Es un hecho dramático que me ha recordado el caso de Charlie Gard y
el delicado y complejo debate que entonces se abrió y del que recogí lo
que ahora sigue. Entiendo que lo entonces aportado puede ayudar a
clarificar lo que está en juego en estas y en otras situaciones límite.
Charlie Gard padecía un síndrome
de agotamiento mitocondrial, una rarísima enfermedad genética que
provoca, en quien la sufre, una parálisis progresiva que le conduce a la
muerte. Los médicos del Great Ormond Street (Londres) ensayaron
-manteniéndolo vivo con respiración asistida y sonda nasogástrica-
diferentes terapias. Ante la imposibilidad de alcanzar un resultado
favorable, entendieron que no había solución y que mantenerlo en
semejante situación aumentaba su sufrimiento y provocaba un gasto
inútil. La gerencia del hospital solicitó permiso al tribunal
correspondiente para desconectarlo y proceder a una terapia paliativa.
Los padres se opusieron frontalmente. Tras haber activado un complejo
proceso judicial, comunicaron el 24 de julio de 2017 que se había
entrado en “un punto de no retorno” y que lamentaban el “muchísimo
tiempo malgastado”.
De entre las numerosas aportaciones que hubo entonces, retengo la facilitada por R. Massaro.
Este joven doctor en teología moral y bioética ofreció tres
consideraciones que creo bastante oportunas porque ayudan a clarificar
el debate sobre la eutanasia (ayudar a morir adelantando el
fallecimiento), la distanasia (encarnizamiento terapéutico) y la
ortotanasia (paliar los sufrimientos sin alterar el curso de la muerte).
En la primera de sus
consideraciones, se preguntaba sobre a quién correspondía decidir
cuándo, como era el caso, se daba un enfrentamiento total entre el
parecer de los médicos y la voluntad de los padres. Conviene tener
presente, respondió, la licitud de recurrir, tal y como indica la
Congregación para la Doctrina de la Fe en su “Declaración sobre la
Eutanasia”, “a los medios puestos a disposición por la medicina más
avanzada, aunque se encuentren en fase experimental y no estén libres de
todo riesgo”. Pero también tener presente la consistencia de los
dictámenes médicos y las sentencias de la justicia cuando concuerdan en
que proseguir con las terapias de soporte vital o intentar ulteriores
terapias experimentales sería una forma de obstinación terapéutica. El
magisterio católico defiende la legitimidad e, incluso, la necesidad,
de “interrumpir procedimientos médicos costosos o peligrosos,
extraordinarios o desproporcionados”. En estas circunstancias,
apuntó R. Massaro, no considero que la voluntad de los padres haya de
ser “absolutamente vinculante”. Tampoco me parece incuestionable que
“defender la vida física a toda costa sea siempre un bien para el
enfermo”. Y entiendo que no estamos frente a una decisión tipificable
como eutanasia, sino, más bien, ante lo que la Iglesia católica
considera que es una legítima “interrupción de tratamientos médicos
onerosos, peligrosos, extraordinarios o desproporcionados a los
resultados”. Lo que se pretendía, en sintonía, una vez más, con el
magisterio eclesial, no era “provocar la muerte”, sino rechazar “el
encarnizamiento terapéutico” o “distanasia”.
En la segunda
de las consideraciones examinaba cuándo era lícito suspender la
terapia. R. Massaro propuso tener presente la tradicional doctrina sobre
la proporcionalidad de medios y las aportaciones más recientes de R.
McCormick. Este jesuita estadounidense sostenía que lo que estaba en
juego no era el incalculable valor de la vida, sino si el enfermo tenía o
no –en coherencia con este incuestionable valor- potencialidad para
subsistir físicamente y, así, participar del más alto de los bienes:
disfrutar de la relación con Dios y con el prójimo. Si una persona
(neonata o enferma terminal) no presenta ninguna viabilidad para
desplegar tales relaciones, entonces cualquier esfuerzo que se realice
por mantenerlo con vida ya no es obligatorio ni tampoco beneficioso para
el superior interés de estas personas.
Finalmente, en la tercera de las
consideraciones se preguntaba sobre cómo se había de proceder cuando se
pedía recurrir a nuevas terapias que no aseguraban ninguna esperanza de
cura y no garantizaban ningún potencial de relaciones significativas.
Un enfermo, en estas condiciones, ¿ha de quedar desatendido? Si la
medicina ha fracasado, concluyó, no puede y no debe fracasar en procurar
todas las posibilidades que le permitan al enfermo finalizar su
existencia de una manera digna. Por eso, se le ha de facilitar que pueda
disfrutar del cariño de sus padres y seres queridos, regresar (si fuera
posible) a su medio familiar, contar con la oración y cercanía de la
comunidad cristiana y ahorrarle, por supuesto, el sufrimiento que sea
humanamente posible (“ortotanasia”).
Creo que estas consideraciones que
ofreció R. Massaro hace dos años pueden ayudar a clarificar el debate
sobre la muerte de Vincent Lambert. Y creo que también puede ayudarnos a
afrontar, cuando nos toque, una situación semejante o, en todo caso,
cuando tengamos que redactar o -si se considerara procedente- revisar
nuestro testamento vital.
No hay comentarios:
Publicar un comentario