Jesús Martínez Gordo
No me extraña, viendo los intereses que también mueven a los medios de comunicación, que la guerra de Ucrania haya pasado a un segundo plano, así como las posiciones que –políticamente atípicas- siguen manteniendo, entre otros, el intelectual y politólogo estadounidense Noam Chomsky; el coronel del ejército suizo, experto en inteligencia militar y adjunto en la OTAN durante 5 años, Jacques Baud y, de manera particular, Francisco.
No deja de sorprenderme que el Papa lleve tiempo dando largas a las reiteradas
invitaciones que le ha dirigido Volodimir Zelensk, supongo que porque no quiere
quedar atrapado en el discurso de este desmedidamente mediático -y un tanto
frívolo- presidente ucraniano. Lo prueba el hecho de que Francisco haya dado
una respuesta que no ha gustado a casi nadie en Ucrania y que, por lo que
sabemos, no ha tenido acogida en Rusia: le gustaría viajar, primero, a Moscú,
y, luego, a Kiev.
El
arzobispo Paul Richard Gallagher, Secretario para las relaciones con los Estados, algo así como
el ministro de exteriores del Vaticano, informó pocos días después, conocidas algunas
reacciones a este deseo papal, que el obispo de Roma podría ir a Ucrania en
agosto o septiembre, una vez evaluado su estado de salud tras el viaje a
Canadá. Supongo, nuevamente, que es posible que haya tenido mucho que ver en
este cambio de parecer vaticano -pero no, papal- la reacción del arzobispo católico
de rito latino en Lviv, Mieczysław Mokrzycki: “Sería un desastre”, ha declarado,
que “visitara primero Rusia y luego Ucrania”. “Nuestros creyentes dicen que uno
debe dirigirse primero a la víctima del accidente, al que está sufriendo, y
solo luego al que causó el accidente”.
Pues
bien, finalizada, como ha llamado el Papa a su último desplazamiento, “la
peregrinación penitencial” a Canadá, hemos sabido que viajará a Kazajistán, del
13 al 15 de septiembre, pero nada sobre ir a Moscú y/o Kiev. Entiendo, escuchando
sus declaraciones en el avión que le traía de Canadá, que mantiene la posición reseñada.
La ha vuelto a recordar el pasado 31 de julio: “si se mira la realidad con
objetividad, ha recordado, teniendo en cuenta el daño que cada día de guerra supone
para esa población, pero también para el mundo entero, lo único razonable sería
parar y negociar”. Son unas palabras que percibo en total sintonía con las
formuladas un poco antes, el 3 de julio: “El mundo necesita paz”. No, la basada
“en el equilibrio de las armas, en el miedo mutuo”, sino la construida sobre
“un proyecto de paz global” entre pueblos y civilizaciones que dialogan entre
sí y se respetan. Y las encuentro particularmente coherentes con las dirigidas
a los participantes en la “Conferencia de la Juventud de la UE, celebrada en
Praga, entre el 11 y 13 de julio: “debemos comprometernos todos a poner fin a
estos estragos de la guerra, donde, como siempre, unos pocos
poderosos deciden y envían a miles de jóvenes a luchar y morir. ¡En casos
como este es legítimo rebelarse!”
Y, por
si alguien tuviera alguna duda sobre lo que quería transmitir, les puso un ejemplo,
el de Franz Jägerstätter: este joven campesino austriaco, casado y con tres
hijos, se opuso -movido por su fe católica- a la orden de jurar lealtad a
Hitler e ir a la guerra. “Cuando le llamaron, prosiguió Francisco, se negó
porque sintió que era injusto matar vidas inocentes. Esta decisión desencadenó
duras reacciones hacia él por parte de su comunidad, del alcalde e, incluso, de
familiares. Un sacerdote trató de disuadirlo por el bien de la familia. Todos
estaban en su contra, excepto su esposa, Francisca, quien, muy consciente de los
terribles peligros, siempre estuvo del lado de su marido y lo apoyó hasta el
final. A pesar de los intentos de persuasión y de las torturas, Franz prefirió ser
asesinado que matar. Consideraba la guerra totalmente injustificada. Si todos
los jóvenes llamados a las armas hubieran hecho lo mismo que él, Hitler no
habría podido realizar sus diabólicos planes. El mal necesita cómplices para
ganar”.
La suya
es una voz disidente. Y lo es, porque está convencido de que la única salida es
“parar y negociar”, habida cuenta de que “unos pocos poderosos deciden y envían
a miles de jóvenes a luchar y morir”, haciéndolos “cómplices del mal”. No me
extraña que esta posición desagrade profundamente a muchas personas e
instituciones, vistos los numerosos intereses en juego. Y no me sorprende que
estas palabras de Francisco, como otras del estilo, tengan muy poca cobertura
mediática. Es preferible entretenerse, por ejemplo, en especular sobre cuándo va
a renunciar o en por qué Doña Letizia no se santigua o recrearse
en sintetizar los improperios que determinados medios profieren contra él
mientras se desarrolla, como ha denunciado, una “tercera guerra mundial a trozos”.
No creo que le den el premio Nobel de la paz, por más que se lo merezca. Me contento con que no
lo acusen -como a Sócrates- de corruptor de jóvenes o con que no le administren
una considerable dosis de cicuta, antes de que comunique su renuncia, que,
¡ojalá! sea más tarde que pronto.
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