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sábado, 19 de mayo de 2018

La complicidad de la Iglesia vasca

Marcha por la Paz  Ziortza 2013

Jesús Martínez Gordo

El pasado 20 de abril ETA reconocía haber causado “daño” en el marco de un “sufrimiento desmedido” que ya “imperaba” antes de que hubiera nacido (“muertos, heridos, torturados, secuestrados o personas que se habían visto obligadas a huir al extranjero”) y que seguía subsistiendo una vez “abandonada la lucha armada”. Mostraba, seguidamente, su “respeto” por los muertos y heridos de sus “acciones” y pedía perdón a las víctimas que había provocado sin que hubieran participado directamente en el conflicto. 

Manifestando “respeto” por unas y pidiendo “perdón” a otras, establecía una diferenciación entre ellas y dejaba entrever la razón de fondo del comunicado: hemos perdido una batalla, pero no la guerra (es de suponer que solo política a partir de ahora). Y, como es sabido, en todas las batallas siempre hay víctimas que se merecen el “respeto” de quien agrede o repele e inevitables “daños colaterales” por los que hay que pedir “perdón”, aunque no guste. A las pocas horas de conocerse esta declaración, los obispos de San Sebastián, Bilbao y Vitoria, junto con los de Pamplona y Bayona, sostenían que en el seno de la Iglesia vasca se habían dado “complicidades, ambigüedades y omisiones” con la violencia terrorista. Pedían, por ello, “sinceramente perdón”.

El dolor provocado por esta declaración episcopal ha sido enorme entre muchos de los católicos vascos que han permanecido durante décadas en las primeras filas del pacifismo o que han defendido, contra viento y marea, la urgencia de reconducir el llamado “problema vasco” a parámetros estrictamente políticos o que, incluso, han llegado a sufrir en sus propias carnes la violencia, las amenazas, las extorsiones, el terror y el hostigamiento de ETA. Estas personas no solo no han sido cómplices con ETA, sino que la han padecido y “combatido” con todas sus fuerzas. Es cierto, sostienen, que hubo quienes durante los últimos estertores de la dictadura franquista invisibilizaron “la lógica militarista” y a las víctimas de la violencia etarra. Pero es también incuestionable que se empezaron a superar tales ocultamientos -de manera lenta pero inexorable- en cuanto la democracia pasó a ser una realidad en el País Vasco y en España. Fue entonces cuando, al iniciarse un proceso de normalización democrática, se comenzó a poner en su sitio a ETA y su “mística” supuestamente “liberadora”. Sobre todo, cuando la violencia se tornó ciega e indiscriminada y la patria o la libertad pasaron a convertirse en absolutos que acababan justificando la muerte; incluso, de niños. A partir de ese momento la inmensa mayoría de la Iglesia (y de la sociedad) vasca asumieron un indudable protagonismo en la promoción militante de la paz y de la reconciliación, así como en la deslegitimación de la violencia y del terror.

¿Por qué, se preguntan estas personas, los obispos vascos no han ofrecido una valoración de urgencia sobre la diferenciación que ETA establece entre víctimas a las que “respetar” y víctimas a las que “pedir perdón”? ¿Por qué no se han comprometido en favorecer un relato argumentadamente fundado sobre la actuación de la Iglesia vasca, más allá de estereotipos al uso? Y, sobre todo, ¿por qué se han manifestado de manera tan desafortunada y nada ponderada? Son muchas y diferentes las respuestas que se pueden escuchar sobre esta última cuestión. Retengo dos.

Según la primera, la más amable, en el origen de este precipitado comunicado estaría la decisión de moverse rápidamente y no quedar desbordados por otra cascada de críticas, semejante a la que se dio cuando decidieron ausentarse de lo que se denominó “la escenificación del desarme de ETA” (Bayona, abril, 2017). Según la segunda, menos amable, los actuales obispos vascos habrían sido promovidos a tal responsabilidad porque presentaban un perfil en el que eran previsibles pronunciamientos como el habido que, por si pareciera poco lo allí denunciado, descalifican además la gestión de quienes les han precedido al frente de las diferentes diócesis vascas y parecen desconocer su magisterio al respecto: “Una ética para la paz (Los obispos del País Vasco 1968-1992)” (S. Sebastián, Idatz, 1992). No es extraño, llegan a sostener, que personas con un perfil tan poco ecuánime tiendan a pasarse o de frenada (como así sucedió el año pasado) o de aceleración (como ha ocurrido estos últimos días). No acaban de encontrar la mesura requerida ni en éste ni en otros asuntos más domésticos o pastorales.

Finaliza un tiempo y se abre otro en el que seguir reparando el enorme daño causado a todas las victimas (sin excepciones) y en el que se ensayarán, además, nuevas articulaciones (económicas y políticas) entre unidad, libertad y solidaridad. Quienes vivimos y entendemos la catolicidad como equilibrio permanentemente inestable y, por ello, fuente de una enorme pluralidad, podemos afrontarlo con ilusión y creatividad. Nos gustaría poder contar en tal tarea con los obispos. Sean éstos u otros.

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