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lunes, 10 de junio de 2013

Calcuta, el corazón de la miseria


   Todas las Casas de las Misioneras de la Caridad de Calcuta, fundada por la Madre Teresa, están abiertas a voluntarios de cualquier país.
   Aitor y Elena, jóvenes zeanuritarras, nos relatan las experiencias vividas en dos de estos centros durante un mes.

Kolkata (Calcuta) ó Ciudad de la Alegría. En el mismo instante en que posas tus pies en esta ciudad, algo dentro de ti se sobrecoge. Ya en el aeropuerto, te das cuenta de que nada va a ser fácil. El calor y la humedad poco a poco se irían haciendo soportables, pero el olor tan penetrante que envuelve a esta ciudad es algo a lo que no pudimos acostumbrarnos. En un destartalado taxi nos adentramos en la ciudad. Al principio todo parecía normal, hasta que de golpe dejó de serlo. Conocemos gran parte del sur de la India y nos creíamos preparados psicológicamente para sobrellevar de la mejor manera cualquier situación fuera de lo normal; ya entonces, vivimos experiencias realmente fuertes. Pero Calcuta, superaba todo lo conocido y de qué manera.
El cambio es brutal...  En esta ciudad viven mas de 12 millones de personas sin añadir a los que no
están censados, ni a los que diariamente llegan de zonas rurales en busca de trabajo ó para vender sus productos. El tráfico es frenético y el ruido de las bocinas llega a ser estridente. Los edificios, en total decadencia, aún mantienen la impronta de una ciudad colonial. Sus agrietadas fachadas son el principal soporte para las cientos y cientos de  chabolas (por definirlas de alguna forma), donde se refugian miles de familias en la más increíble miseria. Los que no poseen ni siquiera un plástico, deambulan semidesnudos por las calles en busca de un pedazo de acera donde pasar la noche.
Las escenas en Calcuta son realmente duras. Los ojos se te encienden y el cuerpo se bloquea. Llegan las dudas. Te preguntas si la decisión fue la acertada. Las ganas de correr, de volver atrás, te invaden. Y de repente notas que una mano se acerca a tu mano. Una pequeña mano que tira de tu mano. Unos enormes ojos negros que te miran fijamente y una blanca sonrisa que deshace las dudas y te hace saber que estás en el lugar que quieres estar.
Los centros ó casas de la congregación de la Misioneras de la Caridad fundada por la Madre Teresa, tienen una clara vocación de aceptar a voluntarios de todo el mundo sin distinción de raza, religión, edad, sexo, ni tiempo de permanencia.
La Mather House es el lugar donde todos los voluntarios se registran y deciden junto a las hermanas, en qué centro de los que fundó la Madre Teresa será mas provechosa su labor.
En este hermoso lugar permanece intacta la habitación de la Madre Teresa, así como su tumba, acompañada siempre, tanto por creyentes católicos como hindúes
Nuestro primer día de voluntariado comenzó a las 6 de la mañana celebrando en Mather House una misa cantada por las hermanas, seguido de un humilde desayuno;  un plátano, una rebanada de pan y una taza de té. Despedimos a los voluntarios que regresaban a sus casas y. tras dar gracias, nos encaminamos hacia el centro que nos asignaron.
Prem Dan, significa "Regalo de Amor". Hombres y mujeres enfermos, perdidos dentro de sus propios cuerpos. Olor a desinfectante, hileras de camastros pegados unos a otros. Gritos de dolor. Risas descontroladas. Ojos tristes, bocas selladas. Traspasar aquella puerta fue como adentrarse en un callejón sin salida.
No logro imaginarme ni mucho menos entender los motivos por los que un hombre decide lazar ácido al rostro de su esposa. Aquella mujer estaba desfigurada. Su rostro había dejado de existir. Mientras la acompañaba al baño, mis manos temblaban de impotencia.
Pocos de ellos se recuperan y vuelven a la calle. A otros, buscando ya el descanso eterno, se les traslada a Kaligat, centro de moribundos, donde otros voluntarios les acompañarán hasta el último momento.
Nuestra labor consistía en asearles, lavar su ropa, darles de comer, ayudarles en el baño, desinfectar las camas y el suelo... Abrazarles y abrazarles otra vez.
Queríamos conocer  uno de los centros ocupados por niños con problemas físicos, ya que por mi trabajo, mi labor sería mas provechosa. Al día siguiente comenzamos a ir a Daya Dan, centro donde solo están acogidos niños con problemas mentales y/ó discapacidad aguda.
Llegar hasta allí caminando se hace muy duro. La calle en Calcuta es desgarradora y es por ello que algunos voluntarios regresan a sus casas incapaces de soportarlo.
En Daya Dan descubrimos en verdad lo que guardamos dentro de nosotros mismos y que tanto nos cuesta sacar a la luz en la sociedad en la que vivimos. El estado degenerativo de los niños llevaba consigo un alto grado de dependencia; la mayoría eran incapaces de moverse. La mayor parte del día dormitan acurrucados en unas rudimentarias y pesadas sillas de madera. Nuestra tarea consistía en levantarles de la cama, lavarles, jugar con ellos, cantar, hacerles terapia, darles de comer y acostarlos.
