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Jesús Martínez Gordo
Catedrático en teología
A los pocos días de ser elegido, el papa Francisco ya ofreció la
primera y más importante pista de que su pontificado no iba a estar presidido
por la “verdad innegociable” de la “ley moral natural”, sino por la
misericordia. Lo manifestó el domingo siguiente a su elección: el cardenal W.
Kasper le había regalado, antes del Cónclave, un libro que había escrito sobre
la misericordia. Su lectura le había “hecho mucho bien” porque le mostraba
argumentadamente que ése era el “nombre de nuestro Dios” y que “un poco de
misericordia”, prosiguió, podía cambiar también el mundo o, como mínimo,
hacerlo “menos frío y más justo”.
A partir de esta confesión, se reabría el debate sobre la
representación menos inadecuada para hablar de Dios. En el cristianismo
contemporáneo existen muchos imaginarios al respecto. Pero hay dos
particularmente potentes. Se encuentra, en primer lugar, la idea de un juez que
procede implacablemente en conformidad con el cumplimiento, o no, de la ley. El
fundamento del mismo lleva a la observancia de los diez mandamientos y a la
importancia ineludible de las obras. Es una representación que cuenta con un
enorme arraigo y que ofrece, a la vez, una indudable fuerza para configurar la
vida, por lo menos, católica, aunque presenta problemas para eludir el riesgo
del rigorismo. Pero también existe, en segundo lugar, el imaginario de un Dios
acogedor y comprensivo que se vislumbra, por ejemplo, en la parábola del hijo
pródigo y en el caso de la mujer sorprendida en adulterio. A diferencia del
anterior, en éste el acento no recae sobre la ley, las obras o el temor, sino
sobre el reconocimiento de la fragilidad personal y la confianza en un Dios
que, percibido como una madre o como un padre comprensivo y acogedor, corre el
riesgo de acabar siendo -cuando relega la norma- algo así
como una abuela o un abuelo desmedidamente consentidor ante las “tropelías” u
omisiones de sus nietos.
La posibilidad de un encuentro entre ambas representaciones remite a un
viejo y penoso debate que alcanzó uno de sus momentos álgidos en tiempos de M.
Lutero (1483-1546) y que vino acompañado de infinidad de encendidas discusiones
porque casi siempre se buscaba disolver en el propio imaginario el alternativo,
no concediéndose oportunidad alguna a la articulación de la indudable
importancia de las obras (“católicas”)
con la no menos innegable centralidad (“luterana”) de la acogida sin
contrapartidas.
Francisco, al recuperar la misericordia como el nombre de Dios, retoma
los ensayos de aproximación que buscan articular lo mucho y bueno de cada
imaginario con el fin de alcanzar otro más integrador o armónico. En efecto,
desde la finalización del Vaticano II se viene escuchando que para ser un buen
“católico” hay que ser un poco “luterano”, es decir, que es preciso reconocer
la vida no tanto como una permanente e interminable conquista, sino como un
regalo de Dios, una gracia. Las obras no pueden ser realizadas como meros
medios para superar el juicio divino o para acallar un insuperable temor, sino
como respuesta agradecida al amor antecedente de Dios que es, ante todo y,
sobre todo, manos tendidas y brazos abiertos. Este es el punto que descuidan
quienes acusan al actual papa de hacer el caldo gordo al luteranismo. Y, por
supuesto, también se puede escuchar que para ser un buen “luterano” hay que ser
un poco “católico”, es decir, que el amor gratuito de Dios no justifica, de
ninguna manera, indolencia alguna. Y menos, cuando el sufrimiento, la
desolación y la muerte antes de tiempo siguen campando por sus fueros. He aquí
el punto crítico del laxismo (irresponsable) que ronda a algunas iglesias
luteranas. En definitiva, y parafraseando a San Juan de la Cruz, “al atardecer
de la vida” no solo se nos va a examinar “en el amor” (con los luteranos), sino
también “del amor” (con los católicos). Por tanto, no es posible renunciar a
las obras, cuando menos, como modesta, pero agradecida, respuesta al amor
antecedente y descolocante.
En la percepción que Francisco tiene de Dios, el centro ya no lo ocupan
ni la gracia ni las obras por separado, sino la misericordia. Y ésta es conjunción
de gracia antecedente y de obras consecuentes. Nada que ver con la búsqueda del
premio, del legalismo, de la conquista angustiosa o del temor, sino con la
respuesta agradecida, a la vez, crítica y comprometida. Reconocer a Dios como
misericordia no solo impulsa a descubrir semillas de verdad y bondad en todas
las situaciones, más allá de lo irregulares que puedan parecer, sino también a
disfrutar de las anticipaciones del final en el tiempo presente y a bajar a los
crucificados actuales de sus respectivas cruces. Así percibido, es un
imaginario que puede cambiar el mundo o, como mínimo, hacerlo “menos frio y más
justo”; además de tender puentes. Si éste es el discurso de quienes acusan a
Francisco de ser luterano, yo también lo soy.
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