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lunes, 8 de diciembre de 2014

Jesús, profeta del reino de Dios: los últimos, las víctimas son los primeros José Antonio Pagola

El marco general de estas Jornadas teológicas dice así: “Seguir a Jesús desde las víctimas”. Estas palabras son, sin duda, una llamada a revisar nuestro seguimiento a Jesús para aprender a caminar tras sus pasos desde las víctimas. Por eso, yo os invito a que compartamos esta reflexión desde una doble actitud.


En primer lugar, honestidad. Yo no soy de los últimos. Muchos de vosotros tampoco. No pertenecemos a los sectores más empobrecidos, desposeídos o excluido de la sociedad. No estamos entre los pobres, los indefensos y desválidos, los últimos y las últimas de la Tierra.

En segundo lugar, actitud de conversión. Nosotros podemos seguir a Jesús desde las víctimas y con las víctimas, identificándonos con los últimos, haciéndoles sitio en nuestra vida, situándonos en su horizonte, escuchando sus preguntas y protestas más drámaticas, compartiendo su sufrimiento, haciéndonos cargo de su humillación, defendiendo su causa.

1. Profeta en medio de los últimos de Galilea

Los evangelios nos presentan a Jesús viviendo en medio de “pobres”. Siempre se habla en plural. No se trata de algunos mendigos o necesitados ocasionales. Los “pobres” de los que se habla en los evangelios son el estrato o sector más oprimido: los que están en lo más bajo de la escala social. En Galilea, la mayoría de la población era pobre pero, al menos tenían un pequeño terreno o algún trabajo para sobrevivir. Cuando en el evangelio se habla de los “pobres”, estos son los que no tienen lo necesario para vivir. Los indigentes. Gente que vive al límite o por debajo del mínimo vital.

Los desposeídos.

Los campesinos empobrecidos de las aldeas

Este sector de campesinos empobrecidos eran víctimas de un desarrollo injusto de la sociedad. Fueron varios los factores que provocaron marginación y miseria en tiempos de Jesús. El grandioso programa de construcciones de Herodes el Grande solo fue posible llevarlo a cabo exigiendo al pueblo una fuerte tributación. Más tarde, durante el mandato de su hijo Herodes Antipas, Galilea conoció por vez primera el fenómeno de la urbanización. La reconstrucción de Séforis y la construcción de la nueva capital de Tiberiades cambiaron el paisaje social de Galilea.
En muy poco tiempo, precisamente durante los veinte primeros años de la vida de Jesús, estas dos ciudades se convirtieron en dos centros administrativos y militares desde donde se controlaba de cerca toda la región de Galilea. Allí se concentraron las clases dominantes: militares, poderosos recaudadores de tributos, grandes terratenientes, responsables del almacenamiento de grano. Constituían la élite urbana protegida por Antipas: los que poseían riqueza, poder y honor.

La situación en las aldeas de Galilea era diferente. El peso de las tasas y tributos hundió a no pocas familias dejándolas en la miseria. Una mala cosecha, la enfermedad de un varón, la muerte del padre podía ser el comienzo de la tragedia. Al no poder responder a los requerimientos de los recaudadores, los campesinos pedían préstamos a los terratenientes que controlaban los almacenes del grano. Más tarde, al no poder pagar sus deudas, se veían obligados a malvender sus tierras que pasaban a engrosar las propiedades de los más poderosos.

El resultado era cruel. Lujosos edificios en Séforis y Tiberiades, miseria en las aldeas; riqueza y ostentación en las élites urbanas, deudas y hambre entre las gentes del campo; enriquecimiento de los grandes terratenientes, pérdida de tierras de los campesinos pobres. Al parecer, en tiempos de Jesús, fue creciendo la inseguridad y la desnutrición; privadas de su pequeña propiedad, las familias más débiles se desintegraban: aumentó el número de jornaleros a cuenta ajena, mendigos, vagabundos, prostitutas y gentes que huían de sus acreedores.

El rostro de las víctimas

Estas gentes no componen una masa anónima. Tienen rostro, aunque casi siempre esté sucio y demacrado por la desnutrición. Muchas son mujeres, sin duda las más vulnerables e indefensas: pobres y, además mujeres. Entre ellas hay viudas, esposas estériles repudiadas por sus maridos y no pocas prostitutas que buscan clientes al final de los banquetes para ganarse el pan para ellas y para sus hijos. Con ellas se encontró Jesús en diversas ocasiones.
Hay también niños y niñas huérfanos, sin hogar estable, niños de la calle a los que Jesús abrazaba y bendecía. Estas gentes no saben lo que es comer carne ni pan de trigo. Se contentan con hacerse con un mendrugo de pan negro de cebada o robar unas cebollas o unos higos. Se cubren con una túnica raída y casi siempre caminan descalzos. Es fácil reconocerlos. Entre ellos hay mendigos que van de pueblo en pueblo, hay también tullidos o ciegos que piden limosna junto a los caminos o a la entrada de las aldeas.

