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domingo, 19 de noviembre de 2017

El laico, presidente de la eucaristía: Jesús Martínez Gordo



El laico, presidente de la eucaristía y de la comunidad, según W. Kasper e Y. - M. Congar

Jesús Martínez Gordo

La propuesta de H. Küng de que los laicos pudieran presidir la eucaristía y la comunidad fue condenada por su pretensión de “normalizar”, junto a la vía apostólica o institucional de acceso al sacramento del orden, otra carismática, supuestamente en sintonía, con el modo de proceder de las comunidades paulinas de primera hora y compatible con la tradición dogmática de la Iglesia católica.


Semejante propuesta fue objeto de un largo, intenso e interesante debate en una doble y complementaria dirección: sobre su consistencia escriturística y sobre su posible solidez dogmática. En el seguimiento de dicho debate se puede constatar un primer tiempo en el que se la acepta genéricamente y un segundo momento, el más interesante, en el que se va abriendo camino una reconsideración crítica de la misma. Sobre todo, en torno a su más que cuestionable fundamento escriturístico y a su aparente –pero poco consistente- rigor dogmático. Dos de estas aportaciones son las de W. Kasper e Y. - M. Congar quienes, marcando distancias del teólogo suizo y formulando sus propias consideraciones al respecto, dejan abierto el debate sobre la base de otra argumentación.

Quizá, por ello, no esté de más recuperar tales aportaciones en un tiempo como el nuestro en el que se nos invita a repensar el ministerio ordenado (apostólico e institucionalizado) y en el que se podría estudiar -a diferencia de lo propuesto por H. Küng en su día- la posibilidad de un acceso extraordinario o carismático a la presidencia de la eucaristía y de la comunidad en situaciones excepcionales y bajo determinadas condiciones que habría que precisar con el fin de garantizar la celebración de la eucaristía (“fuente y culmen de toda la vida cristiana”); salir al paso de una proliferación “salvaje” de esta posible modalidad de celebración y, por ello, de acceso al ministerio ordenado; evitar la extinción de no pocas comunidades y, de paso, taponar -algo que, desgraciadamente, viene siendo muy habitual estos últimos años, sobre todo, en no pocas iglesias de América latina- su pase al pentecostalismo.

W. Kasper: la sacramentalidad “in voto”

W. Kasper recuerda la condición sacerdotal de toda la Iglesia, la existencia de una diversidad -incluso esencial- de ministerios (1 Cor. 12, 5) y la diferenciada estructura, carismática y apostólica, de la Iglesia de los primeros tiempos. Estos puntos de partida le llevan a reconocer la posibilidad de otras “estructuras dentro de la comunidad, tanto sucesivas como paralelas”. Prueba de ello es que los ministerios de obispo, presbítero y diácono han respondido a distintos tipos de comunidades independientes y que sólo de manera paulatina -imperfecta y fragmentaria en los Hechos de los Apóstoles y en las Cartas Pastorales, y ya plenamente en Ignacio de Antioquía- estos tres grados se coordinaron en el esquema jerárquico que ahora conocemos.

Pero no se puede ignorar que la propuesta organizativa de Ignacio de Antioquía ha experimentado numerosas transformaciones a lo largo de la historia de la Iglesia. En la inmensa mayoría de las ocasiones han sido cambios provocados por la necesidad de responder a las urgencias de cada momento, habida cuenta de que la razón de ser del ministerio es el servicio a los bautizados en las diferentes circunstancias en las que se encuentren. Es un criterio –sentencia W. Kasper- que “nos da entonces una libertad relativamente amplia en lo que respecta a una nueva estructuración de la inteligencia del ministerio sacerdotal y de su realización práctica”.

A la luz de dicho criterio se explica, por ejemplo, que personas “no consagradas” hayan pronunciado en determinadas circunstancias el canon eucarístico (1 Cor 14, 16; Didaché 10,7). Son comportamientos que no se pueden descalificar a la ligera tildándolos de abusos. Evidentemente, si se tratara de celebraciones eucarísticas realizadas de espaldas al ministerio pastoral de la presidencia y de la unidad, nos encontraríamos con una monstruosidad que anularía en su realidad más profunda la eucaristía: lo que debería ser signo de unidad se convertiría en expresión de discordia.

