No es un plural mayestático. El vasco
que aprendimos con la leche materna nos enseñó a decirlo así, en
plural: "nuestra madre", "nuestro padre", aunque uno fuera hijo único;
"nuestro hermano", aunque uno fuera hermano único de su único hermano;
"nuestra casa", aunque uno viviera solo en su casa, sin compañero ni
compañera. Las lenguas son más sabias que todas las filosofías y
teologías juntas, pues contienen todas las palabras, y en las palabras
está todo lo que se puede decir, e incluso lo indecible. El vasco,
lengua milenaria y en peligro de extinción, sabe que toda madre es madre
de muchos. Que todos los hijos son hermanos de todos. Y que todos
debieran tener una casa, y que nadie debiera ser desahuciado y puesto en
la calle por no poder pagar la hipoteca, y que nadie debiera tampoco
pensar que su casa solo es suya. ¿El misterio que llamamos "Dios" no es
acaso la comunión universal y la casa común de todas las criaturas? Esas
cosas y otras muchas nos enseñaba ya la lengua, sin saberlo nosotros,
en el pecho de la madre.
Ella murió el pasado 10 de agosto, después de haber apurado el
cáliz de muchos dolores en tres semanas, tan breves que apenas nos
dieron tiempo para hacernos a la idea de que la íbamos a perder, y tan
largas, sin embargo, que ella misma y nosotros hubiésemos querido
abreviarlas al menos en unos días, y las hubiéramos abreviado de no
haberlo impedido algunos prejuicios todavía vigentes. ¡Que nadie invoque
el sagrado nombre de Dios para prolongar una vida demasiado dolorosa!
Lo que la vida no quiere no lo quiere Dios, pues Dios es La Vida.
Era el día de San Lorenzo, un santo popular, al que la leyenda
presenta como aragonés, diácono y tesorero en la iglesia de Roma del
siglo III; entre los tesoros encomendados a su custodia figuraba, se
dice, el Santo Grial, la copa con la que Jesús celebró la cena de
despedida, de la que bebió vino alegremente con sus amigos y amigas y
que luego se le convirtió en cáliz de soledad y amargura, en contra de
su voluntad y de la Dios. San Lorenzo sufrió el martirio, se cuenta
también, asado sobre una parrilla, y de ahí que se le represente con una
parrilla en una mano y un cáliz en la otra. Así se le representa en el
sencillo retablo de la ermita de San Lorente, allí arriba, entre Arroa y
Zumaia, a donde llevé a nuestra madre el primer día que, acompañada por
varias de sus hijas, vino a ver mi casa, perdón, nuestra casa. ¡Cuánto
le gustó la ermita y todo su entorno de montaña y de mar! Ya de antes,
no sé por qué, a mí me gustaba ir allí de paseo, solo, los domingos por
la tarde, y ahora ya es una cita imprescindible. Allí le rezo a nuestra
madre. Allí nos encontramos, al caer la tarde, en la gran Presencia.
La Presencia... Pero ¡cuántas ausencias sentimos, Dios mío!
¡Cuánta ausencia, imposible de colmar, siente una madre cuando pierde a
un hijo, como perdió nuestra madre hace veinte meses, o a una hija
pequeñita de apenas un año, que también perdió hace muchos años pero que
nunca se le fue del corazón y de la memoria! Son cosas de madre. ¡Y
cuánta ausencia sienten los hijos y las hijas, por crecidos que estén,
cuando pierden a su madre! Nada colmará ya ese vacío.
Nuestra madre no era la mejor del mundo. Era la nuestra. Y era
de una presencia que lo cubría y lo llenaba todo. Como la Presencia del
Todo. Como esta ausencia de ahora, hecha de todas las ausencias, ¡y son
tantas en el mundo! Era una mujer fuerte, increíblemente fuerte, y
falta le hizo en esta vida que, por mucho que digamos, sigue siendo
también valle de lágrimas. Era fuerte como la tierra, que todo lo
aguanta. Era tan fuerte que, a sus 83 años, después de catorce partos y
diecisiete embarazos e infinitos desvelos, tenía el páncreas y el hígado
invadidos por el cáncer, pero nadie lo sabíamos, y ella seguía
trabajando todo el día, labrando la huerta con su azada, amasando el pan
con sus manos y cultivando las flores, ¡cómo le gustaban las flores! Y
sin cuidarse apenas, pero cuidándose de todo y de todos, hasta el último
detalle.
Y así siguió hasta la luna llena, el 15 de julio, y al día
siguiente, madrugando como siempre, todavía amasó y coció en el horno de
leña muchas hogazas de pan dorado y tierno, y por la tarde ya no pudo
más, y solo entonces lo supimos. Tanta fortaleza, sin embargo, nunca
pudo con su ternura. Su ternura, reflejada en una deliciosa sonrisa, era
-estoy seguro- el secreto de su fuerza y lo que la hizo tan humana, tan
humana. Por eso la echamos tanto de menos y por eso celebramos su
memoria. Con ella, nuestra madre, quiero celebrar la memoria de todas
las madres, ¡benditas sean! Y quiero bendecir a todas las hijas e hijos,
pues todos somos huérfanos o bien lo seremos.
¡Gracias, ama! A veces todavía no podremos evitar las lágrimas
por haberte perdido, pero lloraremos sobre todo de gratitud por haberte
tenido. Curaremos la herida de tu pérdida con el bálsamo de tu
recuerdo.
Gracias porque tú nos tuviste. Por habernos hecho, como el
pan, en el horno de tus entrañas cálidas, uniendo el aire y el agua, la
tierra y el fuego. Por habernos amasado, como el pan, lentamente,
tiernamente, en la artesa de la vida, hecha de gozos y dolores.
Gracias por haber sido tan sabia siendo casi analfabeta y sin
haber leído ningún libro, salvo el gran libro de la Vida, el único
importante. Gracias por haber encarnado tan bien aquella máxima que se
atribuye a Jesús de Nazaret, el hombre bueno y feliz: "Hay más alegría
en dar que en recibir". Gracias por haber sido tan feliz como fuiste y
haberlo sido dando, dándolo todo, escogiendo siempre para ti la peor
parte y guardando siempre la mejor parte para los demás, para nosotros.
Gracias por haberte ignorado tanto. Por no haberte sentado nunca a la
mesa, ni al final, hasta haber servido a todos.
Gracias por haber amado tanto la tierra y por haberla cuidado
con el mismo mimo que a nosotros. Y por haberle contado sin drama, la
azada en la mano y el sudor en la frente, tantos secretos dolorosos que
nos guardaste a nosotros. Y por habernos dejado la casa llena de pan y
de flores.
Y gracias, ama, porque no fuiste perfecta. Porque fuiste de
carne y de barro, aunque a veces parecías de otra carne y de otro barro.
¡Gracias por tus defectos y heridas! Siempre te querremos con ellas,
como tú nos quisiste con las nuestras.
Gracias por las palabras testamentarias que, en tu hora de
Getsemaní, aquel bendito y duro sábado 6 de agosto, fiesta de la
Transfiguración, nos dijiste: "Vivid en paz. Tened paciencia". Nunca lo
olvidaremos.
También tú, ama, vive en Paz. Descansa ya. Pero no dejes de
cuidar en nosotros la llama de tu horno, pues ¿cómo podrías tú descansar
sin cuidarnos?