En la terraza del edificio realizábamos las gigantescas coladas. Cientos de pañales, vestidos de mil colores, pantalones de todas las tallas, montañas de camisetas. Ropas tan deterioradas, que muchas veces te entraban ganas de tirarlas. En grandes barreños de metal arrojábamos los pañales empapados de pis y metiendo los pies caminábamos sobre ellos. Grandes pilas para enjabonar y aclarar. Los tenderetes, abarrotados de mil colores, parecían un gigante arco iris.
Era ardua la labor de mantener a los niños despiertos, pero cuando lo conseguíamos sus sonrisas eran el mejor de los regalos. Los ojos se te llenaban de lágrimas y otra vez la impotencia afloraba.
La parte mas dura era la de darles de comer. La mayoría de ellos han perdido la facultad de masticar y tragar, y la comida, siempre en forma de puré, se atascaba en sus gargantas. Vivimos situaciones de ahogo que superamos gracias a la ayuda de las voluntarias hindúes que atienden a los niños durante todo el año. Puedes estar de acuerdo o no con las formas de estas mujeres, pero lo que primero que hay que entender es que nosotros los voluntarios, permanecemos excepcionalmente un mes en el centro y que casi siempre son los meses vacacionales. El resto del año el trabajo es para estas mujeres que apenas dan abasto con tal cantidad de niños.
Sonia tiene los ojos más increíbles del mundo. No habla, no camina, apenas sujeta su cabeza. A duras penas se mantiene sentada en una especie de hamaca donde pasa prácticamente todo el día. Su pelo negro rapado al límite intensifica la dulzura de su cara. Le cuesta mucho abrir la boca para comer y cuando por fin consigo que el puré entre en ella, tengo que masajear suavemente su garganta para ayudarla a tragar. Podíamos estar mas de una hora para al menos terminar la mitad del plato. Mientras ella intentaba tragar yo le cantaba y me reía; y ella me miraba con sus ojos grandes y sonreía. Al otro lado del comedor, Aitor parecía tener mas suerte en dar de comer a su niña. Era como si la hubiera hipnotizado y cada vez que le acercaba la cuchara a la boca comía y tragaba sin problemas. Pero al instante la niña cogió el plato y se lo lanzó a la cabeza. Varios días después y con nuevos intentos de lanzamiento de plato, terminaron siendo amigos.
Pinku dejó de respirar. Tenía quince años y unas deformaciones bestiales que alteraban su respiración y que la mantenían encamada desde hacía ya demasiado tiempo. Hicimos lo imposible por elevar su oxígeno en sangre, pero la falta de medios es tremenda y sólo conseguimos elevarlo lo suficiente para que una ambulancia llegara y la llevara al hospital. Murió a la mañana siguiente. Nos devolvieron su cuerpo y  todo el centro se inundó de dolor. Las hermanas lavaron a Pinku y la cubrieron con un vestido blanco de princesa. Colocaron flores blancas entre su corto pelo. Aitor y otro voluntario la subieron en brazos hasta la capilla y nos despedimos de ella entre rezos y cantos.
Recuerdo a Mongol entre mis brazos. Su desconsolado llanto. La pequeña Sonia riendo a carcajadas cuando le hacías cosquillas. Los momentos vividos sobre las viejas colchonetas, donde poco a poco hacíamos que estiraran sus cuerpos. Me gustaba escuchar a Aitor reír en la cocina con las mujeres mientras juntos preparaban la comida. Sentarme en el suelo y coser botones, arreglar cremalleras, ordenar los armarios intentando apilar en las reducidas baldas toda aquella ropa deslavada.  Me sentía como nunca antes.  El cariño que iba creciendo entre las compañeras hindúes y la mano amiga de los demás voluntarios con los que compartíamos el trabajo junto a una cerveza al atardecer, eran suficientes para emprender el camino diario a Daya Dan.
Hubo muchas experiencias, muchas dificultades. Ganas de cerrar los ojos y no ver lo que se tiene delante. Hay sensación de ahogo y durante horas llegas a encerrarte en la habitación del hotel, tratando de respirar el recuerdo de los que te esperan en casa. Aún así, llegado el momento de regresar, despedirnos de los niños, de las hermanas, de los inolvidables amigos voluntarios, fue la tarea más dura. Volvimos a casa muy felices y llenos de sensaciones. Contagiados por los corazones indios; esos mismos corazones que llevan adelante una locura de país en donde doscientas lenguas, más de mil millones de habitantes, cientos de dioses e innumerables creencias y religiones se entremezclan para ofrecernos una sincera sonrisa a todos los que hemos tenido la suerte de visitarla.

                          Esto es la India, la tierra del corazón.

“Por sangre y origen soy albanesa. Por mi vocación pertenezco al mundo entero pero mi corazón pertenece por entero a Jesús”

Madre Teresa de Calcuta

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