Humillados y sin dignidad alguna

Estos hombres y mujeres no son solo indigentes, sino que están condenados a vivir en la vergüenza, sin honor ni dignidad alguna. No se pueden enorgullecer de pertenecer a una familia respetable: no han sabido defender sus tierras; no pueden ganarse la vida con un trabajo digno. Son unos indeseables que cualquiera puede despreciar. Ellos lo saben. Por lo general, los mendigos pedían limosna desde el suelo, sin atreverse a levantar sus ojos. Las prostitutas, para poder sobrevivir, renunciaban al honor sexual de la mujer tan valorado en aquella sociedad, y algunas vivían prácticamente como esclavas de quienes las quisieran usar. Una vez perdido el honor, estos hombres y mujeres no lo recuperarán jamás. Su destino es vivir degradados. Nadie los quiere cerca en la sinagoga. Los que sufren enfermedades repugnantes de la piel son expulsados de las aldeas.

Algunos rasgos comunes

Hay algunos rasgos comunes que caracterizan a este sector oprimido como también a los últimos de todos los tiempos. Todos ellos son víctimas de los abusos y atropellos de quienes tienen poder, dinero y honor. Todos viven en un estado de miseria del que ya no podrán escapar. No pueden defenderse de los poderosos. Viven excluidos de una verdadera convivencia. En realidad, no interesan a nadie. Son el “material sobrante del imperio”. Son vidas sin futuro. Si desaparecieran, apenas lo sentiría nadie.

2. Identificado con los últimos


Según las fuentes cristianas, Jesús no entró nunca en la preciosa ciudad de Séforis a solo seis kilometros de Nazaret. Tampoco visita Tiberiades, la nueva y espléndida capital de Galilea, construida por Herodes Antipas a orillas del lago, a dieciseis kilometros de Cafarnaún donde vive Jesús, en casa de Pedro. Los evangelios nos presentan a Jesús recorriendo las pequeñas aldeas de Galilea donde viven las gentes más pobres. En esas aldeas está el pueblo de Israel más humillado y oprimido, los que han sido despojados de su derecho a disfrutar de la tierra regalada por Dios a todo Israel. Aquí encuentra Jesús como en ninguna parte al Israel más enfermo y deshumanizado. Estas gentes pobres, hambrientas y afligidas, son las “ovejas perdidas” de Israel hacia las que lo envía el Padre para comunicarles la Buena Noticia del reino. Ellos han de ser los primeros en escucharla. Jesús lo tiene muy claro, y hemos de tomar nota. La experiencia del proyecto humanizador del reino de Dios ha de ser comunicada desde una estrategia sin complicidad con los poderosos, en contacto directo y estrecho con las gentes más necesitadas de dignidad y liberación

Haciéndose uno más entre los últimos

Jesús pertenecía, con toda probabilidad, a una familia sin tierras, bien porque se habían visto obligados a desprenderse de ellas para pagar sus deudas, bien porque provenían de Judea y no habían podido establecerse en un terreno propio. No estaban en lo más bajo de la escala social, pero sí al límite, pues dependían de un trabajo, bastante inseguro, sobre todo en tiempos de sequía o de hambrunas.

Pero, al iniciar su actividad profética, Jesús deja su trabajo y abandona su casa para vivir la vida insegura de un itinerante que “no tiene donde reclinar su cabeza”3. No lleva consigo ningún denario con la imagén del Cesar: no tiene problemas con los recaudadores. Ha renunciado a la seguridad del sistema. Se ha salido del imperio de Roma para colaborar en el proyecto humanizador del Padre: el reino de Dios.

Luego, invita a los suyos a hacer lo mismo. Vivirán como los últimos, los más pobres. Caminarán descalzos como los que no tienen un denario para comprarse un par de sandalias de cuero. Prescindirán de la túnica de repuesto, la que sirve de manta para protegerse del frío de la noche cuando duermen al raso. No llevarán siquiera provisiones. Así aprenderán a vivir de la hospitalidad de la gente y del cuidado de Dios, como los indigentes4. Ahí está su sitio: entre los excluidos del imperio. Ese es el mejor espacio social para abrir caminos al proyecto del reino de Dios. Tomemos nota. Sorprendentemente, Jesús no piensa en lo que el grupo de sus seguidores deberán llevar consigo sino, precisamente, lo que no deberán llevar para no distanciarse demasiado de los últimos.

