Jesús Martínez Gordo
¿Marxista? Sí. Pero no
porque se someta a los dictados de Carlos Marx, sino porque, presidida su
Conferencia Episcopal por el cardenal Reinhard Marx, entiende que ha llegado la
hora de reformarse a fondo.
La crisis de credibilidad que padece es de un
enorme calado: por los abusos a menores y su encubrimiento; por la manera autocrática
como se ejerce el poder, algo cada día más insoportable en una cultura
democrática; por el arrinconamiento de la mujer y por el mantenimiento de una
moral sexual en las antípodas de la que asume la inmensa mayoría de los
católicos. La consecuencia de todo ello es una espectacular pérdida de fieles.
Y la convicción de que urge una reforma radical. Por eso, ha puesto en marcha,
contra viento y marea, un “proceso sinodal vinculante” que, a partir del
próximo diciembre y durante dos años, diagnosticará y propondrá al Papa, con
toda libertad, lo que estime oportuno sobre cuatro problemas: el “poder, la
participación y la división de poderes en la Iglesia”; “la moral sexual”; “la
forma de vida sacerdotal” y el papel de las “mujeres en el servicio y en el
ministerio en la Iglesia”.
Es una iniciativa que no
solo ha levantado ampollas en los sectores involucionistas, sino también en los
espacios de confort en los que se ha venido moviendo hasta el presente una
curia vaticana que, diseñada más en referencia a un modelo de gobierno
monárquico y absolutista que evangélico y corresponsable, ha reaccionado de la
única manera que sabe: reclamando su exclusiva competencia sobre los asuntos
que se van a abordar y denunciando el procedimiento que se piensa activar. Pero
de ahí también la respuesta de los alemanes: “ninguna profundización teológica
hace daño a nadie, especialmente a la Iglesia” (Mons. Genn). Y si, como
consecuencia de dicha profundización, hay que cambiar las leyes; se cambian.
Todo un ejemplo de arrojo evangélico que se echa muy de menos en otros espacios
más cercanos en los que el involucionismo, el nepotismo, el carrerismo y la
mediocridad campan por sus fueros.
Como es conocido, el
papa Bergoglio está empeñado en la reforma de la Iglesia. Pero no puede hacerla
solo. Necesita ser acompañado, tal y como se ha visto con la modesta revolución
que ensayó, en el ámbito de la moral sexual (sínodos de 2014 y 2015), y que,
continuada en el de la Amazonía (octubre 2019), ha abierto las puertas al
alemán y también, entre otros, al suizo y al posible Congreso de la Iglesia
italiana. ¿La española? A verlas venir. Probablemente porque mira más a la
curia vaticana (y a sus entresijos) que a quien la preside esperando que las
aguas vuelvan a su cauce, es decir, a la mediocridad reseñada. Ya se ensayó
algo parecido con la Asamblea Conjunta de obispos y sacerdotes (1971) y con la
Asamblea diocesana en Bilbao (1984-1987) y mira, apuntan algunos, los
nombramientos episcopales que les han llovido desde entonces a las iglesias del
País Vasco.
Visto el fórceps
legislativo que la curia vaticana aplicó a la Iglesia holandesa en el
postconcilio y su casi desaparición en la actualidad, no sorprende que los
alemanes miren hacia adelante y expongan algunos puntos sobre los que van a
pedir cambios doctrinales y legislativos. En un mundo como el nuestro, indican,
“el poder debe ser compartido y su ejercicio justificado”. Ello quiere decir,
por ejemplo, que todos los bautizados han de participar no solo en la
financiación de la Iglesia, sino también en la elección de quiénes les van a
presidir, sobre el modo como han de gobernar, el tiempo que va a durar y el
control de su gestión. Y, a la vez, han abierto el debate entre una mayoría,
partidaria del principio de “autodeterminación sexual”, y una minoría que, no
queriendo cambio alguno, busca propiciar una explicación y comunicación más
plausibles. No faltan tampoco las cuestiones del celibato opcional y del
sacerdocio de las mujeres, un asunto, este último, en el que se juega la credibilidad
de las reformas que se quieren activar: la Iglesia, se recuerda, no puede
proclamar de manera creíble el Evangelio excluyendo a la “mitad de la
humanidad” y atentando contra la igualdad entre el hombre y la mujer que se
funda en la teología de la creación.
La reacción sinodal de
esta Iglesia “marxista” hay que comprenderla en el marco de una larga tradición
postconciliar que Juan Pablo II abortó cuando los obispos estadounidenses
trataron, consultando a las bases católicas, los problemas de la disuasión
nuclear (1983), la justicia económica (1986) y el sacerdocio de la mujer
(1992). A partir de entonces, la Santa Sede se reservó en exclusiva la
capacidad magisterial sobre estas y otras materias, imposibilitando su
tratamiento por las Conferencias Episcopales. Los alemanes se han cansado de
este inaceptable corsé. Al Papa Francisco le corresponde discernir lo que puede
ratificar como aceptable y lo que está necesitado de un mayor consenso
eclesial. Y también, colocar al frente de la curia vaticana a personas que
comulguen con este modo corresponsable y policéntrico de gobernar. La verdad es
que no le falta trabajo.
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