Abenduko izarrak

miércoles, 29 de agosto de 2018

Pederastia y clericalismo


                                                                                                                            Jesús Martínez Gordo

La vida eclesial y civil de estas últimas semanas se han visto convulsionadas por la catástrofe moral de la pederastia clerical. Según el Informe de la Corte Suprema del Estado de Pensilvania, 300 sacerdotes católicos abusaron sexualmente de más de 1.000 niños desde la década de 1940. La denuncia se suma a las realizadas no hace mucho en México, Irlanda y Boston y, más recientemente, en Australia y Chile.


 Muy probablemente, esta lista, tan dramática como escandalosa, se incrementará en los próximos meses y años. Es cierto que no han faltado reacciones, sobre todo en EE. UU., criticando la falta de consistencia del Informe en puntos concretos y recordando que los casos de pederastia denunciados son una gota en comparación, por ejemplo, con la existente en los centros de menores tutelados por los Estados e, incluso, en el seno de las mismas familias. Y también lo es que tampoco han faltado quienes han traído a colación la denuncia recogida en el informe de “Save the Children”, (“Ojos que no quieren ver”, septiembre 2017) sobre la extensión de este drama de abusos sexuales en España: entre un 10 y un 20 por ciento de la población ha sido víctima de ellos en la infancia (entrenador deportivo, profesor, monitor de ocio y tiempo libre).

Sin embargo, la reacción más esperada y contundente ha sido la del papa Francisco: sin cuestionar, para nada, el problema denunciado, ha hecho propio el “sufrimiento vivido por muchos menores a causa de abusos sexuales, de poder y de conciencia cometidos por un notable número de clérigos y personas consagradas”. Lo ha calificado de “crimen” y ha urgido “a pedir perdón” y “reparar el daño causado”. Seguidamente, ha indicado que se ha de “generar una cultura capaz de evitar que estas situaciones no solo no se repitan, sino que no encuentren espacio para ser encubiertas y perpetuarse”. Y, adentrándose en las posibles soluciones, ha apremiado a los católicos a que participen de manera activa en la superación del “clericalismo”, esa “anómala manera de entender la autoridad en la Iglesia, tan común en muchas comunidades en las que se han dado las conductas de abuso sexual, de poder y de conciencia”.

La intervención de Francisco ha sido bien acogida entre la inmensa mayoría del episcopado mundial, exceptuada la salida de tono de Carlo Maria Viganò quien, en sintonía con los sectores más ultraconservadores, se la tiene jurada. Pero ha sido criticada por muchos católicos, particularmente, por parte de algunas personas directamente afectadas: está muy bien, han denunciado, el coraje crítico y autocrítico del papa Bergoglio, pero, además de audacia y lucidez analítica, se requieren determinaciones concretas que erradiquen esta lacra. El eco que ha tenido esta valoración explica que durante unos días se haya generado el rumor de que, en breve, se daría a conocer una nueva batería de decisiones al respecto; sobre todo, referidas directamente al encubrimiento de tales casos por parte de los obispos. Desde la Santa Sede no se ha tardado en señalar que ya hay legislación sobrada al respecto. Como mucho, habrá que realizar pequeños retoques, tratando de mejorar la ya existente. A partir de ahora -se ha recordado- hay que ponerse manos a la obra e intentar activar en cada diócesis los mecanismos que permitan afrontar y reparar estas tragedias en concreto y el problema de fondo que lo provoca: el clericalismo.

Acogiendo esta última invitación, me permito proponer la celebración -más pronto que tarde- de Asambleas o Sínodos diocesanos que culminen en uno general de la Iglesia española. En ellos habría que afrontar, entre otros asuntos, la cuestión del clericalismo y la insoportable hipoteca que supone para el futuro de nuestras iglesias. Sería una magnífica ocasión para, además de dar voz a las víctimas de estos crímenes y reparar algo del mucho daño causado, reivindicar, por ejemplo, la participación de todos los bautizados en la elección de sus respectivos obispos y para proponer la promoción de nuevas maneras de acceder al sacerdocio: no solo que los casados puedan serlo (los llamados “viri probati”) o que el celibato sea opcional, sino que, en casos, cada día más normales, de ausencias prolongadas de curas, algunos laicos sean elegidos para ser ordenados y presidir sus comunidades por un tiempo determinado; finalizado el cual, dejarían de ejercer como tales (los sacerdotes “ad casum” y “ad tempus”). Obviamente, también las mujeres deberían ver abierto su paso al sacerdocio. Que Jesús no las eligiera apóstoles en su tiempo no quiere decir que lo prohibiera o impidiera hoy. Nada de eso. Y más, visto que su comportamiento fue revolucionario frente a la situación que padecían en aquella época.

¿Habrá, entre nosotros, obispos, que -acompañados por sacerdotes, religiosos y laicos- tengan el coraje requerido para que algo de esto sea posible y se comience a erradicar la pederastia eclesial y el clericalismo que lo funda y sostiene? Me gustaría poder responder de manera afirmativa, pero me temo que el silencio -o, como mucho, el lamento- sean, por más que duelan, las respuestas previsibles ¡Ojalá me equivocara!

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