Haciéndoles sitio en su vida

Al describir la trayectoria proféctica de Jesús, los evangelios nos hacen ver que Jesús no puede buscar el reino de Dios y su justicia olvidando a los últimos. Les tiene que hacer sitio en su propia vida a los más enfermos y desvalidos, para hacerles ver que tienen un sitio privilegiado en el reino de Dios. Tiene que defenderlos antes que a nadie para que puedan creer en un Dios, defensor de los últimos. Se detiene ante los mendigos que encuentra en su camino y se interesa por ellos para que no se sientan abandonados. Abraza y bendice a los niños y niñas de la calle para que no vivan huérfanos de cariño y abrazos. Acoge a quienes se les cierran todas las puertas, también a las prostitutas y a los indeseables que tienen prohibido el acceso al templo. No se acerca a estas gentes de manera fanática o resentida, pero sí con indignación profética. Quiere ser testigo claro de que Dios no abandona a los últimos, y lanzar un grito en su nombre: Dios quiere construir un mundo nuevo donde los últimos serán los primeros.

Defendiendo a las víctimas

Jesús comienza a gritar un mensaje nuevo y diferente, sorprendente y provocativo. La riqueza de los poderosos terratenientes de Galilea no es signo de la bendición de Dios. La miseria de las aldeas no es prueba del abandono de Dios a las víctimas. El proyecto humanizador del Padre está pidiendo que se haga justicia, antes que nada, a los más oprimidos y humillados. El reino de Dios es para ellos. No pertenece a todos por igual: a los poderosos terratenientes que banquetean en Tiberiades y a las gentes que viven de hambre en las aldeas. Las bienaventuranzas de Jesús quieren dejar claro en aquella sociedad injusta que el reino de Dios es una buena noticia para las víctimas y una amenaza para los rícos opresores.

Probablemente, las bienaventuranzas recogen los gritos que fue lanzando Jesús por las aldeas de Galilea al observar lo que estaba sucediendo: Ve cómo algunas familias se van quedando sin tierras mientras los poderosos terratenientes viven en la opulencia de sus palacíos de Tiberíades y grita: “Dichosos los que no tenéis nada porque vuestro es el reino de Dios. Ay de vosotros los ricos porque ya tenéis vuestro consuelo”. Ve de cerca el hambre de las mujeres y de los niños y grita: “Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque Dios os quiere ver comiendo. Ay de vosotros, los que estáis saciados porque tendréis hambre”. Ve también la rabía y la impotencia de los campesinos que lloran cuando los recaudadores se llevan lo mejor de sus cosechas y dice: “Dichosos los que ahora lloráis porque Dios os quiere ver riendo. Ay de vosotros, los que ahora reis, porque gemiréis y lloraréis”.

¿No es todo esto una burla? ¿No es cinísmo? Lo sería, tal vez, si Jesús les estuviera hablando desde alguna villa de Séforis o Tiberiades. Pero está con ellos. Es un indigente más. Es un hombres de Dios, un Profeta que les habla con fe y convicción total: “Los que no interesan a nadie, interesan a Dios; los que sobran en los imperios construidos por los hombres, tienen un lugar privilegiado en su corazón; los que no tienen a nadie que los defienda, tienen a Dios como Padre”. Los pobres entienden muy bien su mensaje. No son “dichosos” por su pobreza, ni mucho menos. Su hambre y su miseria no es un estado envidiable. Jesús los llama “dichosos” porque Dios no puede reinar entre sus hijos e hijas sin hacer justicia a los que nadie hace.

Jesús es realista. Sus palabras no significan ahora mismo el final del hambre y la miseria, pero atribuyen una dignidad absoluta a todas las víctimas de abusos y atropellos. Los últimos son los hijos predilectos de Dios. Su vida es sagrada. Nunca en ninguna parte se construirá la vida tal como la quiere Dios, si no es liberando a estos hombres y mujeres de su miseria y humillación. Nunca religión alguna será bendecida por Dios si vive de espaldas a ellos. A Dios sólo podemos acoger construyendo un mundo que tenga como meta la dignidad de los últimos.

Jesús nos pone a todos ante la realidad más sangrante que hay en el mundo, la que está más presente a los ojos de Dios, la que más ofende su corazón de Padre. Una realidad que, desde los países ricos, tratamos de ignorar encubriendo de mil maneras esa injusticia cruel de la que, en buena parte, somos complices. ¿Seguiremos alimentando nuestro autoengaño o abriremos los ojos a la realidad de los últimos? ¿Tomaremos en serio alguna vez a esa inmensa mayoría de los que viven desnutridos y sin dignidad, los que no tienen voz en el mundo ni cuentan para los países satisfechos del bienestar?

