Marcha por la Paz Ziortza 2013 |
Jesús Martínez Gordo
El pasado 20 de abril
ETA reconocía haber causado “daño” en el marco de un “sufrimiento desmedido”
que ya “imperaba” antes de que hubiera nacido (“muertos, heridos, torturados,
secuestrados o personas que se habían visto obligadas a huir al extranjero”) y
que seguía subsistiendo una vez “abandonada la lucha armada”. Mostraba,
seguidamente, su “respeto” por los muertos y heridos de sus “acciones” y pedía
perdón a las víctimas que había provocado sin que hubieran participado
directamente en el conflicto.
Manifestando “respeto” por unas y pidiendo
“perdón” a otras, establecía una diferenciación entre ellas y dejaba entrever
la razón de fondo del comunicado: hemos perdido una batalla, pero no la guerra
(es de suponer que solo política a partir de ahora). Y, como es sabido, en
todas las batallas siempre hay víctimas que se merecen el “respeto” de quien
agrede o repele e inevitables “daños colaterales” por los que hay que pedir
“perdón”, aunque no guste. A las pocas horas de conocerse esta declaración, los
obispos de San Sebastián, Bilbao y Vitoria, junto con los de Pamplona y Bayona,
sostenían que en el seno de la Iglesia vasca se habían dado “complicidades,
ambigüedades y omisiones” con la violencia terrorista. Pedían, por ello,
“sinceramente perdón”.
El dolor provocado por
esta declaración episcopal ha sido enorme entre muchos de los católicos vascos
que han permanecido durante décadas en las primeras filas del pacifismo o que
han defendido, contra viento y marea, la urgencia de reconducir el llamado
“problema vasco” a parámetros estrictamente políticos o que, incluso, han
llegado a sufrir en sus propias carnes la violencia, las amenazas, las
extorsiones, el terror y el hostigamiento de ETA. Estas personas no solo no han
sido cómplices con ETA, sino que la han padecido y “combatido” con todas sus
fuerzas. Es cierto, sostienen, que hubo quienes durante los últimos estertores
de la dictadura franquista invisibilizaron “la lógica militarista” y a las
víctimas de la violencia etarra. Pero es también incuestionable que se empezaron a superar tales ocultamientos -de manera lenta
pero inexorable- en cuanto la democracia pasó a ser una realidad en el País
Vasco y en España. Fue entonces cuando, al iniciarse un proceso de
normalización democrática, se comenzó a poner en su sitio a ETA y su “mística”
supuestamente “liberadora”. Sobre todo, cuando la violencia se tornó ciega e
indiscriminada y la patria o la libertad pasaron a convertirse en absolutos que
acababan justificando la muerte; incluso, de niños. A partir de ese momento la
inmensa mayoría de la Iglesia (y de la sociedad) vasca asumieron un indudable
protagonismo en la promoción militante de la paz y de la reconciliación, así
como en la deslegitimación de la violencia y del terror.
¿Por qué, se preguntan
estas personas, los obispos vascos no han ofrecido una valoración de urgencia
sobre la diferenciación que ETA establece entre víctimas a las que “respetar” y
víctimas a las que “pedir perdón”? ¿Por qué no se han comprometido en favorecer
un relato argumentadamente fundado sobre la actuación de la Iglesia vasca, más
allá de estereotipos al uso? Y, sobre todo, ¿por qué se han manifestado de
manera tan desafortunada y nada ponderada? Son muchas y diferentes las
respuestas que se pueden escuchar sobre esta última cuestión. Retengo dos.
Según la primera, la más
amable, en el origen de este precipitado comunicado estaría la decisión de
moverse rápidamente y no quedar desbordados por otra cascada de críticas,
semejante a la que se dio cuando decidieron ausentarse de lo que se denominó
“la escenificación del desarme de ETA” (Bayona, abril, 2017). Según la segunda,
menos amable, los actuales obispos vascos habrían sido promovidos a tal
responsabilidad porque presentaban un perfil en el que eran previsibles
pronunciamientos como el habido que, por si pareciera poco lo allí denunciado,
descalifican además la gestión de quienes les han precedido al frente de las
diferentes diócesis vascas y parecen desconocer su magisterio al respecto: “Una
ética para la paz (Los obispos del País Vasco 1968-1992)” (S. Sebastián, Idatz,
1992). No es extraño, llegan a sostener, que personas con un perfil tan poco
ecuánime tiendan a pasarse o de frenada (como así sucedió el año pasado) o de
aceleración (como ha ocurrido estos últimos días). No acaban de encontrar la
mesura requerida ni en éste ni en otros asuntos más domésticos o pastorales.
Finaliza un tiempo y se
abre otro en el que seguir reparando el enorme daño causado a todas las
victimas (sin excepciones) y en el que se ensayarán, además, nuevas
articulaciones (económicas y políticas) entre unidad, libertad y solidaridad.
Quienes vivimos y entendemos la catolicidad como equilibrio permanentemente
inestable y, por ello, fuente de una enorme pluralidad, podemos afrontarlo con
ilusión y creatividad. Nos gustaría poder contar en tal tarea con los obispos.
Sean éstos u otros.
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