Jesús Martínez Gordo
Sí,
falible, es decir, que se equivoca y que, por ello, tiene que rectificar porque
ha realizado un comentario improcedente o ha tomado una decisión errónea. Es lo
que acabamos de constatar, no hace muchos días, en el transcurso de su visita a
Chile y Perú. A preguntas de una periodista, sobre qué tenía que decir acerca
del obispo J. Barros (acusado de encubrir los abusos del cura F. Karadima),
Francisco declaró, de manera contundente y enojado, que hablaría el día que le
trajeran “una prueba” porque lo aportado hasta el presente era “todo calumnia”.
Para sorpresa de propios y extraños, el cardenal de Boston y máximo responsable
de la lucha contra la pederastia, Sean O’Malley, le criticó en púbico porque
sus palabras habían sido “fuente de gran dolor” para las víctimas de abusos
sexuales
Pero,
una vez más, en la rueda de prensa que el papa Bergoglio mantuvo con los
periodistas en el avión de regreso, volvió a dar la campanada al pedir perdón
si había “herido a las víctimas de abusos”. “Mi expresión, reconoció, no fue
feliz”. Y, ya en Roma, ha enviado a Chile al arzobispo Charles J. Scicluna,
encargándole “escuchar a quienes han manifestado su voluntad de dar a conocer
elementos que poseen en torno a la posición del obispo de Osorno, Mons. J.
Barros”. La investigación realizada en su día por este arzobispo maltés con las
víctimas de Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo, fue
determinante en la condena del pederasta mejicano. Como también lo fue en la de
F. Karadima por “abuso de menores” y por crear “súbditos psicológicos suyos”,
tal y como se ha podido mostrar “de modo inequívoco” -sostuvieron los jueces de
la Santa Sede- en los testimonios aportados en “la investigación previa”.
Ante esta rectificación,
han sido numerosas las reacciones. Están, en primer lugar, las de quienes han
disfrutado -y mucho- por esta “metedura de pata” de Francisco. Es, se les ha
oído decir, una clara señal de que empieza estar acartonado y de que comienza a
pagar, ¡ya era hora! el precio del populismo al que se ha abonado desde el
primer día en que fue elegido. Están, en segundo lugar, quienes, católicos o
laicistas, se encuentran desconcertados. Los católicos, porque echan de menos
en el actual papa algo de la seguridad e, incluso, obstinación que les
fascinaba de sus antecesores en la silla de Pedro. Los laicistas, porque les
molesta ver cómo se derrumba el estereotipo de un papa
“sabe-lo-todo-por-ciencia-infusa” al que, cargados de razones y con buen humor,
“daban estopa”. Unos y otros están asociados (por diferentes razones y motivos)
a lo que, desde hace décadas, se tipifica como “papolatría” e “infalibilismo”;
dos extrapolaciones puestas en circulación por la “Civiltà Cattolica” (la
revista de los jesuitas) finalizando el siglo XIX: cuando “habla el sucesor de
Pedro, sostenían los hijos de S. Ignacio en aquellos años, es Dios quien lo
hace por medio de él”.
Es cierto, recuerdan los
críticos de esta inaceptable extrapolación, que en 1870 (Vaticano I) se
reconoció al papa la capacidad para tomar decisiones por sí mismo (“ex sese”) y
sin necesidad de consenso alguno por parte de la Iglesia en situaciones
excepcionales en las que no fuera posible preservar la libertad y la unidad de
manera colegial y sinodal. La infalibilidad papal, así entendida, vendría a ser
como una especie de “bomba atómica”, a la vez, preventiva y disuasoria. Pero
también lo es que, desde entonces, se ha venido incrementando el número de
quienes se decantan por una extensión de esta infalibilidad, excepcional, a
todas las decisiones ordinarias, magisteriales y gubernativas, de los papas y
de su curia, obviando que “Roma” también se equivoca. Y, a veces, ¡de qué
manera! Es lo que ha mostrado Francisco con su petición de perdón.
Rectificando, ha dado un primer paso para superar la “papolatría y el
“infalibilismo” que todavía se enseñorean de muchos, dentro y fuera de la
Iglesia.
Pero, sin dejar de
reconocer la importancia de este primer paso, es indudable que sigue estando
pendiente la “conversión” del papado; lo que supone dejar de ser una especie de
“super-obispo” del mundo para pasar a ser lo que realmente es: el obispo de
Roma. Y que, por serlo, tiene la responsabilidad de cuidar la unidad en la fe y
la comunión eclesial, reservando su intervención en otras iglesias solo en
situaciones y por razones excepcionales. Pero, además, tampoco se puede ignorar
que el papa y su curia se ahorrarían éstos y otros muchos problemas si los
católicos intervinieran en el nombramiento de sus respectivos obispos,
presentando -previa consulta a todos ellos- una terna para que el sucesor de
Pedro eligiera uno de entre los propuestos. La llamada “conversión” del papado
y la superación de la “papolatría” y del “infalibilismo” (propios o ajenos)
también requiere adoptar medidas de este estilo. Somos millones los que
agradeceríamos alguna rectificación en este sentido. Y, cuanto antes, mejor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario