Agur, es decir, salve y adiós, y más: respeto y honor. Agur, Iñaki, en todos los sentidos, con toda mi alma.
Compartimos mesa, oración y trabajo en las entrañas más profundas
de nuestro querido Arantzazu durante catorce años. Te admiré casi desde
niño, mucho antes de conocerte, al leer un poema en euskera escrito por
ti en la revista del seminario franciscano. Cuando te conocí, te admiré
mucho más.
Eras muy grande. Y no solo por tu 1,88 metros de altura y tu
ancha y fuerte complexión, sino por todo lo demás sobre todo: tu aguda
inteligencia, tu extraordinaria oratoria, tu sensibilidad estética, tu
capacidad de trabajo, tu creatividad inagotable, y tu disponibilidad
para todo lo que se te pidiera, pues nunca decías que no. Y, en medio de
todo eso, tu andar siempre tranquilo. Poseías la difícil facilidad. Y
algo más grande todavía: un alma tierna de niño, que tu firmeza nunca
alcanzó a ocultar y que disimulabas cada vez menos. La lágrima se te
volvió fácil.