Me refiero a la crisis
socioeconómica, al abordaje sociopolítico de la misma y a sus secuelas;
y, salvo contadas excepciones, a nuestro clamoroso silencio ante todo
ello como cristianos y cristianas, como Iglesia que nos reclamamos de
Jesús de Nazaret. Escribe Gullermo Múgica en Noticias de Navarra.
Considero que dicho silencio no tiene justificación
alguna, que mina la credibilidad del mensaje evangélico que proclamamos y
que, objetivamente, nos hace cómplices de una situación de injusticia
manifiesta. Bien sé -me apresuro a reconocerlo- que, inmediatamente,
alguien va a hacerme la pregunta: ¿de dónde sacas que la situación es
injusta? Me limitaré a contestar con las palabras de un gran profeta y
mártir de nuestro tiempo. Uno de esos mártires que, en América Latina,
llaman "del Reino" para distinguirlos de los mártires denominados "de la
fe", y arzobispo además él. Decía: "A la injusticia le pasa como a las
serpientes, sólo pican a quienes van descalzos". Por eso, basta con ver
los destrozos en las vidas de los pobres y de los sectores más débiles
de esta sociedad para concluir que la causa no puede ser otra ni puede
admitir otro diagnóstico que no sea la mordedura de la víbora de la
injusticia. Ya es inadmisible que la economía se haya convertido en un
territorio de serpientes. Pero, si lo es, resulta inaceptable que se
fuerce a tanta gente a caminar con los pies desnudos. Y eso es lo que
está ocurriendo.
Sabemos que el poder es de muchas clases: físico, económico,
político, social, intelectual, moral, espiritual… Y que sus fuentes, por
consiguiente, pueden ser diversas. Pero cualesquiera que sean las
mismas, el poder, sociológicamente considerado, tiene siempre una
sustancia común: la capacidad de orientar e incidir en la voluntad de
otros e, incluso, doblegarla -que diría el profesor Salvador Giner-.
Pues bien, aunque nunca lo acepte explícitamente, pues dice que lo suyo
es servicio, la Iglesia tiene de hecho un poder. No admitirlo hace que
no someta a discernimiento evangélico, como sería su deber, el poder
real que tiene y ejerce. Y, puesto que el mismo está ahí, la pregunta
importante es a favor de quién se apuesta ese poder, qué juego se le da
al mismo. Y lo que muchos y muchas creemos es que, en los últimos
tiempos especialmente, ha sido puesto descaradamente al servicio de los
de arriba y no de los de abajo. Nos hemos olvidado quizás de que, como
Iglesia, no tenemos mejor modo de desembarazarnos del poder que se nos
haya ido adhiriendo que poniéndolo al servicio de los maltratados por la
sociedad. Y de su causa, que no es otra que la justicia. Si así lo
hacemos, quienes nos reconocieron u otorgaron aquel poder, bien pronto
nos lo quitarán. Cierto que la Iglesia tiene una vocación universal.
Pero esta es falaz si no prioriza a los últimos. Y no porque sean buenos
o mejores -¿quién lo sabe?, ¡bastante tienen con su desgracia!-, sino
porque eso fue lo que hizo Jesús y así mostró su amor incondicional.
Se me dirá que si hay algo en lo que hoy brilla la Iglesia es
justamente en el cuidado de los pobres. Y hay mucho de verdad en ello.
Pero permítanme tan sólo dos apuntes al respecto. No es suficiente con
que nos ocupemos de las personas que sufren, si no ponemos en evidencia y
denunciamos las causas y a los causantes de su sufrimiento. Éste es el
primer apunte. El segundo tiene que ver con la justicia en su relación
con la caridad. De dicha justicia y del riesgo que corre la caridad de
ser mal entendida, principalmente en "el ámbito social, jurídico,
cultural, político y económico", dice Benedicto XVI que la justicia es
"la primera vía de la caridad", "su medida mínima" y que "no puedo dar
al otro de lo mío sin haberle dado en primer lugar lo que en justicia le
corresponde" (La caridad en la verdad, nn. 2 y 6).
Hace más de dos décadas que en nuestra Diócesis se realizó,
con largo tiempo de preparación y amplia participación, un Sínodo
Diocesano. Una de sus conclusiones apuntaba a la necesidad de activar
una reacción frente al creciente debilitamiento observado de la
conciencia social. Tras el tiempo transcurrido, las cosas no sólo no han
mejorado, sino que han ido empeorando. Se suprimió el Secretariado
Social, se eliminó la delegación de Justicia y Paz, no se impulsó, sino
que se impidió más bien, la implantación en la Diócesis de una Pastoral
Obrera, a pesar de contar esta y seguir contando con todas las
bendiciones de la Conferencia Episcopal; el movimiento HOAC, de tan
histórica y significativa trayectoria en nuestro medio, languidece…, y
así sucesivamente. Sé que no es esta la única realidad, que son muchos
los cristianos y cristianas entregados a la causa de la justicia y la
solidaridad, y que yo menos que nadie puedo permitirme la osadía de
creerme solidario y justo señalando con el dedo a los demás. Si alzo la
voz es porque todos debemos a los pobres una reacción valiente y
decidida.