3. La indignación profética de Jesús contra la opresión a las víctimas

Jesús amó, defendió y dedicó su atención a los más desvalidos e indefensos de la sociedad. No hay en ello nada original. Otros muchos lo han hecho así antes y después de Jesús. Lo más admirable es que Jesús no amó ni puso nada por encima de ellos, ni siquiera la religión, la ley o el prestigio del templo. Tampoco su propia vida. Lo primero para Jesús es una vida sana, digna, dichosa para todos empezando por los últimos.

El sufrimiento de los inocentes: primera preocupación de Jesús

La clave desde la que Jesús le vive a Dios y se esfuerza por acoger y abrir caminos a su reinado de justicia no es el pecado, sino el sufrimiento de las víctimas generado por las desgracias de la vida o por los abusos y atropellos de los poderosos. Las gentes tuvieron que captar muy pronto la diferencia entre Jesús, el profeta de la compasión y el Bautista, el profeta de desierto.

La actividad profética del Bautista estaba pensada y organizada en función del pecado. Es su preocupación suprema: denunciar los pecados del pueblos, llamar a penitencia a los pecadores y purificar con su bautismo de perdón y conversión a quienes acuden al Jordán. El Bautista no abandona el desierto. No visita las aldeas pobres de Galilea. No parece observar el sufrimiento de la gente. No se acerca a los enfermo ni los cura. No alivia el sufrimiento de nadie. No parece conocer la exclusión y marginación en que viven no pocos. No toca a los leprosos y leprosas que vivían en las zonas desérticas vecinas, no libera a los poseídos, no abraza a los niños y niñas de la calle. No come con pecadores ni los acoge a su mesa. El Bautista vive encerrado en su vida de ayuno y penitencia. No hace gestos de bondad. No se sale de su tarea estrictamente religiosa.

La primera preocupación de Jesús, por el contrario, es el sufrimiento que padecen las gentes más enfermas, desnutridas y marginadas. No camina por Galilea en busca de pecadores para convertirlos de sus pecados. Los evangelios lo presentan acercándose a los enfermos para aliviar su sufrimiento, tocando a los leprosos para liberarlos de la exclusión, acogiendo a prostitutas, pecadores e indeseables despreciados por los dirigentes religiosos y los maestros de la Ley. Así describe José María Castillo esta sensibilidad de Jesús: “No soportaba ver a personas pasando necesidad, no aguantaba el dolor de los otros, era algo superior a sus fuerzas. Porque su sensibilidad no lo toleraba”.

¿Es que no le preocupa a Jesús el pecado? Más que a todos nosotros. Pero, para Jesús, el pecado que más ofende a Dios y mayor resistencia ofrece a su reinado es precisamente causar sufrimiento injusto a los inocentes o tolerarlo con indiferencia desentendiéndonos de los que sufren.

La indignación crítica contra los opresores

Jesús critica de manera radical la cultura dominante de la indiferencia. En el trasfondo de sus palabras y sus gestos resuena un gesto: “Las cosas no son como las quiere Dios”. En Galilea no reina la compasión ni la justicia. Hace tiempo que la política de Roma y sus vasallos herodianos vienen oprimiendo a los más débiles, mientras los dirigentes religiosos del templo se han desentendido de su sufrimiento y los maestros de la ley solo se preocupan de la observancia de los preceptos y la conservación de la tradición. Todo discurre como si no hubiera víctimas ni llantos de ninguna clase. Jesús grita su indignación: “el sufrimiento de los inocentes ha de ser tomado en serio; no puede ser aceptado como algo normal pues es inaceptable para Dios”.

Esta indignación profética es la primera reacción ante los abusos y atropellos que afligen a los oprimidos. Esta indignación expresa en voz alta la rabia y la impotencia de las víctimas; saca a la luz las causas que se ocultan bajo tanto sufrimiento; sacude la indiferencia y el autoengaño generalizado. Esta indignación es necesaria en Galilea para que no se apague la confianza en la vida ni la esperanza en Dios.

La tradición de Mateo ha recogido diferentes gritos de Jesús contra los opresores. Señalo dos que son básicos: “Los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. No ha de ser así entre vosotros”7. Dios está contra todo poder opresor. Los seguidores de Jesús han de vivir indignados contra todo poder opresor. Dice también Jesús: “En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y fariseos… Atan cargas pesadas a la espalda de la gente, pero ellos ni con el dedo quieren moverlas”. No ha de ser así. Dios está contra toda religión opresora. Los seguidores de Jesús la han de denunciar.

