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domingo, 4 de junio de 2017

Maquinaciones episcopales



 Jesús Martínez Gordo

            Nominados, la gran mayoría de ellos, para estar al frente de una Iglesia más jerárquica y piramidal que corresponsable o participativa; más moralizante y poseedora de la verdad que dialogante y propositiva; más en la sacristía que en las periferias del mundo; más controladora de los díscolos que atenta a los clamores de los parias y crucificados de nuestro tiempo y más partidaria de las llamadas “verdades innegociables” o de la ley moral natural que de la misericordia evangélica, se encuentran con que el papa Francisco les invita a cambiar de “chip” y a prestar la atención debida a aquello que han ninguneado, e, incluso, combatido. 


Y, la verdad, muchos de ellos, descolocados, no saben qué hacer. Pero otros, vaya que sí: toca esperar, se dicen, a que pase esta “tormenta franciscana” y procurar que no deje huella alguna en el entramado eclesial, teológico y pastoral tan trabajosamente levantado durante los pontificados anteriores. Eso, y, siempre que sea posible, ir colocando, discretamente, palos en la rueda del papa Bergoglio.

            Sucede que el listado de obstáculos que están poniendo empieza a ser considerable, vinculado al perfil, marcadamente preconciliar, que presentan desde que fueron elegidos por el lobby de turno: incapacidad para liderar, con audacia y entusiasmo, una Iglesia conciliar y para presidir sus respectivas diócesis aunando o sumando voluntades e infundiendo un poco de esperanza; sorprendente temeridad para promover modelos periclitados de ser cura o para traerlos de fuera sin la debida inculturación y haciendo la vista gorda ante sus incuestionables, pero superables, lagunas; impulso agónico de reorganizaciones pastorales en defensa de un modelo de presbítero, de parroquia y de liturgia en la UCI y necesitados de una revisión tan radical  y de consecuencias tan determinantes como la que se favoreció en el concilio de Trento; aparcamiento de proyectos e iniciativas que promuevan la ministerialidad y el liderazgo laical de comunidades sin un adecuado servicio presbiteral, dando por inevitable su extinción; atemorizado silencio ante la urgencia de pensar y adelantarse a una revisión de la aconfesionalidad del Estado más en clave de mutua independencia y colaboración que de nostálgica añoranza de un pasado que, afortunadamente, ya no volverá y dialogar, desde semejante revisión, con los “tics” fundamentalistas de cualquier laicismo que sea excluyente y beligerante; desinterés por hacerse presente en la sociedad civil y denunciar, sin cortapisas y colectivamente, las lacras de la corrupción, el drama del paro, la existencia de enormes bolsas de pobreza, las mafias de la migración, la xenofobia o, sencillamente, sumarse a lo que hay de cercano al Evangelio, por ejemplo, en muchas iniciativas que se están propiciando en favor de la pacificación y de la reconciliación en cualquier parte del mundo y, más concretamente, en el País Vasco.

Algunos de ellos también están teniendo problemas para recibir creativamente la Exhortación postsinodal “Amoris laetitia” (2016) y para asumir públicamente, en sintonía con el magisterio en ella impartido, que los divorciados casados civilmente pueden integrarse de manera plena en las comunidades cristianas. También las están teniendo para acoger con respeto y delicadeza a los homosexuales o para reconocer que en las parejas de hecho hay muchos elementos de santidad y verdad. Y mientras van tomando decisiones de aquel estilo y bloqueando y silenciando las otras, anhelan que este papado pase cuanto antes, a la espera de que aparezca, como agua de mayo, un posible Pío XIII, un Juan Pablo III, un Benedicto XVII o una suma de los tres y que, además de reponer las cosas en su sitio, sea joven.

Sin embargo, no las tienen todas consigo. Francisco parece no cansarse de emitir señales que, si bien es cierto que les sumieron en la perplejidad los primeros meses, no lo es menos que les irritan sobremanera desde hace tiempo. Concretamente, ha promovido al cardenalato -algo totalmente excepcional- a cuatro obispos españoles en los cuatro años y pico de su pontificado. El último de ellos, al parecer, como respuesta (aunque no solo) a una especie de “amotinamiento” de prelados, teledirigidos en la sombra por un cardenal emérito que ha desplegado toda su influencia para colocar en la vicepresidencia de la Conferencia Episcopal Española a otro del “antiguo régimen” que tendría que haber sido, según su entender (y el de sus compañeros votantes), cardenal de Madrid y no de Valencia. Con los nuevos nombramientos de cardenales se evidencia que al papa Bergoglio le preocupa, y mucho, que su posible sucesor sea alguien del perfil añorado tanto por las maquinaciones de estos obispos españoles como en las de otros lugares. Y, a la par, que la Iglesia española pueda contar con la posibilidad de ser gobernada por prelados que no sean tan reacios a la renovación o que, por lo menos, se desmarquen, sin temor y netamente, de quienes no renuncian a seguir colocando palos en la rueda de Francisco. Los más versados en semejantes cuestiones entienden que tales decisiones papales obedecen a esta estrategia, aunque no siempre estén de acuerdo con las personas elegidas.

Pero, parafraseando el diálogo que Jesús mantuvo con el joven rico, parece estar faltándole a este obispo de Roma, “venido del fin del mundo”, adoptar un par de decisiones que tendrían la virtud de hacer que su pontificado fuera realmente memorable y, en este sentido, casi “perfecto”: cambiar, de una vez por todas, los procedimientos para elegir y nombrar obispos y también para formar parte del colegio cardenalicio. En el primer caso, facilitando que las diócesis pudieran presentar ternas de candidatos a partir de las cuales, él eligiera uno. O, al revés. Y, en el segundo, aceptando que el colegio cardenalicio quedara formado por los presidentes de todas las conferencias episcopales del mundo, dejando abierta la posibilidad de que algunos otros pudieran ser designados personalmente por el sucesor de Pedro. Si así fuera, probablemente surgirían otros problemas, pero nos ahorraríamos estos “amotinamientos” y maquinaciones de palacio que asolan a la Iglesia, incluida la española. Y, por supuesto, a la vasca.

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