He seguido con el corazón encogido el final de
Vicent Lambert en Reims
(Francia), el tetrapléjico en estado vegetativo desde hacía más de una
década. Y también he seguido el enfrentamiento judicial entre sus padres
(católicos y contrarios a que se le retirara la alimentación e
hidratación artificiales por considerar que era una decisión
“eutanásica”) y su mujer y tutora legal (partidaria de tales retiradas
por entender que se estaba incurriendo en “encarnizamiento terapéutico” o
“distanasia”). También he leído cómo el papa Francisco ha reivindicado
en Twitter que los enfermos no sean “abandonados hasta dejarlos morir”.
Por su parte, mons. V. Paglia, presidente de la Pontificia Academia de
la Vida, ha calificado su muerte como una “derrota para la humanidad”
porque “una sociedad es humana si protege la vida”.