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sábado, 19 de noviembre de 2011

Autos de fe en internet

Creía que la única actividad de riesgo que practicaba por voluntad propia era el senderismo. Pero eso fue hasta que entré en algunas webs y foros en Internet y sentí el vértigo de deslizarme por un torrente de aguas salvajes y sulfurosas. ¡Santo Dios!; escribe José Lorenzo en Vida Nueva.





Es verdad que nada más comenzar la navegación, aparecen señales de turbiedad que impiden calibrar el calado de donde se va a meter uno. Pero bueno, se sigue adelante porque si aparece la imagen del Papa, algún obispo, una Virgen o un santo de devoción universal y contrastada, se intuye que no puede ser la web de Sálvame (aunque aquí también te quieran salvar) ni la del excatolicísimo Enric Sopena, porque tampoco hay sitio para la pluralidad en este lugar.

Casi sin darse cuenta se ve uno envuelto en un torbellino de apologética que te arrastra sin transición a un cañón de aguas bravas, espumada de comentarios donde el denominador común es el ansia de verdad absoluta y la total falta de caridad.

En los estrechos márgenes hay chispeantes piras para los autos de fe correspondientes. Las hay para monjas jóvenes que llevan toca pero que están desnortadas o para viejas que visten de calle pero que, sin duda, están poseídas porque las han visto reír y bailar; las hay también para curas que no se recatan en hablar más del Evangelio que del Código de Derecho Canónico; para teólogos a los que se pone en el punto de mira (con copia a quien corresponda) por tratar de ensanchar el conocimiento de un Dios que se hizo hombre; para pastores poco sumisos que aún no han pedido a sus feligreses comulgar haciendo el pino puente…

Martín Descalzo, que también gastaba genio según recuerdan quienes le trataron directamente, ya tenía calada a esta especie, que entonces vertía en cuartillas su santo odio. Pensado en ellos, y en esa “fanática pasión por la verdad” que engendra monstruos, decía, citando un proverbio libanés: “Si el camello pudiera ver sus jorobas, caería al suelo de vergüenza”.

En el nº 2.777 de Vida Nueva.