- Desde que llegara hace casi medio siglo, este franciscano vasco ha visto morir a 628 “hermanos míos”
- Su carisma se encarna en acompañarlas hasta el final y, durante mucho tiempo, en preparar sus cuerpos para el entierro. NOTA: Un artículo en Vida Nueva digital, buen aperitivo para la celebración de nuestras misiones.En Corea del Sur nos encontramos con el franciscano Luis María Uribe. Nacido el 21 de junio de 1946 en la localidad vizcaína de Gernika (“la de siempre, la que existía antes de Picasso”), relata que “era la fiesta de san Luis Gonzaga y, debido a la fragilidad de mi madre y mía, fui bautizado ese mismo día. Por lo que llevo el nombre de mi santo con orgullo, y el de María con mayor devoción”.
Se caldeó espiritualmente en un hogar en el que “mis padres eran fervorosos cristianos y terciarios franciscanos de misa diaria y piedad mariana, con el rezo también diario del rosario”. Ese legado marcó su vocación religiosa y sacerdotal. En cuanto a la misionera, su recuerdo le lleva “a los Domund, en los que veía a los ‘chinitos y negritos’… Parece calaron en mi alma”.
Se caldeó espiritualmente en un hogar en el que “mis padres eran fervorosos cristianos y terciarios franciscanos de misa diaria y piedad mariana, con el rezo también diario del rosario”. Ese legado marcó su vocación religiosa y sacerdotal. En cuanto a la misionera, su recuerdo le lleva “a los Domund, en los que veía a los ‘chinitos y negritos’… Parece calaron en mi alma”.
Primera misión, en Paraguay
Aunque el discernimiento real culminó “en el seminario franciscano. Entonces, mi deseo se concretó en ser ‘santo sacerdote franciscano y misionero’. No he dejado nunca de aspirar a esa meta”. Así, ya ordenado cura, su primera experiencia misionera fue en Paraguay: “Estuve en Sapucay, con los enfermos de lepra”. Luego, “las necesidades más urgentes de nuestra provincia franciscana me llevaron a Bolivia, al Titicaca. Estaba en Copacabana, junto al santuario mariano. Allí estuve casi dos años”.
Cuando le tocó cambiar de destino, no fue fácil: “Fue una experiencia inacabada. Quería a esa gente como algo propio y que se me dio como regalo para vivir como hermanos. Me dolió mucho no haber adaptado a ellos nuestra fraternidad franciscana… Salí con dolor de corazón, llorando, pues fueron ‘mi primer amor’. No les he olvidado nunca y hasta su música resuena siempre en mí”.
Pero tendría otra oportunidad de encarnarse en un pueblo en cuerpo y alma. Y en uno absolutamente distinto: el de Corea del Sur. Tras dos años en Seúl dedicado “al aprendizaje de la lengua y de la cultura coreana”, fue destinado “con los franciscanos italianos, que atendían un asilo de ancianos y una leprosería. Pensé entonces que Dios nos guía siempre y que, con su Providencia, quiere llevarnos por sus caminos del amor fraterno a todos sus pueblos”.
Aunque el discernimiento real culminó “en el seminario franciscano. Entonces, mi deseo se concretó en ser ‘santo sacerdote franciscano y misionero’. No he dejado nunca de aspirar a esa meta”. Así, ya ordenado cura, su primera experiencia misionera fue en Paraguay: “Estuve en Sapucay, con los enfermos de lepra”. Luego, “las necesidades más urgentes de nuestra provincia franciscana me llevaron a Bolivia, al Titicaca. Estaba en Copacabana, junto al santuario mariano. Allí estuve casi dos años”.
Cuando le tocó cambiar de destino, no fue fácil: “Fue una experiencia inacabada. Quería a esa gente como algo propio y que se me dio como regalo para vivir como hermanos. Me dolió mucho no haber adaptado a ellos nuestra fraternidad franciscana… Salí con dolor de corazón, llorando, pues fueron ‘mi primer amor’. No les he olvidado nunca y hasta su música resuena siempre en mí”.
Pero tendría otra oportunidad de encarnarse en un pueblo en cuerpo y alma. Y en uno absolutamente distinto: el de Corea del Sur. Tras dos años en Seúl dedicado “al aprendizaje de la lengua y de la cultura coreana”, fue destinado “con los franciscanos italianos, que atendían un asilo de ancianos y una leprosería. Pensé entonces que Dios nos guía siempre y que, con su Providencia, quiere llevarnos por sus caminos del amor fraterno a todos sus pueblos”.
Como sus hermanos
Tras 48 años, mantiene vivo el objetivo del primer día: “Cuando me preguntan por qué estoy en Corea, siempre respondo que yo no he venido a convertir a budistas, sino a querer (o a tratar de querer) a toda esta gente como hermanos míos. Y esto ocurre por el amor que Jesús me ha puesto en el corazón de fraile y de sacerdote”.
