¿Tiene sentido hablar de Dios a la vista de tanto dolor, de tanto drama en la Tierra, del Congo a Mali, de Sudán a Ceuta y Melilla, de Siria a Afganistán y Pakistán, de Venezuela a Méjico, de la especulación al hambre, de la corrupción al paro, de la angustia al suicidio? Todo depende de lo que entendamos por “Dios”.
Me asombra que, hoy todavía, sesudos teólogos, filósofos y científicos sigan discutiendo acaloradamente sobre si existe o no existe “Dios” –unos lo defienden, otros lo refutan– sin antes decirnos qué entienden por “Dios”. Pero, a decir verdad, comprendo mejor a los ateos que niegan al “dios” que imaginan que a muchos teólogos que parecen sostener al “dios” que niegan los ateos.
Los ateos niegan la existencia de un dios separado del universo y necesario para explicarlo, un dios que existiría “desde antes” del universo y “fuera” de él, un dios que poseyera o que fuera la explicación –misteriosa, incognoscible– de que el mundo sea como es, con sus enigmas y dolores, un dios causa y motor primero de la realidad existente, fundamento y garante exterior del orden físico y del orden ético, un dios sin el que la bondad y la justicia carecerían de sentido, un dios omnipotente que pudiendo intervenir no interviene o que no interviene porque no puede, que actúa en el mundo cuando quiere o que no actúa para “respetar la autonomía del mundo”, un dios que habla cuando lo desea o que calla por alguna razón que ignoramos, un dios que no pudo crear sino este mundo tal como es con su inmenso dolor o bien porque no pudo crear sino un mundo finito y por lo tanto sufriente o bien porque quiso respetar la libertad humana, capaz de hacer tanto bien pero también tanto daño… Un dios ente, el Ente Supremo, Algo o Alguien anterior y exterior al mundo.
Tal es el dios que niegan los ateos. Y hacen bien en negarlo, pues no existe. En realidad, los místicos lo negaron primero, antes que los filósofos y los científicos. Y harían bien los teólogos en partir del punto al que llegan los ateos y tratar de ir más allá, como los místicos de todas las religiones, buscando nuevas palabras. Más allá del ateísmo que niega al dios que no existe, pero más allá también del teísmo que afirma a un dios Ente Supremo, un ser consciente y libre otro o distinto del mundo.
Aventuremos palabras. “Dios” ni existe ni no-existe: es la Existencia. No está cerca ni lejos, ni presente ni ausente, ni está ni no-esta: es la Presencia. No es ni uno ni muchos. No es ni lo mismo ni distinto del mundo. No es menos que algo (nada), ni menos que persona (impersonal), pero no es Alguien, no es “otro” de nada y de nadie. Es el no otro de todos los seres. Es el Corazón latiente del mundo, de cada ser, de cada átomo, partícula y partículas de partícula si las hay.
Dios es el fondo de la realidad (Tillich), el poder de lo real (Zubiri), el silencio revelado como tal (Panikkar). Es Nada de cuanto es y decimos, es el Todo en todas las cosas, es el Vacío Pleno en todo lo que se manifiesta, más allá de inmanencia y trascendencia. Es la Presencia eterna en el instante.
Hoy se echan de menos teólogos a la altura de Nietzsche, antiteísta místico, profeta de los nuevos tiempos religiosos. Teólogos que aúnen la mirada mística con la visión científica de un universo o de un multiverso interrelacinado y dinámico, inacabado, evolutivo. Creyentes y teólogos que, más allá de creencia e increencia, pronuncien a Dios con su palabra y su vida como el misterio más hondo y real, como el Espíritu divino, como el aliento vital en el corazón de cuanto es. Que, al pronunciar a Dios lo hagan ser y recreen el mundo: “Hágase”. Dios es el Aliento que nos habita y nos hace ser y que hacemos ser.
En este mundo con tantos enigmas, con tantos dolores, no es inútil tratar de decir palabras creadoras sobre la Compasión que nos habita y nos une, sobre la Gracia que nos mueve en lo más profundo a cambiar las lágrimas en consuelo, a poner paz donde hay odio, a llenar de pan las mesas vacías, a seguir a creando este mundo inacabado.
José Arregi
Publicado en el diario DEIA
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