Sin embargo, no faltan ciertas situaciones extremas, de emergencia, en las que resulta imposible la presencia del sacerdote durante largo tiempo. En estas circunstancias, la celebración de la eucaristía por una persona no consagrada no tendría lugar a despecho del ministerio, sino en el dolor por la separación y por la falta del mismo. Por tanto, cuando un grupo de cristianos se reunieran en una de estas situaciones para celebrar el banquete comunitario en memoria de la voluntad última de Jesús, el mismo Cristo estaría ciertamente entre ellos; la comunión con la Iglesia y su ministerio se daría, al menos, por el deseo (“in voto”).

El problema de precisar si se trata en este caso de una eucaristía en el sentido formal de la palabra es una cuestión todavía discutida que, sin embargo, pierde su posible virulencia si no se olvida que hay diversos “grados de intensidad” en la presencia sacramental, de la misma manera que también hay diversas formas de presencia de Cristo (UR 22). Y cuando se tiene en cuenta, igualmente, una teología del sacramento del orden más equilibrada entre presidencia de la eucaristía y de la comunidad, es decir, entre la recepción del sacramento y la jurisdicción, que la habida hasta no hace mucho y a la que no pocos están todavía anclados. En efecto, a lo largo del segundo milenio se ha favorecido una comprensión del ministerio que ha gustado de enfatizar su potestad (jurisdiccional) consecratoria, descuidando su función eclesial de dirección y de comunión. Y que, además, se ha recreado en diferenciar desmedidamente la recepción del orden sacerdotal y la potestad de jurisdicción, actualizando, de paso, el error de las ordenaciones absolutas. Esta separación -impensable durante todo el primer milenio e inaceptable para las iglesias de Oriente- ha sido tímidamente superada en el Vaticano II.

De todo esto hay que concluir que no cabe separar tampoco la “potestad” de presidir “la eucaristía como signo de unidad eclesial” de “la ‘potestad’ de dirigir o gobernar la Iglesia”. (Concilium 43, 1969).

Y. – M. Congar: una posibilidad dogmáticamente aceptable

Y. – M. Congar aborda la cuestión apelando a la teología tomista sobre la confesión a los maestros. Según el Aquinate, existe una confesión sacramental en algún grado cuando un penitente lo hace con su maestro después de haber puesto todos los medios para hacerlo y cuando –al no poder contar con la presencia de un sacerdote- recibe la absolución en las condiciones habitualmente requeridas. No se le puede imputar que no haya puesto todos los medios para cumplir con las condiciones requeridas. Por eso, su confesión es sacramental de manera intencional (“in voto”) e incoativa.

Pues bien, prosigue Y. – M. Congar, otro tanto se puede decir del caso de una comunidad privada durante largo tiempo –y sin ninguna responsabilidad por su parte- de la eucaristía.

Es cierto que, en esta hipótesis, falta -para que se presida la eucaristía como representante de Cristo en medio de la comunidad y ante ella- el ministerio ordenado y vinculado por la imposición de las manos al ministerio de los apóstoles. Pero, pregunta a continuación, ¿podrían existir otras formas de vínculo con la institución apostólica que no sean la imposición de manos? Ignacio de Antioquía dice que la eucaristía -para que sea considerada legítima- tiene que realizarse, bien bajo la presidencia del obispo, bien bajo la de aquel a quien él se lo encarga. ¿Obliga esta fórmula a suponer la designación siempre y en toda circunstancia de un sacerdote ordenado, o se puede pensar en una simple delegación como fórmula de unión con el obispo?

Es bien conocida la concesión papal a los abades cistercienses del derecho a ordenar diáconos y sacerdotes. Esta praxis podría apoyar los cambios teológicos en favor de la segunda hipótesis.

A la luz de estas consideraciones, señala Y. - M. Congar, no hay que echar en saco roto la propuesta formulada por H. Küng. Es cierto que nos encontramos con autores -cualificados por su estudio de los ministerios y del sacerdocio- que defienden la imposibilidad de establecer que en los orígenes sólo los ministros que habían recibido la imposición de manos estaban habilitados para celebrar la eucaristía. Pero también lo es que la historia posterior sólo presenta como presidentes de la eucaristía a aquellos que han sido vinculados al ministerio de los apóstoles por la imposición de las manos, es decir, por la ordenación. El ministerio de unidad, que es por excelencia el del colegio de los obispos, asegura la autenticidad del sacramento de la unidad. Nosotros no queremos conocer otra regla que esta. Sin embargo, pensamos que, dogmáticamente, no se puede excluir la hipótesis de que otra cosa sea posible (NRTh 8, 1971).


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