El ritmo que llevamos
me produce vértigo. Especialmente alarmante, y todo un síntoma cultural
de la anticultura en que vivimos, es el estrés de las madres y de los
padres jóvenes con hijos: la hipoteca, la cocina, la limpieza, la
compra, el ambulatorio, la consulta, la guardería, el colegio, los
extraescolares hasta las tantas, averías sin fin, facturas y más
facturas. Llega el fin de semana, deporte escolar: levántate, llévalo,
tráelo. Hoy os toca con el padre, hoy os toca con la madre, haz y deshaz
la mochila, carga, vete, alguien llora a solas cada vez. Es para
volverse locos. Son unos héroes, o unos santos. ¿Cómo que santos? ¿No
llaman el Concilio Vaticano II y el Derecho Canónico “estado de
perfección” a la vida del convento?
Pero sigamos. Sin tiempo de
respirar, llega la noche del domingo, y hay tanto que limpiar y preparar
para mañana. Ya es lunes. Quien tiene suerte la suerte de tener empleo,
corre, con el cuerpo cansado, el alma desganada. Trabaja ocho horas,
con cien mil cosas en la cabeza, y sin saber si mañana podrá trabajar,
todo ello por 1.000 euros al mes, 1.600 sería una fortuna. ¿Pero sabes a
cuánto equivaldría hoy, según el poder adquisitivo, el salario más
humilde de los años 60 y 70? Equivaldría a 2.800 euros. Sic. Pásmate. Yo
tampoco me lo podía creer, pero lo ha demostrado Roberto Velasco,
catedrático de la Facultad de Economía y Empresa de la Universidad del
País Vasco.
¿A dónde habrá ido a parar la diferencia entre los
1.000 euros que ganan muchos y los 2.800 que deberían ganar? No creo que
todo se lo hayan llevado las empresas chinas e indias, cuyos productos
tumban nuestros precios y, por lo tanto, nuestros salarios. Algo tendrá
que ver el que las 26 personas más ricas del mundo posean tanta riqueza
como los 3.800 millones de personas más pobres del planeta: lo ha
denunciado Oxfam en el informe “Bienestar público o beneficio privado”,
elaborado con ocasión de la última edición del Foro Económico Mundial
que cada año reúne en Davos (Suiza) a los poderosos de la Tierra, esa
“gente muy seria -ha dicho alguien- que se junta para discutir sobre
cómo no hacer nada con la desigualdad”. Es la raíz estructural del mal.
¡Pobres hombres!, lo digo por todos: por la especie humana de esta
bendita Tierra, por las 3.800 personas más pobres que malviven en ella,
por todos nosotros, y también por las 26 personas más ricas del planeta,
pues no puedo creer que sean felices siendo tan inconscientes en su
burbuja. Somos la única especie que ha decidido sacrificar el bienestar
común por el beneficio privado. ¡Pobre humanidad!
¿Qué nos ha
traído hasta aquí? Es la codicia de querer tener cada vez más, sobre
todo más que el vecino. La codicia viene a su vez del miedo, el miedo a
perder, sobre todo a tener menos que el vecino. Gran error, pura
inconsciencia. La codicia nos lleva a competir con todos, hasta con
nosotros mismos, para desgracia de todos. Si no le devoro, me devorará.
Competir es la ley global sin regla. Es el medio y el fin. Ir más rápido
que el otro, ganar la carrera. Ganar. ¿Es la ley de la vida? Es la ley
de la muerte.
Esta competitividad, fruto y llave de la codicia, es
la que ha acelerado la economía, la historia, la vida de nuestros
jóvenes padres, nuestra vida. La era de los cazadores-recolectores tardó
o, mejor, se tomó 290.000 para inventar la agricultura. La agricultura
se tomó solo 12.000 años para pasar a la industria, inventando la
máquina de vapor en 1769. Pero en apenas 250 años, la industria ya va
por su cuarta revolución, y nadie sabe a dónde nos conduce, si a lo
mejor o a lo peor. Una cosa es cierta: vamos cada vez más rápido. Huimos
adelante. Si seguimos acelerando, nos estrellaremos.
¿Cómo
podremos acompasar el ritmo, corregir el rumbo? Está claro: debemos
parar, respirar a fondo, hacernos presentes, escuchar el silencio,
sentir el jadeo, mirar al herido. Dejar de huir adelante, recuperar la
paz, ser lo que somos, vivir en paz. Permitidme decirlo con una palabra:
espiritualidad. Con o sin religión, pero espiritualidad.
Las
religiones nacieron de ese soplo vital libre que alienta cuanto es.
Nacieron para infundirlo y tomaron forma. Y cuando se aferran a la
forma, la forma las ahoga. Buscan seguridad en el pasado, desertando el
presente. Las religiones huyen, y por eso la gente huye de ellas. Una de
dos: liberarse o morir. Aún podrían infundir aliento, si ellas mismas
se dejan liberar y alentar.
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