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sábado, 16 de julio de 2016

La Iglesia vasca ante la práctica de la tortura



Félix Placer Ugarte

Las conclusiones del «Proyecto de investigación de la tortura en el País Vasco (1960-2013)», realizado por el Instituto Vasco de Criminología y recientemente presentado por el Gobierno Vasco ha puesto una vez más en evidencia la realidad constatada de la tortura que, por su parte, la Coordinadora Estatal contra la Tortura viene denunciando cada año en el Estado español.

 
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Esta atrocidad inhumana, utilizada y ocultada por estamentos públicos, cuya misión fundamental es la protección de los derechos de las personas, interpela a toda la sociedad y sus estamentos institucionales; también es preciso instar, con especial urgencia en mi opinión, a todas las instituciones religiosas. Es urgente que su voz se alce de manera clara y contundente contra esta degradación, practicada en la mayoría de los países, que atenta contra la humanidad y es la mayor ofensa a la dignidad de los hijos de un mismo Dios. En particular es un compromiso ineludible para la Iglesia católica, que aboga de forma permanente por la dignidad y respeto de los derechos humanos en cada una de las personas y pueblos. Tanto la denuncia expresa como la exigencia de su erradicación en todas sus formas, con medidas políticas y jurídicas que sean eficaces, es una obligación ética apremiante de la que no puede desentenderse la Iglesia en ningún lugar del mundo.
Sin embargo esta Iglesia no ha sido inocente. A lo largo de su historia ha habido periodos en los que ella misma ha recurrido a esta práctica aberrante legitimándola para defender la ortodoxia. La Inquisición fue una demostración inicua, aplicada, por cierto, con especial crueldad en Euskal Herria. También el alto tribunal eclesiástico, denominado antes «Santo Oficio», aplicó tortura psicológica de la que varios teólogos fueron víctimas. Un caso particularmente lacerante fue el del reconocido moralista, perito del Vaticano II, Bernhard Häring, quien afirmó que prefería encontrarse frente a un tribunal de Hitler que tener que presentarse otra vez en el palacio del Santo Oficio.
Ante la tortura sistemática del régimen franquista fue particularmente escandaloso el silencio de una Jerarquía eclesiástica sometida al poder a fin de preservar sus privilegios y beneficios. Sin embargo, no todos callaron. El obispo José María Larrauri en la homilía de la misa del Jueves Santo (1971) en la catedral de Iruñea, pronunció estas palabras: «…En nombre de la Iglesia, no tengo más remedio que denunciar las torturas infligidas a detenidos, torturas que he visto yo, en sus efectos, con mis propios ojos; torturas físicas y psíquicas, interrogatorios crueles, por la forma y el tiempo en que se realizan, detenciones poco explicables o de las que no se da razón suficiente… Como hombre de Iglesia tengo que decir que quienes hacen estas cosas o las ordenan o las toleran o se inhiben de que se realicen, no pueden llamarse cristianos». Esta denuncia le costó el puesto y fue trasladado a Madrid. Más tarde (1979) fue nombrado obispo de Vitoria.
En la conocida «Carta de los 339 sacerdotes vascos» (1960) estos denunciaron que «en las comisarías de Policía de nuestro País se emplea el tormento como método de exploración y búsqueda del trasgresor… una malévola sospecha basta para que el policía o la guardia civil de turno… pueda torturar a cualquier ciudadano muchas veces inocente». También, además de algunos sacerdotes en sus homilías, lo hicieron en parecidos términos 500 sacerdotes vascos en carta a la Conferencia Episcopal Española (en 1967) y sesenta sacerdotes encerrados en el Seminario de Bilbao en carta al Papa Pablo VI (1968) le informaban de que «muchos hermanos nuestros son bárbaramente torturados en las comisarías del País».
A lo largo de la transición política y «democracia constitucional», ante la continuada práctica de la tortura (como constata el informe citado), los entonces obispos vascos expresaron en varias ocasiones denuncias de tortura: «La Iglesia en el País Vasco ha reprobado públicamente, en algunos casos de clara constancia, esta práctica inhumana, aun a costa de ser acusada de ambigüedad o de tibieza. Tenemos derecho a esperar que esta práctica haya sido descartada definitivamente», afirmaba Juan María Uriarte Obispo de San Sebastián. Pero también hay que reconocer silencios flagrantes ante casos, por ejemplo, de sacerdotes torturados.
Sin embargo, aunque la práctica de la tortura ha continuado, se ha apagado la denuncia de los obispos en estos últimos años, a pesar de la permanente información entregada por las Comunidades Cristianas Populares de Euskal Herria pidiéndoles en entrevistas continuas su intervención para erradicarla. No ha habido ninguna declaración pública jerárquica de denuncia y condena. Tampoco, por cierto, de comunidades y grupos cristianos. Tan solo el ya citado, con Herria 2000 Eliza y la Coordinadora de Sacerdotes de Euskal Herria han mantenido la denuncia y rechazo de esta práctica exigiendo su erradicación, especialmente grave al estar protegida por Instituciones públicas y practicada por organismos oficiales.
Ante esta culpabilidad histórica conjunta –aunque sin olvidar las significativas intervenciones citadas– la Iglesia, que en sus principios morales básicos condena cualquier forma de tortura, tiene una urgente responsabilidad. En primer lugar debe reconocer con honestidad su silencio en determinadas épocas y en estos últimos años. Unido a este reconocimiento honesto es necesario que movidos por la fe en Jesús de Nazaret, obispos y comunidades cristianas reclamemos con voz profética el respeto a la dignidad de todas las personas, denunciemos la existencia de esta lacra y exijamos su erradicación.
Y, con particular apremio, debemos expresar nuestra profunda solidaridad y afecto, en este «año de la misericordia», para con las víctimas de ese cruel atropello, cuyas consecuencias de dolor y sufrimiento permanecen; también el apoyo a quienes, superando obstáculos y represalias, han denunciado esta práctica. Es urgente que exijamos justicia para todas estas personas, también para sus familiares, allegados y allegadas, que han padecido la incertidumbre –con frecuencia confirmada– de lo peor, durante los días legales de incomunicación de personas detenidas. Sin olvidar que hoy se dan actuaciones con presos y presas de vulneración de derechos que equivalen a formas mantenidas de tortura.
Rechazar con contundencia esta práctica perversa, exigir responsabilidades y reparación consecuentes, defender, apoyar y ayudar a quienes la han sufrido y sufren sus consecuencias, es un paso imprescindible y urgente en la Iglesia de Euskal Herria a fin de abrir caminos de liberación y de esperanza para la paz y reconciliación que buscamos, como creyentes, desde la fidelidad al evangelio unidos a todas las mujeres y hombres en el compromiso por la construcción de un mundo humano.
 

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