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sábado, 15 de junio de 2013

Sabía afrontar las crisis... por Dolores Aleixandre

“Igual a nosotros en todo, menos en el pecado”. Esa afirmación clásica sobre Jesús ( Cf Hb 4,15) ¿quiere decir que vivió fracasos y crisis semejantes a los nuestros? Por supuesto que sí. ¿Y que pasó por momentos de desaliento y desánimo? También. ¿Y que “tiró la toalla” y se hundió en la desesperación?


No hay más que acercarse al Evangelio para darse cuenta de que no: ni las dificultades, ni los conflictos, ni las traiciones y persecuciones consiguieron hundirle, silenciarle o hacerle emprender la huída. Pero vivió, lo mismo que nosotros, sujeto a la incertidumbre y la perplejidad: en contraste con la autoridad de sus palabras, parecía ignorar los cómos y los cuándos de la llegada del Reino que anunciaba y, al no dominar el futuro, vivía referido constantemente a Otro que le señalaba el camino y cuyo rostro buscaba incansable durante las noches y las madrugadas de oración.

Tuvo que encajar las preguntas de los que le rodeaban: ¿tenía sentido dedicarse a tantas las causas perdidas, desvelarse por personas o grupos no cualificados ni rentables, carentes de influencia y de significación social o religiosa, desprovistos de posibilidades de futuro? Dedicar tanto tiempo a enfermos, mujeres, niños, publicanos, extranjeros..., a los sectores marginales de la sociedad, ¿no suponía un innecesario desgaste de esfuerzos y de energías? ¿Por qué aquella elección de discípulos, tan mal aconsejada, que reclutaba a pescadores y recaudadores de impuestos y prescindía de un escriba, del prestigio intachable de un fariseo, del poder de un saduceo o de la rectitud y el ascetismo de un esenio? ¿Por qué optar por “ comportamientos débiles” : no apagar la mecha vacilante ni quebrar la caña cascada; dejarse persuadir por la insistencia de una mujer pagana; subir decididamente a Jerusalén al encuentro del conflicto y confesar luego, desvalidamente, su miedo a morir...?

También llegaron las crisis: la primera hizo su aparición con la detención y asesinato de Juan el Bautista. El profeta del desierto había levantado muchas expectativas a su alrededor y la radicalidad sus planteamientos había puesto en pie la esperanza de mucha gente. Jesús, que debió moverse al principio en círculos próximos a él, da testimonio sobre Juan con enorme admiración. Su arresto fue el punto de inflexión de la vida pública de Jesús y fue precisamente aquella crisis la que dio comienzo a su predicación en Galilea y a su anuncio de la llegada del Reino.

Pero fue en su tierra donde probó por primera vez el sabor del fracaso y aprendió amargamente lo que significaba que la semilla de su palabra cayera en el pedregal lleno de zarzas de los que no estaban dispuestos a cambiar.

Decidió entonces subir a Jerusalén. Abrigaba la esperanza de acoger bajo sus alas a la ciudad, como una gallina protege a sus polluelos, pero allí tenía en contra a todos los poderes, tanto el romano como el judío, y le estaban acechando para derribar por tierra sus proyectos y sus sueños.

Le quitaron todo, pero no pudieron arrebatarle lo mejor que había en él: aquel amor que nunca se retiraba, capaz de llamar “amigo” al traidor que venía a prenderle. Y aquella confianza sin límites que le hizo abandonar toda su existencia fracasada y rota en las manos del Padre y dejar que fuera Él quien se encargara de hacer fecundo el grano de trigo de su vida enterrado en la tierra.

De la Revista “Humanizar” de los Padres Camilos

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