Abenduko izarrak

domingo, 31 de mayo de 2015

¿Y a Dios quién lo creó?: Joxe Arregi

Hace poco todavía, padres y educadores enseñaban a los niños que “el mundo ha sido creado por Dios”. Sucedía a menudo que un niño o una niña preguntaba entonces: “¿Y a Dios quién lo creó?”. “A Dios no lo ha creado nadie -respondía el adulto -. Dios es eterno”. Es posible que el niño quedara entonces callado, pero ¿quedaba satisfecho el interés de su pregunta? Seguro que no. Apostaría que tampoco el adulto quedaba tranquilo con lo dicho, por mucha seguridad que fingiera, escribe Joxe Arregi en DEIA.


Con un poco más de malicia, el niño o la niña hubiera podido seguir interrogando: “Si existe un Dios no creado por nadie, ¿por qué no podría existir un mundo no creado por nadie? ¿Por qué no podría existir un mundo infinito y eterno, como Dios?”. Ahí el adulto se las vería y desearía para responder. Los niños carecen de respuestas a sus numerosas preguntas, pero si nuestras respuestas no les valen, es que tampoco nos valen a nosotros.

Seamos honestos con el niño que somos, y con las preguntas que llevamos, más sabias que las respuestas que fabricamos tan afanosamente. Preguntemos, como los niños: “¿Quién creó al Dios creador?”. No es una cuestión tan insensata como puede parecer. Hoy conocemos justamente la respuesta, si bien esta no resuelve el enigma de la Realidad, sino que más bien lo ahonda. Sí, sabemos con bastante exactitud cuándo nacieron los dioses en plural (politeísmo) y Dios en singular (monosteísmo). Y sabemos quién los hizo.

Los primeros panteones divinos fueron imaginados y esculpidos, descritos y venerados en Mesopotamia (actual Irak) hace 5.000 años. Y la figura del Dios único fue concebida y adorada en Persia (actual Irán) hace 3.000 años por el admirable profeta, filósofo y maestro ético Zoroastro (con perdón de Akenatón, 500 años antes). Se llamaba Ahura Mazda, el Señor Sabio, y con ese nombre es adorado hoy todavía, y el fuego es su imagen.



Quinientos años más tarde, una divinidad particular hebrea llamada Yahveh revistió -Dios también evoluciona- esa figura de divinidad única que hemos heredado los cristianos y también los musulmanes: un Dios creador que elige y rechaza, que se revela y oculta, que perdona y castiga, que salva en el cielo y condena al infierno. Esa es en 10 líneas la historia del “dios creado” en los últimos cinco mil años.

¿Dios creado? Sin duda. Y que nadie se escandalice, pues todos los grandes teólogos de todas las religiones así lo han enseñado durante estos milenios. Todo lo que pensamos e imaginamos como Dios no es más que dios, constructo cultural humano. Pero las preguntas no se agotan. ¿Y si Dios no fuera más que un nombre -un simple nombre común- del Misterio Innombrable?

Los niños de hoy, en cuanto empiezan a formular preguntas, aprenden que este mundo surgió del Big Bang, y me parece muy bien. Es necesario que lo sepan, pues está prácticamente demostrado, y los ecos de aquella formidable explosión -primera o enésima, eso nadie lo sabe- son todavía perceptibles. Lo que me extrañaría sería que con esa explicación, tan útil y necesaria, los niños y los jóvenes de hoy se quedaran satisfechos del todo; que con la teoría del Big Bang, tan genial y bella, se agotaran las preguntas. Cuando se agotan las preguntas se pierde el camino de la sabiduría. En cuanto a las respuestas, solo son buenas aquellas que suscitan nuevas preguntas.

Con el Big Bang no se agotan las preguntas. Por ejemplo: ¿Por qué se produjo el Big Bang que dio lugar a nuestro mundo? Pero no es esa la pregunta decisiva, y de ningún modo deberíamos buscar la respuesta en Dios. Un Dios que sirviera para responder a algún por qué será siempre creación nuestra, como las esculturas de Nippur.

No busques la respuesta. Mira el mundo. Escucha el eco del Big Bang en las galaxias y en los bosones. Escucha ese pájaro. Mira cómo crece el trigo y el pan. Mira esa pareja, la ternura creciendo en sus ojos y en sus manos. El mundo existe. La Vida existe. La belleza y la Ternura existen. He ahí Dios, el Aliento increado creándose sin cesar en todo, también en nosotros, para que la bondad sea más fuerte.

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