“Me taparé la boca con la mano. Me siento pequeño ¿qué replicaré?…” dijo Job (40,3) A lo largo de 37 capítulos había sido él quien le hacía preguntas a Dios hasta que, de pronto, cambia el tercio y es Dios quien se las hace: “El Señor replicó a Job desde la tormenta: (…) ¿Dónde
estabas cuando cimenté la tierra? ¿Quién cerró el mar con una puerta?
¿Has examinado la anchura de la tierra?
¿Sabes tú cuándo paren las
gamuzas o has asistido al parto de las ciervas? ¿Enseñas tú a volar al
halcón? ¿Puedes sacar las constelaciones a su hora?, ¿Puedes pescar con anzuelo al cocodrilo?” (38-39). Ni a Job ni a nosotros nos gusta toparnos con nuestros límites. Alardeamos de nuestros poderes, exhibimos las
conquistas de la tecnología, la proclamamos reina y señora de la
economía y de la política. “Somos los propietarios y dominadores del
planeta, estamos autorizados a expoliarlo”. “Pronto trascenderemos
nuestros límites biológicos”. “El 5G va a permitirnos una velocidad de
conexión inaudita”. “En 2045 el hombre será inmortal”. “Podremos parar
el envejecimiento con una sola inyección.”
Y, de pronto, llega el coronavirus propagándose, él sí, a la velocidad de 5G, y derriba violentamente cualquier suficiencia: pedimos con ansiedad información a los expertos pero ellos reconocen: “No sabemos cuál es su origen. No tenemos ni idea de cuál es la
fuente de infección ni tampoco el tiempo que tarda en incubarse. No hay
vacuna. No hay tratamiento específico”. – “Y entonces ¿qué podemos
hacer?”, preguntamos despavoridos. Las respuestas son simples: “Lávense
las manos; al toser o al estornudar, hay tápense la boca con un pañuelo
de papel y tírenlo. Si no tienen pañuelo, protéjanse con la manga y
luego laven la ropa. Y si tienen la suerte de encontrar una mascarilla,
se la ponen”.
Justo lo mismo que hizo Job. Quizá nos sirva también a reconocer lo pequeños que somos.
Tomado de https://www.rscj.es/
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