Jesús habla con una autoridad profética que proviene de Dios y se manifiesta como “autoridad de los que sufren”9. La realidad de los que sufren injustamente carga las palabras y los gestos de Jesús de una fuerza crítica radical. Ese sufrimiento es la primera verdad exigible a todos. Nadie la puede discutir. Toda ética ha de tenerla en cuenta si no quiere convertirse en “ética de tolerancia” de lo inhumano. Toda política ha de reconocerla si no quiere ser complice de crímenes contra el ser humano. Toda religión la ha de tener en cuenta si no quiere ser negación de lo más sagrado.

La denuncia radical de Jesús

El evangelio de Lucas ha recogido una parábola en la que Jesús desenmacara con mirada penetrante la realidad cruel de Galilea y también la de nuestro mundo actual.

La parábola habla de un “rico” poderoso. Su túnica de lino fino indica lujo y ostentación. Su vida es una fiesta contínua. Solo piensa en “banquetear espléndidamente cada día”. Pertenece al sector de los privilegiados que viven en Tiberiades y Seforis. El rico no tiene nombre, pues no tiene identidad humana. No es nadie. Su vida, vacía de amor solidario, es un fracaso. No se puede vivir solo para banquetear.

Muy cerca, junto a la puerta de su mansión, está tendido un “mendigo”. No está cubierto de lino y púrpura, sino de llagas repugnantes. No sabe lo que es un festín. No le dan ni de lo que tiran de la mesa del rico. Solo unos perros callejeros se le acercan a lamer sus heridas. Está solo. No tiene a nadie. No posee nada. Solo un nombre lleno de promesas: “Lázaro” o “Eliécer”, que significa “Dios es ayuda”.

La escena es insoportable. El rico lo tiene todo. Se siente seguro. No parece necesitar de nadie. Vive en la inconsciencia. No ve al pobre que muere de hambre junto a su mansión. ¿No se parece a muchos de los que vivimos en los países del bienestar? Lázaro, por su parte, vive en extrema necesidad, hambriento, enfermo, excluido, ignorado por quienes lo podían ayudar. Su única esperanza es Dios. ¿No se parece a tantos millones de hombres y mujeres hundidos en el hambre y la miseria?

Jesús no pronuncia directamente ninguna palabra de condena. Su mirada penetrante está desenmascarando la cruel injusticia de aquella sociedad. Las clases más poderosas y los estratos más oprimidos parecen pertenecer a la misma sociedad, pero están separados por una barrera invisible: esa puerta que el rico no atraviesa nunca para acercarse a Lázaro. Dios no puede aceptar esa cruel separación entre sus hijos. Todo cambia radicalmente en el momento de la muerte. El vuelco de la situación es total. Aquella barrera invisible de la tierra se convierte ahora en un abismo infranqueable. El objetivo de la parábola no es describir el cielo ni el infierno. Sino condenar la indiferencia de los ricos y poderosos.

Esta es la condena radical de Jesús. Una barrera de indiferencia, ceguera y crueldad separa el mundo de los ricos del mundo de los hambrientos. El obstáculo para construir un mundo más justo, humano y dichoso somos los ricos, que vamos levantando barreras cada vez más inhumanas y sangrantes para que los últimos de la tierra, no entren en nuestro país, ni lleguen a nuestras residencias, ni llamen a nuestras puertas.

4. Al servicio apasionado del proyecto humanizador del Padre

La indignación profética de Jesús va a acompañada de una fuerte llamada a la esperanza. Conoce bien la realidad trágica de los últimos en Galilea, pero no cede a la resignación y a la desesperanza. Ahora mismo podemos y debemos romper la indiferencia y trabajar por un mundo más humano. ¿Es posible vivir con un horizonte de esperanza?

Es posible la alternativa

El imperio de Roma pretende que la “pax romana”, con todo su sistema de opresión y explotación de los pueblos derrotados, es la paz plena y definitiva. La religión del templo defiende que la Torá de Moisés es inmutable y eterna. Mientras tanto, las víctimas del Imperio y los pobres olvidados por la religión oficial están condenados a vivir sin esperanza. Puede haber mejoras en el funcionamiento del sistema imperial, se puede cumplir de manera más escrupulosa la ley mosaica, pero nada decisivo cambia para los pobres: el mundo no se hace más humano. Nadie sabe cómo y de dónde podría brotar una esperanza nueva para los últimos.

El evangelista Marcos nos dice que Jesús caminaba por las aldeas de Galilea anunciando la “Buena Noticia” de Dios, y venía a decir esto: “El plazo se ha cumplido. El reino de Dios está cerca. Convertíos y creed en esta Buena Noticia”. ¿Qué es lo que está proclamando Jesús? Empieza un tiempo nuevo. Dios no quiere dejarnos solos ante nuestros conflictos, sufrimientos y opresiones. “Está cerca el reino de Dios”. Dios es una presencia cercana y buena que quiere reinar entre nosotros, está buscando abrirse camino en el mundo para hacer más humana nuestra vida.

