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domingo, 12 de julio de 2020

Frailes derribados





Jesús Martínez Gordo

Los medios de comunicación social se han hecho cargo ampliamente del derribo de la estatua de fray Junípero Serra por grupos a favor de las causas indigenistas. Cuesta más acceder a la carta abierta de José H. Gómez, arzobispo de Los Ángeles (EE. UU.), indicando cómo la “guerra de exterminio” de los indios fue activada -contando para ello con la caballería estadounidense- por el primer gobernador de California en 1851. El franciscano mallorquín había muerto en 1784, después de haber luchado contra un sistema colonial que consideraba bárbaros y salvajes a los nativos. Algo semejante se puede decir sobre la relevancia mediática concedida a la pintada, con la leyenda de “racista”, que ha sucedido a la petición de Sonia Vivas, concejala de Palma por Podemos, de retirar “pacíficamente” la imagen de Junípero Serra, ubicada en la plaza de Sant Francesc y de su posterior encuentro con Sebastià Taltavull, obispo de Mallorca. Y, otro tanto, sobre la decisión, adoptada por el Pleno del Ayuntamiento de Durango (Bizkaia) en diciembre de 2017, de quitar el nombre de fray Juan de Zumárraga a una  calle y a un instituto de la localidad “en desagravio a las mujeres perseguidas y a las fundadas sospechas que hay de que Zumárraga atentó contra la cultura y las costumbres indígenas”; aunque, en esta ocasión, sin aclaración alguna por parte del obispo de Bilbao, pero sí con unas oportunas puntualizaciones por parte de Sebastián Gartzia, tal y como se puede comprobar (aunque cueste) en la prensa local de aquellos días.


Estos incidentes han tenido la virtud de refrescarme el debate que se abrió en 1510 cuando desembarcaron en La Española (hoy, Haití y Santo Domingo) un pequeño grupo de frailes dominicos que, encabezados por Pedro de Córdoba, no daban crédito a la obsesión de los españoles por “hacerse ricos con la sangre” de los indios. Y cómo estos frailes, contrastando la “ley de Cristo” con la gravedad de la situación que veían, decidieron elaborar y firmar todos un sermón que pronunciará Antonio de Montesinos el cuarto domingo de Adviento de 1511: “¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a estos indios?” ¿Cómo es que “los matáis por sacar y adquirir oro cada día?” “¿No son hombres? ¿No tienen ánimas racionales?” “¿No estáis obligados a amarlos como a vosotros mismos?”. Es cierto que tales palabras produjeron algún asombro y compunción entre unos pocos, pero también que nadie de los presentes se convirtió. Prueba de ello fueron las airadas reacciones de la inmensa mayoría, así como las posteriores acusaciones y presiones ante los superiores de los frailes. A partir de este sermón se abrió lo que, desde entonces, se conoce como “la controversia de las Indias” que el peruano Gustavo Gutiérrez (padre de la teología de la liberación) establece en términos de optar por “los Cristos azotados de nuevo”, que eran los indios, o por el fetiche del oro y de la codicia.

A este pequeño grupo de dominicos se sumaron, un poco más tarde, Bartolomé de Las Casas y los franciscanos. Enfrente tuvieron a la inmensa mayoría de los españoles (incluidos muchos religiosos) y el discurso alternativo que -liderado por García de Toledo, recogido en el llamado “Parecer de Yucay” y seguido por Acosta- no tenía reparo alguno en convertir el oro en la mediación que posibilitaba la presencia de Dios en las Indias: “Dios, sostenían, proveyó de metales preciosos a estas tierras a fin de que -aunque por la codicia- les fuera llevada la salvación cristiana”. Fray Bartolomé de Las Casas denunció esta lectura idolátrica: “yo dejo en las Indias a Jesucristo, nuestro Dios, azotándolo y afligiéndolo y abofeteándolo y crucificándolo, no una, sino millares de veces, cuanto es de parte de los españoles que asuelan y destruyen aquellas gentes (…) quitándoles la vida antes de tiempo”. También Guamán Poma (1534-1615), cronista amerindio de ascendencia incaica, constató perfectamente las dife­rencias entre ambas opciones cuando denunció que “al pobre menosprecian los ricos y los soberbios sobre ellos, pareciéndoles que donde está el pobre no está ahí Dios y la justicia. Pues ha de saberse claramente con la fe que donde está el pobre está el mismo Jesu­cristo; donde está Dios está la justicia”.

En esta “controversia sobre las Indias” se ventilaba la transparencia en la que es perceptible y se entra en relación con lo que se dice cuando se dice Dios: mientras que para la inmensa mayoría de los españoles lo era el oro o el sanguinario Dios “Mamón”, para las Casas y los frailes lo eran los indios o “Cristos azotados de nuevo”. He aquí un valiente posicionamiento que, liderado por un puñado de dominicos y franciscanos, será reconocido como el punto de partida más importante para la Declaración universal de los derechos humanos. Habrá que continuar reivindicando y escribiendo una historia que, crítica y rigurosa, nos permita seguir diferenciando el niño del agua sucia, no olvidándonos del primero y que, por supuesto, no nos incapacite para dejarnos interpelar por los gritos de las victimas actuales.

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