Siguiendo el camino marcado “por san Francisco, que nos dijo que vivir con los hermanos era una ‘dulzura de alma y cuerpo’, con estos enfermos de Hansen (de lepra) llevo conviviendo y gozando (y compartiendo con ellos algo de su sufrimiento) todas estas décadas. Cuando vine, eran 550. Fueron viniendo más de otros pueblitos. Entretanto, he conocido a 628 que han fallecido aquí. Ahora siguen viviendo con nosotros 60. Y digo ‘con nosotros’ porque nuestra fraternidad la componemos ocho frailes, siendo coreanos todos menos yo”.
Ellos dirigen la leprosería, pero cuentan con la ayuda esencial de cinco monjas enfermeras de la comunidad de las Franciscanas Misioneras de María. Ahora mismo, todas ellas también son coreanas. Completan esta especial familia los auxiliares y administrativos del centro, estos sí empleados y remunerados por el Gobierno.
Tras 48 años, mantiene vivo el objetivo del primer día: “Cuando me preguntan por qué estoy en Corea, siempre respondo que yo no he venido a convertir a budistas, sino a querer (o a tratar de querer) a toda esta gente como hermanos míos. Y esto ocurre por el amor que Jesús me ha puesto en el corazón de fraile y de sacerdote”.
Siguiendo el camino marcado “por san Francisco, que nos dijo que vivir con los hermanos era una ‘dulzura de alma y cuerpo’, con estos enfermos de Hansen (de lepra) llevo conviviendo y gozando (y compartiendo con ellos algo de su sufrimiento) todas estas décadas. Cuando vine, eran 550. Fueron viniendo más de otros pueblitos. Entretanto, he conocido a 628 que han fallecido aquí. Ahora siguen viviendo con nosotros 60. Y digo ‘con nosotros’ porque nuestra fraternidad la componemos ocho frailes, siendo coreanos todos menos yo”.
Ellos dirigen la leprosería, pero cuentan con la ayuda esencial de cinco monjas enfermeras de la comunidad de las Franciscanas Misioneras de María. Ahora mismo, todas ellas también son coreanas. Completan esta especial familia los auxiliares y administrativos del centro, estos sí empleados y remunerados por el Gobierno.
Una dulzura añadida
Además, Uribe siente como “un regalo añadido el que estén con nosotros 50 jóvenes con diversas causas de discapacidad mental y de movilidad. Ellos son una dulzura añadida: la de los pequeños al entrar en el Reino”. “De ellos tengo ya al menos tres angelitos en el cielo”, añade con emoción.
En el caso de los 628 enfermos de lepra y de estos tres jóvenes a los que ha visto morir a lo largo de este tiempo (dice todo de su entrega el que lleve la cuenta exacta), su hacerse uno con ellos se elevó de un modo extraordinario: “Cuando sus necesidades de ayuda son más urgentes y hay ya una necesidad de acompañarlos ante la cercanía de su muerte, ahí he estado, por la gracia del Señor, con ellos en su casa, hasta que ha llegado la hora de partir al descanso definitivo”.
Un ser y estar que ha ido más allá, incluido el momento del amortajamiento del cadáver: “Poco a poco, he aprendido cómo les ponen ‘guapos’ a los hombres (de las mujeres se encargan las hermanas) para entrar en el Reino. Algo que hacen según su tradición coreana. Yo, que nunca había vista morir a nadie antes, durante diez años amortajé a cerca de un centenar de los internos”.
Además, Uribe siente como “un regalo añadido el que estén con nosotros 50 jóvenes con diversas causas de discapacidad mental y de movilidad. Ellos son una dulzura añadida: la de los pequeños al entrar en el Reino”. “De ellos tengo ya al menos tres angelitos en el cielo”, añade con emoción.
En el caso de los 628 enfermos de lepra y de estos tres jóvenes a los que ha visto morir a lo largo de este tiempo (dice todo de su entrega el que lleve la cuenta exacta), su hacerse uno con ellos se elevó de un modo extraordinario: “Cuando sus necesidades de ayuda son más urgentes y hay ya una necesidad de acompañarlos ante la cercanía de su muerte, ahí he estado, por la gracia del Señor, con ellos en su casa, hasta que ha llegado la hora de partir al descanso definitivo”.
Un ser y estar que ha ido más allá, incluido el momento del amortajamiento del cadáver: “Poco a poco, he aprendido cómo les ponen ‘guapos’ a los hombres (de las mujeres se encargan las hermanas) para entrar en el Reino. Algo que hacen según su tradición coreana. Yo, que nunca había vista morir a nadie antes, durante diez años amortajé a cerca de un centenar de los internos”.