Es posible la alternativa más allá de la política imperialista de Roma y más alla de la religión del templo de Jerusalén. Es posible un mundo diferente, más digno, justo y dichoso, precisamente porque Dios lo quiere así. No es verdad que la historia tenga que discurrir por los caminos de opresión, sufrimiento y muerte que trazan los poderosos.

Hemos de cambiar y creer en esta buena noticia

Esta es la llamada de Jesús. “Convertíos”. Cambiad de manera de pensar y de actuar. Dios no puede cambiar el mundo sin que nosotros cambiemos. Su voluntad de humanizar la historia se va haciendo realidad en nuestra respuesta lúcida y responsable a su proyecto humanizador. Es posible dar una dirección nueva y más humana a las energías de la Humanidad, pues Dios nos está atrayendo hacia un mundo más humano. Se nos pide ser protagonistas de una historia más justa y dichosa: atrevernos a pensar y actuar fuera del sistema, para entrar en la lógica y la dinámica del reino de Dios.

“Creed en esta Buena Noticia”. Hemos de tomar en serio esta Buena Noticia que nos viene desde fuera de los sistemas políticos y religiosos y creer en el poder transformador del ser humano, atraído por Dios hacia una vida más digna. Es posible introducir en el mundo una esperanza nueva que no siempre es deducible de nuestra situación actual. Los procesos de transformación son lentos, pero no estamos solos. Dios está sosteniendo también hoy el clamor de los que sufren y la indignación de los que reclaman justicia.

Lo que necesitamos es testigos de Jesús, hombres y mujeres indignados, centinelas vigilantes, colaboradores incansables del reino, para escribir un relato nuevo de la historia, alentados por la confianza en el proyecto humanizador de Jesús del Padre y por la fe en el ser humano.

En dirección a los últimos

El espíritu del Dios del reino empuja a Jesús hacia los últimos. Los primeros en experimentar esa vida más digna y liberada han de ser aquellos para los que la vida no es vida. En esa dirección vive Jesús buscando el reino de Dios y su justicia. Lucas lo ha captado bien cuando lo presenta en la sinagoga de Nazaret aplicándose a sí mismo unas palabras del profeta Isaías 62, 1-2: “El Espíritu del Señor está sobre mí porque me ha ungido. Me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Noticia, a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor”.

Se habla aquí de cuatro grupos de personas: los “pobres”, los “cautivos”, los “ciegos” y los “oprimidos”. Ellos resumen y representan la primera preocupación de Jesús: los que lleva más dentro de su corazón de Profeta del reino. Nosotros hablamos de “democracia”, “derechos humanos”, “progreso”, “Estado de bienestar”… Jesús habla de promover una vida nueva y liberada entre los últimos. No lo hemos de olvidar. La “opción por los pobres” no es un invento de los teólogos de la liberación, ni una moda puesta en circulación después del Vaticano II. Es la opción del Espíritu de Dios y que anima la vida entera de Jesús en la búsqueda del reino de Dios y su justicia. Dios no puede reinar en el mundo sin hacer justicia a los últimos.

Para Dios, los últimos han de ser los primeros. El camino hacia un mundo más digno y dichoso para todos se comienza a construir desde ellos. Esta primacía es absoluta. La quiere Dios. No ha de ser menospreciada por ninguna política, ideología o religión.

5. Seguir a Jesús desde las víctimas

Romper la cultura de la indiferencia

El sufrimiento de las víctimas ha de ser tomado en serio. El hambre y la miseria no son “daños colaterales” de la globalización. La exclusión y la marginación no son “factores externos” de la crisis. La primera tarea de los seguidores de Jesús es romper la indiferencia. El papa Francisco ha lanzado gritos desgarradores en la pequeña isla de Lampedusa: “Hemos perdido el sentido de la responsabilidad fraterna”. “La cultura del bienestar nos hace insensibles a los gritos de los demás”. “Hemos caído en la globalización de la indiferencia”. “Nos hemos acostumbrado al sufrimiento del otro… no nos interesa, no es asunto nuestro” (8 de julio de 2013).

Todos lo sabemos, pero es necesario gritarlo en voz alta. Es inhumano encerrarno en nuestra “sociedad del bienestar” ignorando esa otra “sociedad del malestar” de los últimos. Nos hemos de resistir a seguir disfrutando de un bienestar vacío de compasión. Es cruel seguir alimentando en nosotros esa “secreta ilusión de inocencia” que nos permite vivir con la conciencia tranquila pensando que la culpa es de todos y de nadie. Hemos de empezar por nuestras comunidades. No es cristiano encerrarnos en la práctica religiosa, desplazando mentalmente el hambre y el sufrimiento que hay en el mundo hacia una lejanía abstracta para poder vivir sin escuchar ningún clamor, gemido o llanto.

Tiene razón J. B. Metz que lleva años denunciando que en las comunidades cristianas de los países sastisfechos de Europa hay demasiados canticos y pocos gritos de indignación, demasiada complacencia y poca nostalgia de un mundo más humano, demasiado consuelo y poca hambre de justicia.

Pensar desde el sufrimiento de las víctimas

Los seguidores y seguidoras de Jesús tenemos que aprender a pensar desde los últimos. ¿Cómo vamos a luchar contra la indiferencia si no alimentamos nuestro pensamiento crítico desde el sufrimiento de las víctimas? Pensar desde los últimos es situarnos es situarnos en la vida desde su horizonte, intentar una y otra vez ponernos en su lugar; sentirnos en solidaridad básica con los más frágiles, los excluidos en este mismo momento de las fuentes de la vida, de la sociedad humana, de la felicidad; vivir escuchando sus preguntas más dramáticas y sus protestas más radicales, casi siempre silenciadas desde el poder.

Mientras no miremos la vida desde los últimos, no aprenderemos a seguir a Jesús, no entenderemos su Evangelio, no anunciaremos su Buena Noticia. Solo desde las víctimas podremos acceder a la verdad del Dios encarnado y manifestado en Jesús, el Dios crucificado, un Dios que no es poder sino misterio insondable de compasión que reclama justicia para los que sufren, un Dios que tiene un proyecto para humanizar el mundo y nos llama a colaborar con él siguiendo a Jesús.

Por otra parte, solo desde los excluidos y no desde los centros de poder, se conoce bien el mundo, su verdadera realidad, lo que le falta para ser humano. Son nuestras víctimas las que más nos ayudan a conocer lo que somos. Nadie nos puede interpelar con más fuerza. Nadie tiene más poder para arrancarnos de nuestra ceguera e indiferencia. Nadie tiene más autoridad para exigirnos cambio y conversión.

Hacerles sitio en nuestra vida a los marginados y excluidos

No es fácil pensar desde los últimos si vivimos siempre lejos de ellos, sin contacto directo o inmediato con ningún sector oprimido. No es lo mismo leer estadisticas sobre el paro que entrar en el hogar de una familia que ha quedado sin ingresos y compartir de cerca sus angustias e incertidumbres, la crisis de la vida de pareja, la humillación de ir por vez primera a pedir ayuda a Caritas. Hemos de tener más contacto con gentes que van quedando excluidas, crear lazos de amistad con inmigrantes, apoyarlos y ayudarlos a ir solucionando sus problemas, incorporarnos a algún voluntariado (ONG, Caritas…).

Hemos de hacerles más sitio a los últimos en nuestras comunidades cristianas. En la entrevista a la Civiltá Católica decía así el Papa Francisco: “Veo con claridad que lo que la Iglesia necesita hoy es capacidad de curar heridas y dar calor a los corazones de los fieles, cercanía y proximidad”. Necesitamos comunidades samaritanas que sepan acoger, escuchar y acompañar mucho más a los últimos. Hemos de releer la parábola del samaritano en actitud de conversión. No es una parábola más. Es lo que hemos de hacer si queremos seguir a Jesús: caminar con los ojos bien abiertos para ver a los heridos robados y asaltados que encontramos en las cunetas de la vida; no dar rodeos para seguir nuestro camino, ocupados solo en nuestros problemas y nuestras prácticas; no discriminar a nadie; no preguntarnos si es o no es nuestro prójimo; y hacer por ellos todo lo que podamos desde la comunidad cristiana. No es posible seguir a Jesús dando rodeos a los que sufren.

El papa Francisco, con un lenguaje muy gráfico nos está invitando a “salir hacia las periferias existenciales” para encontrarnos con la vida y el sufrimiento de las gentes. Con esta expresión el papa se refiere a los sectores marginados y excluidos de la sociedad, pero que también están en las periferias de nuestro corazón y no en el centro.

Reavivar la indignación profética

Hemos de escuchar dos gritos de Jesús que han de alimentar nuestra indignación profética para salir instintivamente desde nuestras comunidades en defensa de los últimos. El primer grito es éste: “No podéis servir a Dios y al Dinero”. El segundo lo hemos de leer así: No deis a ningún Cesar lo que es de Dios”.

