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miércoles, 4 de enero de 2017

Francisco, en el banquillo de los acusados




Jesús Martínez Gordo

Puede parecer un titular cruel, al tratarse de una persona que acaba de cumplir 80 años, pero, guste o no, es lo que hay.


Es bien conocida la reforma eclesial en la que está empeñado Francisco: con los pobres y con los crucificados de nuestros días en su reclamación de tierra, techo y trabajo; a favor de una nueva unidad entre los cristianos entendida como comunión en la diversidad; impulsando una transformación de la curia vaticana que la acabe recolocando en relación de dependencia con un gobierno cada día más colegial y corresponsable y, finalmente, revisando la moral sexual, hasta ahora vigente, desde el primado de la misericordia como la verdad primera y fundamental del Evangelio.

Y también es de sobra conocido cómo, a partir de ese momento, las aguas no han parado de bajar revueltas hasta acabar emplazando públicamente al papa, el pasado mes de noviembre, por una supuesta negligencia en su responsabilidad de defender la fe. El encargado de ello ha sido el cardenal estadounidense R. L. Burke en nombre de otros tres colegas: los alemanes W. Brandmüller y J. Meisner y el italiano C. Caffarra. Finalizadas las fiestas de Navidad, ha declarado, podrían pedir públicamente al papa que se corrigiera de las “confusas” directrices impartidas en la carta postsinodal “Amoris laetitia” ya que perciben una ruptura “con lo que ha sido la constante enseñanza y práctica de la Iglesia”. Vamos, que la verdad primera y fundamental del catolicismo no es la misericordia de Dios, sino la ley de la indisolubilidad del matrimonio.

Lo preocupante no es que estos cardenales, representantes de la minoría rigorista, pretendan sentar a Francisco en el banquillo de los acusados -una sobreactuación que roza lo histriónico-, sino la sintonía que se percibe con ellos en algunos sectores de la Iglesia. Y también, en nuestras respectivas diócesis.

Hay católicos que comparten, concretamente, tres consideraciones sobre este papa “venido del fin del mundo”. Según la primera, no hay que esperar mucho a que las aguas vuelvan a su cauce tradicional y seguro, habida cuenta la avanzada edad de este papa “salido de madre”. Solo se necesita tener un poco de paciencia y aguante, a la espera de que la naturaleza haga su trabajo y aparezca, como agua de mayo, el deseado y añorado Pio XIII o un Juan Pablo III que ponga las cosas en su sitio. Pero, se recuerda, seguidamente, no está de más insistir en que la Iglesia se encuentra asfixiada por el tsunami de la “dictadura relativista” que Juan Pablo II y Benedicto XVI denunciaron hasta quedarse afónicos y al que Francisco le hace la ola sin miramientos de ninguna clase. Hay, finalmente, otra valoración, más técnica y que ha vuelto a saltar a la palestra muy recientemente: la Exhortación postsinodal “Amoris laetitia”, por ser rupturista, no mantiene la imprescindible continuidad con el magisterio que le ha precedido. Al incumplir tal criterio, queda invalidada como doctrina auténtica.

Me permito intervenir en este debate aportando también tres consideraciones. La primera, para recordar que las reformas fundadas, como es el caso, en la sencillez y radicalidad evangélicas y no en la autoridad (aunque sea la del papa), han sido, y siguen siendo, determinantes en la Iglesia. La de Francisco, por asentarse en la misericordia, tiene todos los visos de perdurar en el tiempo. Por lo menos, tanto como pueda subsistir el Evangelio que la sostiene y más allá de que al actual papa le queden cuatro días u otros ochenta años.

La segunda, es para invitar a repasar el magisterio de Juan Pablo II cuando animaba a “discernir bien las situaciones” de los divorciados vueltos a casar civilmente, dada su creciente complejidad, así como a valorar el diverso grado de pertenencia eclesial de dichas personas. El papa Wojtyla era consciente del problema. Pero, una vez reconocido, lo aparcaba y se limitaba a aplicar la llamada “ley moral natural” sin contemplaciones porque en ella se transparenta la voluntad de Dios. Y con él, Benedicto XVI. A diferencia de ellos, Francisco prefiere mirar el comportamiento de Jesús en la parábola del hijo pródigo o con la mujer sorprendida en adulterio. Y, a su luz, entiende, cargado de razones, que el amor de Dios está por encima de cualquier ley, incluido el catecismo y el código de derecho canónico. Me da que este criterio también está llamado a tener más futuro que la aplicación inmisericorde de la ley, aunque se intente presentarla como “definitiva” e “irreformable”. Todo un exceso, éste último, dogmático, además de jurídico, que ignora la precedencia del Evangelio.

En tercer lugar, creo que no conviene confundir “relativismo” con “jerarquía de verdades”. Nadie discute, al menos entre los católicos, la indisolubilidad como uno de los principios del matrimonio, sin olvidar que cada día somos más quienes entendemos que no se pueden seguir aparcando las excepciones a dicho principio que el mismo evangelista Mateo (19,9) también pone en boca de Jesús: “excepto en caso de adulterio” (“porneia”). Pero todos deberíamos estar de acuerdo en que el corazón del Evangelio no son dichas verdades ni sus excepciones, sino la misericordia de Dios con nosotros. A su luz, se han de leer y aplicar las restantes. Esto tampoco es flor de un día.

Evidentemente, está en juego no perder el tren de la historia, pero, sobre todo, recuperar el corazón mismo del Evangelio que, con frecuencia, sobrepasa a la historia. Y con ella, a nosotros.

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