prometida de unos obispos menos pendientes de la curia vaticana y, efectivamente, “casados” con el pueblo de Dios, en este caso, en Bizkaia. Y supongo que, aunque les doliera (como a todos), el derrumbe de un catolicismo -cierto que más sociológico que personal- y el avance de una secularización cada día más agresiva, habrán tenido tiempo para reflexionar sobre la aceleración de este proceso, también provocado por sus nombramientos y por quienes los promovieron. Es probable que haya quien diga, me ha tocado escucharlo en diferentes ocasiones, que los “obispos- Messi” -capaces de echarse a la espalda la diócesis encomendada y liderarla en la senda abierta por el Vaticano II- se cuentan con los dedos de una mano. Y también he oído replicar, a quien sostenía esto último, que cuando se mira en otras diócesis del mundo (muchísimas en el Tercer Mundo, bastantes francesas y alemanas e, incluso, italianas) se pueden ver, por lo menos, obispos más “casados” con sus diócesis que los habidos estos últimos años entre nosotros.

 

Ya habrá ocasión para diagnósticos más detenidos y con más calma, una vez que pase este tiempo, que algunos denominan “inclemente”, y cicatricen las heridas. De momento, parece que estamos asistiendo al fin de una época que ha durado, como he adelantado, veinticinco años en la diócesis de Bilbao; espero que menos en la de San Sebastián y me gustaría que bastante menos en la de Vitoria. Y la verdad, es que la “medicina” aplicada ha sido un error manifiesto y sin paliativos de ninguna clase, tanto para los obispos directamente concernidos, como para nosotros y para la Iglesia en general. Por tanto, fin de una época e inicio de otra con el cardenal mons. Omella en el lugar del también cardenal mons. Rouco y con mons. Bernardito Auza en la Nunciatura de Madrid. Pero, sobre todo, con Francisco en la sede de Pedro.

 

Veremos, por el perfil de obispos que promuevan, cuál es su hoja de ruta. De momento, confieso que somos legión los bautizados a los que no nos está gustando nada el guion que están siguiendo: “¿Quién -me pregunta otro amigo- ha consultado a los católicos de Burgos, a los de Zaragoza o a los de Barcelona sobre los nuevos obispos que les imponen?”. La verdad, me he dicho, visto así, es evidente que no se está aplicando uno de los puntos más importante de una auténtica conversión eclesial; probablemente, el primero de todos: cambiar el sistema de elección de obispos. La Iglesia católica tiene un serio problema con la concepción y modo de ejercer la llamada “autoridad apostólica”. Y lo tiene porque chirría -cada vez más- con el protagonismo del pueblo de Dios y, como creciente reacción, con el adentramiento en lo que he llamado “exilio interior”, cuando no, con el abandono de la comunidad cristiana. No basta con decir -como acabo de leer hoy mismo a uno de los nominados- que la relación con sus nuevas diócesis será nupcial y, mientras, prelados nominados y nominadores (cierto que más los últimos que los primeros), siguen abonados al absolutismo. Este modo de ejercer la autoridad es, en el mejor de los casos, medieval, prestándose a nepotismos de toda clase. Y, por supuesto, para nada evangélica: “el que quiera ser el primero, que sea vuestro servidor” (Mc 9,35)

 

Por eso, no me extrañan algunas reacciones que he escuchado estos días, a pesar de que haya quien las interprete como una escenificación grandilocuente y hasta puede que minoritaria. He aquí la de un bilbaíno: “! Demos gracias a Dios por los que se van. Que tanta paz se lleven como descanso dejan ¡”. Las ha habido más descarnadas, pero me las reservo. Y he aquí la de un burgalés: “Dame el pésame. Creo que me voy a descolgar definitivamente de esto que algunos llamamos institución. No veo más que vueltas de tuercas en la misma dirección. Por aquí estábamos quienes creíamos que, después de mons. Hellín, ya no se atreverían a poner a otro de su perfil”. Y, le he contestado, ahora creo que más con el corazón que con la cabeza: “No olvides la máxima ignaciana, que tanto te gusta recordar, de que no hay que hacer mudanza en tiempo de crisis”. “Gracias por recordármelo, me ha contestado, pero la verdad es que parece que no hay nadie capaz de parar a esta gente”. Sí, ya sé que habrá reacciones más elogiosas. Pero creo que hoy hay que escuchar a los burgaleses que llevan decenios, como nosotros, los de la “Holanda del Norte, esperando un reajuste de la brújula eclesial y tienen dudas fundadas de que eso sea posible, al menos, para ellos.

 

Escuchándolos, me atrevo a comentar que si el Papa Francisco quiere “convertir el papado” (y de paso, la Iglesia), tiene que cambiar la elección de los obispos. Remito, por razones de brevedad, a lo que sostuve hace seis años, en el libro que titulé “La conversión del papado y la reforma de la curia vaticana. Cambio de rumbo” (2014, PPC, Madrid, pp. 175-178): la elección de los obispos ha sido -en la tradición más venerable y prolongada de la Iglesia- el resultado de un acuerdo “católico” entre la voluntad de los fieles directamente concernidos y la responsabilidad de la Sede Primada en velar y garantizar la unidad de fe y la comunión eclesial. Este criterio mayor, podría concretarse jurídicamente mediante un sencillo (y, a la vez, revolucionario) cambio del canon 377 & 1: “el Sumo Pontífice confirma a los Obispos que han sido legítimamente elegidos y, en circunstancias excepcionales, los nombra libremente”. 

 

Con esta sencilla inversión de oraciones, lo hasta ahora excepcional (la intervención del pueblo de Dios) pasaría a ser lo habitual. Y lo, hasta el presente, rutinario (nombramientos impuestos de obispos), sería lo extraordinario. Un pequeño cambio redaccional que, además de recuperar lo mejor de la tradición, permitiría hablar de una verdadera primavera eclesial. Y no sólo (siendo mucho) de una reforma en la cúpula vaticana. Obviamente, el papel, hasta el presente, jugado por los cabildos catedralicios tendría que ser desempeñado por el Consejo Pastoral Diocesano o por este último en unión con los Consejos Diocesanos de Laicos, del Presbiterio y de Religiosos y Religiosas, dejando siempre abierta la posibilidad, allí donde fuera posible, a una participación directa de todos los bautizados o, cuando menos, de todos los consejos pastorales de la diócesis, incluidos los parroquiales.

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