Entiendo en estos momentos esta indignación como un grito vivo, concreto y permanente desde el sufrimiento de los últimos contra el imperio del Dinero. Para potenciar este grito y abrir cauces nuevos es necesario que en las comunidades cristianas tomemos conciencia más viva de algunos datos.

Primero, el imperio del Dinero es en estos momentos el gran adversario del proyecto humanizador de Dios, pues es el poder que sacrifica más vidas y causa más sufrimiento, hambre y destrucción humana que cualquier otro poder. Desde su inmenso imperio, los grupos financieros de mayor poder, las grandes corporaciones y multinacionales, impulsados por la ideología neoliberal han ido conquistando los mercados del planeta imponiendo leyes y prácticas especulativas, de espaldas a cualquier planteamiento que se preocupe de las víctimas. Este imperio del Dinero se ha convertido en un espacio de poder que, desde la lógica del máximo beneficio, ha hecho desaparecer leyes y mecanismos, dejando sin protección a los países y a las poblaciones más débiles.

Segundo, este imperio del Dinero que domina hoy el mundo busca a toda costa ocultar el sufrimiento que genera, dejando en silencio los gritos de las víctimas. Estos gritos han de ser recogidos por los seguidores de Jesús pues están proclamando que este sistema es un enorme fracaso humano. El sufrimiento de las víctimas deslegitima de raíz el Imperio del Dinero. Hemos de poner rostro a la víctimas, desvelar los dramas familiares, narrar la historia de los que sufren.

Promover la solidaridad global

La solidaridad es la actitud básica para encaminarnos hacia un mundo más justo y humano frente a la globalización capitalista. El papa Francisco ha hablado de “replantear la solidaridad, no ya como simple asistencia a los más pobres, sino como replanteamiento global de todo el sistema, como búsqueda de caminos para reformarlo y corregirlo de modo coherente con los derechos del hombre, de todos los hombres” (25 de mayo de 2013).
En nuestras comunidades tenemos que suscitar algunas preguntas para despertar de la pasividad y la indiferencia: ¿Por qué han de seguir muriendo de hambre millones de seres humanos si Dios ha puesto en nuestras manos una Tierra en la que hay recursos suficientes para todos? ¿Por qué tenemos que ser competitivos antes que humanos? ¿Por qué tiene que ser el poder del más fuerte, y no la solidaridad la que rija las relaciones de los pueblos? ¿Por qué hemos de aceptar como algo lógico e inevitable un sistema inhumano que, para asegurar nuestro mayor bienestar de privilegiados, produce tanto sufrimiento, muerte y destrucción? ¿Por qué hemos de seguir alimentando el consumo y la producción sin límites, generando en nosotros una espiral insaciable e infantil de necesidades superfluas que nos vacían de sensibilidad humana?

Hemos de contribuir desde las comunidades cristianas a promover una cultura de solidaridad a nivel mundial, pensando en los derechos y las necesidades de los últimos. Para ello es necesario abrir los ojos y aprender a mirar el mundo desde los que viven y mueren de manera injusta y cruel en los países del hambre, la guerra y la miseria. Esta solidaridad global no es interesada. No es para defender nuestro bienestar. Al contrario, va inevitablemente en contra de nuestros intereses y nos exige revisar nuestro modo de vivir en las sociedades del bienestar, para renunciar a lo que no necesitamos y compartirlo con los que lo necesitan. Por eso, hemos de escuchar el grito de Jesús: “los últimos serán los primeros”.

José Antonio Pagola
9 de octubre de 2014

JESÚS, PROFETA DEL REINO DE DIOS: LOS ÚLTIMOS, LAS VÍCTIMAS SON LOS PRIMEROS

0. Observaciones introductorias

1. Profeta en medio de los últimos de Galilea
Los campesinos empobrecidos de las aldeas
El rostro de las víctimas
Humillados y sin dignidad alguna
Algunos rasgos comunes

2. Identificado con los últimos
Haciéndose uno más entre los últimos
Haciéndoes sitio en su vida
Defendiendo a las víctimas

3. La indignación profética de Jesús contra la opresión a las víctimas
El sufrimiento de los inocentes: primera preocupación de Jesús
La indignación crítica contra los opresores
La denuncia radical de Jesús

4. Al servicio apasionado del proyecto humanizador del Padre
Es posible la alternativa
Cambiar y creer en esta buena noticia
En dirección a los últimos

5. Seguir a Jesús desde las víctimas
Romper la cultura de la indiferencia
Pensar desde el sufrimiento de las víctimas
Hacerles sitio en nuestra vida a los excluidos
Reavivar la indignación profética
Promover la solidaridad global
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Ponencia de José Antonio Pagola en la XVII Semana Andaluza de Teología

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