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viernes, 6 de julio de 2018

De izquierdas y cristiano, ¿incompatible?


Jesús Martínez Gordo

Existe un sector de cristianos -difícil de cuantificar, aunque puede que no sea muy numeroso- que, con la llegada de Pedro Sánchez al poder, y de la ideología por él encarnada, se muestran dispuestos a colaborar y apoyar todas aquellas iniciativas que permitan regenerar la vida política, administrar de manera honesta y responsable los recursos de todo tipo, acoger a los emigrantes (incluidos los que se desplazan por motivos económicos) o promover una nueva convivencia en libertad y solidaridad entre los diferentes pueblos que conforman el Estado español. 

Sin olvidar, por supuesto, las políticas en favor de la igualdad o en defensa de las minorías y de los más necesitados. Se da mucha más cercanía, sostienen, entre el Evangelio y esta izquierda con entrañas humanitarias que la supuestamente existente entre la fe cristiana y las ideologías y proyectos liberales o neoliberales de los últimos años. Y no estaría de más recordar, apuntan, la necesidad de que las diferentes iglesias -particularmente, la católica- fueran dejando en la cuneta algunas de las muchas inercias que, acomodaticias con el poder, lastran -como losas- su radicalidad evangélica.

Hay otro sector -también difícil de cuantificar, pero tengo la impresión de que más numeroso que el anterior- para el que la llegada al gobierno de la sensibilidad que encarna Pedro Sánchez augura, más pronto que tarde, una confrontación entre la izquierda y los cristianos. Y, por extensión, con las religiones en general. La beligerancia anticatólica, recuerdan, de la que ha hecho gala durante estos últimos años el actual presidente (y con él, algunos de sus actuales compañeros de viaje) es la punta de iceberg de una laicidad excluyente y restrictiva: “denuncia” (en otros momentos, “revisión”) de los Acuerdos entre la Santa Sede y el Estado de 1979; exclusión de la religión confesional de la escuela; reducción de la enseñanza privada en favor de la pública o aprobación de una ley que “regule” el derecho a la libertad religiosa. Con estas y otras iniciativas, sostienen, se busca retirar la religión del espacio público para hacer sitio a otra “civil” o laica al precio de asfixiar la pluralidad y la diversidad de cosmovisiones en dicho espacio. Esta agenda oculta se activará cuando sea políticamente posible, es decir, cuando la conjunción de dígitos parlamentarios y expectativas electorales lo permita.

Pero paralelo al debate entre estos dos grupos existe, también desde hace tiempo, otro entre las filas de la izquierda y del liberalismo de nuestro país y de Europa. Están, por un lado, los partidarios de llevar adelante la política de “religión civil” sucintamente reseñada o algunos de sus puntos más emblemáticos, sin rehuir la confrontación y, cuando sea posible, recluyendo las diferentes cosmovisiones “no laicas” al ámbito de lo privado: las religiones -y, concretamente, la católica- son reaccionarias, oscurantistas, intolerantes e insoportables. Y lo son ejerciendo una tutela desmedida no solo sobre la vida individual sino también sobre la social. Por eso, habrán de activarse los medios que sean necesarios con el fin de acallar o imposibilitar semejantes influencias y recluirlas, en el mejor de los casos, en la esfera íntima. Este es el santo y seña de la laicidad que algunos tipifican como excluyente y beligerante o “laicista”.

Por fortuna, no faltan en estas mismas filas grupos y colectivos que enfatizan la mayor efectividad e inteligencia democrática de la colaboración: cuando se propicia este clima, apuntan, no solo es posible revisar sin excesivos problemas determinados instrumentos legales y jurídicos necesitados de adecuación a los tiempos que corren, sino que se realizan sin arriesgar la convivencia. Éste, recuerdan, fue el marco en el que se gestó el pacto constitucional que desembocó en el reconocimiento de la aconfesionalidad del Estado en la transición política y posibilitó los Acuerdos Iglesia-Estado. Mucho tuvo que ver en aquel tiempo el aparcamiento de la confrontación que había caracterizado los duros años de la segunda república española o los trágicos tiempos de la guerra civil.

Se sea partidario de la laicidad entendida como articulación de aconfesionalidad del Estado y colaboración con las religiones o como confrontación y relegación de las confesiones al ámbito de lo privado, es difícilmente cuestionable que habrán de revisarse, entre otros asuntos, los vigentes Acuerdos con la Santa Sede. Hay que superar su creciente percepción de ser un “recurso-tapadera” con el que seguir manteniendo supuestos privilegios eclesiales al amparo de una incompleta y todavía pendiente transición política. Entiendo que somos muchos los ciudadanos -cristianos o no- que, a estas alturas de la historia, agradeceríamos que se dejaran las confrontaciones y se ensayara la posibilidad de nuevos pactos. Y si éstos no fueran posibles, que se preservara el bien superior de la convivencia, respetuosa con las legítimas diferencias.

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