Como Jesús bajado de la Cruz
Sin duda, “una experiencia hermosa”, pues “se ve el cuerpo tal cual, con su debilidad al descubierto. Siempre ha sido para mí la imagen de Jesús bajado de la Cruz”. Luego, “una vez ya limpios, eran frotados con alcohol y se amortajaban, vestidos con sus típicas prendas mortuorias. Era interesante para mí seguir con su costumbre, confuciana o simplemente antigua, y que me hacía sentir como uno de los suyos al poner una prenda sobre otra: un abrigo, unas polainas y un gorro. Al final, les colocaba la cruz en el pecho y el rosario en las manos cruzadas”.
El ceremonial seguía al poner al difunto en el ataúd y emprender la procesión hasta el cementerio: “En el camino, el féretro va dentro de un arco de flores, mientras que los que lo portan cantan: ‘Jesús, María’. Al pasar por su casa, la comitiva para delante, hasta que la familia mete algún billete en las cintas colgantes. Además, siempre hay alguien que se encarga de llevar unas botellas de makoli, una bebida alcohólica de arroz, para tomar tras la sepultura”.
Con todo, el contexto ha cambiado y, “en estos últimos tiempos, se va perdiendo esta costumbre. Ya lo normal y más práctico es incinerar a los muertos y dejarlos en los nichos nuevos construidos para ello. Es lo más cómodo, pero, por otra parte, nos aleja del folklore del pueblo”.
Sin duda, “una experiencia hermosa”, pues “se ve el cuerpo tal cual, con su debilidad al descubierto. Siempre ha sido para mí la imagen de Jesús bajado de la Cruz”. Luego, “una vez ya limpios, eran frotados con alcohol y se amortajaban, vestidos con sus típicas prendas mortuorias. Era interesante para mí seguir con su costumbre, confuciana o simplemente antigua, y que me hacía sentir como uno de los suyos al poner una prenda sobre otra: un abrigo, unas polainas y un gorro. Al final, les colocaba la cruz en el pecho y el rosario en las manos cruzadas”.
El ceremonial seguía al poner al difunto en el ataúd y emprender la procesión hasta el cementerio: “En el camino, el féretro va dentro de un arco de flores, mientras que los que lo portan cantan: ‘Jesús, María’. Al pasar por su casa, la comitiva para delante, hasta que la familia mete algún billete en las cintas colgantes. Además, siempre hay alguien que se encarga de llevar unas botellas de makoli, una bebida alcohólica de arroz, para tomar tras la sepultura”.
Con todo, el contexto ha cambiado y, “en estos últimos tiempos, se va perdiendo esta costumbre. Ya lo normal y más práctico es incinerar a los muertos y dejarlos en los nichos nuevos construidos para ello. Es lo más cómodo, pero, por otra parte, nos aleja del folklore del pueblo”.
Pastoral de la presencia
A lo que no renuncia es a su “pastoral de la presencia”, que se sostiene cada día “estando con la gente, en sus penas y gozos. No vivo en otro contexto, sino entre las casas de los enfermos, desde la madrugada hasta la noche, rozando con sus vidas, su cuerpo y su alma. Soy uno de ellos”. Una entrega de ida y vuelta, ya que “me reciben con un cariño enorme. Les llega al corazón ver que, siendo extranjero, haya sido capaz de convivir con ellos durante tantos años en este pueblito”.
Cuando llegó a la leprosería, “los enfermos me pedían que no me marchara. Yo les decía que me quedaría sin ningún problema, pero que como fraile estaba obligado a obedecer a mis superiores y, en última instancia, a Dios. Al final, he tenido suerte y se está cumpliendo lo que yo quería decirles: ‘Me quedaría con vosotros hasta que queráis el último de los enfermos o hasta que muera yo’”.
A lo que no renuncia es a su “pastoral de la presencia”, que se sostiene cada día “estando con la gente, en sus penas y gozos. No vivo en otro contexto, sino entre las casas de los enfermos, desde la madrugada hasta la noche, rozando con sus vidas, su cuerpo y su alma. Soy uno de ellos”. Una entrega de ida y vuelta, ya que “me reciben con un cariño enorme. Les llega al corazón ver que, siendo extranjero, haya sido capaz de convivir con ellos durante tantos años en este pueblito”.
Cuando llegó a la leprosería, “los enfermos me pedían que no me marchara. Yo les decía que me quedaría sin ningún problema, pero que como fraile estaba obligado a obedecer a mis superiores y, en última instancia, a Dios. Al final, he tenido suerte y se está cumpliendo lo que yo quería decirles: ‘Me quedaría con vosotros hasta que queráis el último de los enfermos o hasta que muera yo’”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario